Volvimos de la cena en silencio. No era un silencio cómodo, era de esos que pesan como piedras en el pecho.
Ella miraba por la ventana del coche sin parpadear, con la mandíbula tan apretada que parecía que iba a romperse los dientes. Yo sabía lo que pensaba. Y ella sabía que yo también lo sabía.
Venía dándome vueltas en la cabeza desde que salimos de la residencia: la esposa de mi futuro socio. Esa mujer que no tuvo pudor en mostrarme las piernas bajo la mesa, que me clavó los ojos como si ya me hubiera desnudado, que jugó a provocarme delante de todos. Tenía un cuerpo diseñado para el pecado, un vestido hecho para reventar matrimonios. No hablaba de negocios, hablaba de mí. Todo el tiempo.
Yo no podía quitármela de la cabeza. Me la imaginaba en la cama, con esa boca pintada de rojo tragándoselo todo, con esos pechos en mi cara, con esas uñas largas dejándome la espalda marcada. La veía en mi mente montándome como si no existiera el mundo, riéndose de su marido pusilánime mientras me lo hacía como una puta desesperada.
El auto olía a su perfume todavía, aunque ya no estuviera ahí. Ese aroma se mezclaba con el sudor y la rabia de mi amante, que no decía nada pero que se estaba quemando por dentro. Yo lo sentía en el aire. La respiración de ella, la rigidez de sus manos en el regazo. El silencio era puro veneno.
Y yo, en vez de apagar la fantasía, me la estaba pajeando en la cabeza. Estaba más duro que en toda la reunión, pensando en la mujer equivocada, sentado al lado de la que me iba a reclamar todo en cuanto cerráramos la puerta del hotel.
Sabía lo que venía. Sabía que su furia iba a explotar apenas estuviéramos solos. Y también sabía que, al final, iba a convertir ese veneno en otra cosa. Porque en el fondo, lo que ella sentía no era solo celos. Era miedo a que yo deseara más a otra. Y ese miedo, yo ya sabía cómo usarlo.
Entramos al hotel sin hablar. El lobby estaba lleno de turistas ruidosos, pero para nosotros era como si no existiera nadie más. Pedí la llave con la misma calma de siempre, como si no llevara en la cabeza las piernas de otra mujer y el perfume de otra piel.
En el ascensor, mi asistente no aguantó más. Se giró hacia mí, con los ojos encendidos y la voz baja, pero hiriente.
—¿Te gustó mucho, no? —escupió—. La forma en que se te ofrecía como si yo no estuviera ahí. Como si fuera la dueña de la mesa.
No respondí. La dejé hablar, como hago siempre. El silencio era mi armadura.
—No apartaste la mirada ni una sola vez —continuó, apretando los puños—. Y ella… ella lo sabía. Jugó contigo delante de todos, y tú dejaste que lo hiciera.
Las puertas del ascensor se abrieron, pero ninguno se movió. El aire era pesado, cargado de celos, rabia y deseo mezclados.
—Soy tu asistente, no tu sombra —dijo al fin, con un hilo de voz—. Y si crees que voy a dejar que otra se ría en mi cara mientras tú fantaseas con sus tetas, te equivocas.
Sus palabras me golpearon como un cachetazo. No porque me dolieran, sino porque detrás del enojo estaba lo que yo esperaba: el miedo. El miedo a perderme, el miedo a no ser suficiente.
Yo sabía qué hacer con ese miedo.
Le toqué la cara apenas, con la punta de los dedos, y ella retrocedió medio paso, temblando. No era rechazo. Era rendición anticipada.
Caminamos hasta la habitación en silencio, pero ya no era el mismo silencio del auto. Este era distinto: tenía filo, estaba cargado, como un resorte a punto de soltarse.
Y yo sabía exactamente cómo iba a hacerlo.
La puerta de la habitación se cerró con un golpe seco. Mi asistente dejó caer su bolso en la mesa y se giró hacia mí como si estuviera a punto de atacarme.
—¿Sabés qué es lo peor? —dijo, sin darme respiro—. Que ni siquiera intentaste disimular. Te comías a esa mujer con los ojos delante de todos, delante de mí.
Me serví un trago, lento, y me senté en el borde de la cama.
—Era un juego —respondí—. Y yo no pierdo.
—¡Juego, dices! —rió sin humor, caminando de un lado a otro—. Pues ese “juego” me dejó a mí como una estúpida, como si no existiera, como si fuera invisible.
—Eres mi asistente —dije, frío—. No mi sombra.
Me lanzó una mirada que hubiera derribado a cualquiera menos a mí.
—Soy más que tu asistente y lo sabes —dijo, con la voz quebrada—. ¿O acaso te olvidas de las noches que pasamos, de cómo me buscas cuando la rabia te quema?
—No me olvido —repliqué, sin moverme—. Pero no confundas necesidad con devoción.
—¿Y qué fue lo de hoy, entonces? —se cruzó de brazos, clavándome los ojos—. ¿Una estrategia brillante? ¿O solo estabas caliente por el culo de la esposa de tu socio?
No respondí enseguida. Su silencio se llenó con mi media sonrisa. Eso la enfureció más.
—¡Admítelo! —gritó, avanzando un paso—. Te morías por llevártela a la cama.
—¿Y si lo hiciera? —pregunté, inclinándome apenas hacia ella—. ¿Dejarías de seguirme?
Se quedó helada un segundo, pero enseguida me devolvió el golpe.
—No soy tan barata como ella —escupió—. No necesito abrirme de piernas en la mesa para sentirme viva.
—No —dije, despacio, disfrutando de su rabia—. Tú prefieres hacerlo en habitaciones de hotel, después de envenenarme con sermones.
Se tapó la cara un instante, como si quisiera contener las lágrimas, pero en vez de llorar se rió. Una risa amarga, cargada de reproche.
—Eres un hijo de puta.
—Y tú —dije, poniéndome de pie y acercándome despacio—, eres mía, aunque te duela admitirlo.
Nos quedamos frente a frente, respirando fuerte, como dos boxeadores al borde del último asalto. No había tregua, no había espacio para razones.
Había rabia. Había celos. Había deseo. Y la habitación se volvió demasiado pequeña para contenerlo todo.
Ella se desplomó en la cama, con los ojos ardiendo, las lágrimas corriéndole como si al fin hubiera dejado de resistirse a lo inevitable. No gritaba, no reclamaba: solo lloraba. Un llanto contenido, desesperado, el de alguien que siente que ha perdido una guerra sin siquiera haber peleado. Su cuerpo temblaba y su respiración era un cuchillo rompiendo el aire pesado de la habitación.
Yo la miré, pero mi cabeza estaba en otro lado. No en ese cuerpo que tantas veces me había dado calor, no en esas lágrimas que pedían consuelo. No. Estaba pensando en la otra. En la mujer de mi futuro socio. En sus piernas cruzadas bajo la mesa, en la forma descarada de lamerse los labios, en esa risa cargada de insinuaciones.
Mi amante se deshacía delante de mí, y lo único que lograba mantenerme duro era la imagen de otra entre mis manos, con su perfume todavía impregnado en mi ropa. Me mordí el labio para no decirlo en voz alta. Para no confesar que en ese instante el cuerpo que necesitaba no era el que lloraba frente a mí.
Ella sollozaba, sus hombros encogidos, la cara hundida en las manos. Yo la observaba en silencio, como quien mira una escena que no le pertenece. Y dentro de mí, el veneno de la otra mujer crecía, metiéndose en mi sangre como una droga.
—¿Sabés todo lo que dejé por vos? —me escupió entre sollozos, con la cara roja y los ojos hinchados—. Dejé mi casa, mi nombre, mi carrera. Te seguí hasta este agujero de isla porque creí en vos. Porque pensé que estábamos juntos en esto.
Su voz temblaba, pero no de debilidad, sino de rabia contenida. Cada palabra era un látigo que me pegaba en la cara, y aun así, yo estaba en otro lado.
La veía mover los labios, veía las lágrimas corriéndole, y al mismo tiempo tenía en la cabeza las piernas de la otra, abiertas bajo el agua, la boca roja sonriéndome como si me hubiera elegido desde antes de conocerme. Esa dualidad me excitaba y me irritaba al mismo tiempo.
—Todo lo hice por vos —continuó, golpeándose el pecho—. ¿Y qué recibo a cambio? Tu silencio. Tu mirada clavada en otra mujer, delante mío, como si yo no existiera.
Me serví un trago. El hielo crujió como un aplauso sarcástico.
—No exageres —dije, con una media sonrisa venenosa—. No es la primera vez que alguien me mira en una mesa.
Ella se atragantó con un sollozo.
—¡No me tomés por estúpida! Esa mujer te devoraba con los ojos. Y vos la dejaste. Vos le devolviste el juego. ¿Creés que no lo vi? ¿Creés que soy ciega?
—Te creo histérica —le respondí, apoyando el vaso en la mesa con calma—. Y eso sí que no lo aguanto.
El silencio fue un cuchillo. Ella me miraba como si quisiera matarme. Yo, en cambio, seguía viendo el escote de la otra, seguía imaginando su perfume en mi piel.
—Eres un hijo de puta —dijo, con la voz quebrada—. Y lo peor es que ni siquiera lo disimulás.
Me encogí de hombros.
—Al menos soy sincero —respondí.
Ella rompió en un llanto más fuerte, como si mis palabras le hubieran arrancado la última venda. Y yo, mientras la veía desarmarse, seguía pensando en la otra, en lo que haría con ella si la tuviera sola, desnuda, en esa misma habitación.
Ella seguía llorando. Las lágrimas no eran ruidosas, eran un hilo silencioso que le recorría la cara y le dejaba la piel brillante. Tenía los labios temblorosos, manchados de rabia y tristeza.
—¿Qué tengo que hacer para que me mires a mí? —dijo, con un sollozo ahogado.
Yo no respondí enseguida. La miré como se observa un incendio: sabiendo que no se puede apagar con palabras. Dentro de mí seguía ardiendo la otra, la imagen de aquella mujer que se había ofrecido con descaro, pero ahora lo único que tenía enfrente era el dolor de mi asistente, y esa mezcla me estaba volviendo más duro de lo que quería admitir.
Ella me empujó en el pecho, apenas, como tanteando si podía derrumbarme. No me moví. Me empujó otra vez, con más fuerza.
—¡Mírame! —gritó, con la voz rota.
La agarré de las muñecas, despacio, pero firme. Forcejeó, se retorció, hasta que la pegué contra la pared. El contacto nos arrancó un jadeo a los dos.
—¿Eso querés? —le dije, con la voz baja, casi al oído—. ¿Que te mire?
Sus ojos estaban inundados, pero detrás del llanto había algo más. Un brillo contradictorio, mezcla de odio y deseo. Se lanzó hacia mí y me buscó la boca.
El beso fue brutal. No hubo suavidad, no hubo caricia. Fue dientes, saliva, respiración entrecortada. Ella me mordió, yo le devolví la mordida. Me aferró al cuello como si se estuviera ahogando y yo fuera su única salida.
—Sos un hijo de puta… —susurró contra mi boca, con lágrimas todavía calientes.
—Y aún así, no te apartás —le respondí, mordiéndole el labio.
Su cuerpo estaba rígido y blando al mismo tiempo: la rabia tensaba cada músculo, pero el deseo la dejaba ceder. Me apretaba la camisa con los dedos, como si quisiera arrancármela de un tirón.
Nos quedamos pegados a la pared, besándonos como si quisiéramos destruirnos. El llanto seguía ahí, mezclado con el jadeo. Era un beso que no calmaba nada, al contrario: lo encendía todo.
No había ternura. No había reconciliación. Solo hambre, rabia y esa necesidad desesperada de poseer y ser poseída, aunque fuera en un beso que nos dejaba sin aire.
Ella me dijo que me amaba. Lo soltó entre lágrimas, con la voz quebrada, como si fuera lo único que le quedaba para detenerme. Yo la miré fijo, sin ternura, sin compasión. La vi frágil, deseosa, temblando. Y en vez de abrazarla, me desabroché la bragueta.
El sonido del cierre bajando fue como un disparo en medio del silencio. Ella contuvo el aliento, me miró a los ojos y, en vez de retroceder, se acomodó el cabello detrás de la oreja con un gesto lento, deliberado. Se acercó a mí y me empezó a desabotonar la camisa, uno a uno, con los dedos torpes por el temblor.
Su boca me rozó la clavícula, después el pecho, y siguió bajando, dejando un rastro de besos húmedos sobre mi piel. Su respiración se mezclaba con la mía, entrecortada, cargada de deseo y rabia al mismo tiempo.
—Dime qué quieres que haga —susurró contra mi piel, sin apartarse.
Le tomé la cabeza con fuerza, obligándola a mirarme desde abajo.
—Quiero que me lo demuestres —le dije, con la voz baja, firme.
Ella cerró los ojos un instante, como si buscara valor, y al abrirlos ya no había reproche. Solo entrega.
Se inclinó aún más, los labios a un paso de lo inevitable…
Yo seguía de pie, todavía vestido, al borde de la cama. Ella estaba arrodillada frente a mí, completamente entregada, como si en ese instante no existiera nada más que mi cuerpo y su deseo de pertenecerme.
Sus labios me envolvían con una dulzura inesperada, lenta, cuidada, como si lo que estaba haciendo fuera un acto de devoción más que de lujuria. La veía mirarme de reojo, con los ojos húmedos, brillando entre lágrimas y excitación.
Le acaricié el rostro despacio, con la palma abierta, sintiendo cómo su mejilla temblaba bajo mi mano. No había reproches ya, no había rabia. Todo lo que antes fue celos ahora era ternura feroz, como si quisiera convencerme de que no había nadie más, de que ninguna otra podía darme lo que ella estaba dándome en ese momento.
Sus movimientos eran suaves, delicados, casi reverenciales. Y yo, mientras tanto, no podía dejar de mirarla: el cabello cayendo sobre su cara, los labios húmedos, la respiración entrecortada.
Le murmuré su nombre y ella se detuvo apenas un instante, como si esperara una orden. Le acaricié la sien con el pulgar, sonreí de lado y le dije al oído, con un tono bajo y firme:
—Seguí… así.
Y lo hizo, con más calma todavía, con más dulzura, como si cada segundo que me daba fuera una súplica silenciosa para que yo no pensara en nadie más.
Me incliné apenas, dejándole espacio, pero mis dedos ya no se limitaban a acariciarle el rostro con suavidad. Esta vez apreté un poco, marcando el control, obligándola a mirarme mientras seguía con lo suyo. La dulzura que había puesto en cada gesto se mezclaba ahora con algo más áspero, más urgente.
—Así —le dije, con la voz grave—. No pares.
Ella obedecía, pero yo ya no era paciente. Le tomé la cabeza con firmeza, guiando el ritmo como si cada movimiento fuera un recordatorio de a quién pertenecía. Su respiración se volvió más rápida, su entrega más evidente.
—Eso es —susurré, inclinándome para que solo ella lo escuchara—. Esa boca tuya solo sirve para esto.
Un gemido contenido se escapó de su garganta, vibrando en mi piel. Mis dedos se enterraron en su cabello, jalándola apenas, exigiendo más. Sentí la tensión recorrerme entero, esa mezcla de deseo y poder que me hacía olvidar incluso la imagen de la otra mujer. Ahora solo estaba ella, arrodillada ante mí, temblando de devoción y rabia convertidas en lo mismo.
La miré desde arriba, sonriendo con esa media sonrisa que tanto la enfurecía.
—Mírame mientras lo haces —ordené.
Sus ojos, húmedos y brillantes, se alzaron hacia los míos. Y ahí entendí que el silencio que había entre nosotros desde la residencia se había roto para siempre. Ahora hablábamos en otro idioma. El idioma de la obediencia.
Le tomé del cuello con una mano firme, no para hacerle daño, sino para recordarle que el control siempre era mío. La apreté lo suficiente para sentir cómo tragaba saliva, para escuchar ese jadeo entrecortado que me volvía loco. Y entonces la besé, profundo, invasivo, con la lengua buscando la suya mientras sus labios temblaban contra los míos.
Ella no soltó ni un segundo lo que tenía entre las manos. Al contrario, apretó más, como si al hacerlo pudiera demostrarme cuánto me pertenecía. El contraste me enloquecía: mi boca devorándola, mi mano marcando su cuello, y sus dedos trabajando abajo con una devoción que rozaba lo salvaje.
—Así… —murmuré entre beso y beso, todavía sujetándola del cuello—. No pares, no te atrevas a parar.
Su respiración era un gemido ahogado contra mi lengua. Sentía cómo se rendía y se rebelaba al mismo tiempo: sus manos obedecían, pero sus ojos húmedos me suplicaban más. Yo la miré desde arriba, la besé con violencia y sonreí apenas contra su boca.
La tenía atrapada entre mi mano y mi deseo. Y ella, aún así, no soltaba.
Ella se inclinó sobre la cama, apoyando las manos en el colchón. El cabello le caía hacia adelante y la curva de su espalda se dibujaba perfecta bajo la luz tenue de la habitación. Quedó en cuatro, ofreciéndose sin decirlo, con esa mezcla de desafío y entrega que siempre me sacaba de mí mismo.
Me quedé de pie, mirándola unos segundos, disfrutando de la imagen. Luego levanté la mano y se la dejé caer en la nalga. El golpe resonó seco, un chasquido que la hizo gemir entre dientes. Lo repetí, más lento, más fuerte. La piel se enrojeció bajo mi palma y yo sonreí al verla arquearse.
—Eso es… —murmuré—. Así me gustás, cuando te olvidás de fingir.
Deslicé los dedos bajo la tela de sus bragas, jugando con el borde primero, tirando de él con calma para escuchar su respiración cortarse. Mis manos avanzaron despacio, abriéndose paso hasta tocarla donde sabía que ya estaba ardiendo. La sentí temblar, abrirse apenas más, como si su cuerpo hablara por ella.
—Mirá cómo te pones —le dije, rozando apenas lo que más quería que tocara—. Y todavía me reprochás lo de la otra.
Ella giró un poco el rostro, la mejilla contra la sábana, los labios entreabiertos. No respondió. Solo jadeaba, aguantando los golpes, esperando que mis dedos cruzaran del todo esa frontera.
La tenía ahí, a centímetros de lo que pedía sin palabras. Y yo decidí jugar más.
Le agarré del pelo de golpe, obligándola a levantar la cabeza. La besé con violencia, sin delicadezas, como si quisiera marcarle la boca a mordiscos. Ella no me soltó en ningún momento, seguía aferrada a lo mío con una devoción ciega, como si su vida dependiera de mantenerlo entre sus manos.
Me metí en la cama con ella de un tirón. Le arranqué el vestido sin darle tiempo a protestar. La tela crujió, quedó en el suelo hecha un montón inútil. No llevaba brassier. Sus pechos quedaron expuestos, temblando con cada respiración agitada, la piel erizada. Ella estaba desnuda salvo por las bragas, que eran lo único que todavía se interponía entre nosotros.
No esperé. Corrí la tela a un lado con una sola mano, la dejé abierta para mí, y bajé la cabeza. La lamí lento al principio, con la lengua dibujando círculos que la hicieron arquearse de inmediato. Después más rápido, más profundo, más brusco. Su olor me llenaba la boca, su sabor me ardía en la lengua.
Ella jadeaba, se retorcía, sus dedos enredados en mi cabello como si quisiera empujarme más adentro. Cada movimiento mío arrancaba un gemido distinto, hasta que por fin la escuché susurrar entrecortado:
—Te amo… te amo…
Lo repetía como una plegaria, entre jadeo y jadeo, mientras yo seguía devorándola con la boca y la lengua, sin darle tregua. Y en ese instante, desnuda y temblando bajo mí, entendí que esa confesión no era una declaración tranquila: era un grito desesperado para que no la dejara nunca.
La tenía abierta frente a mí, húmeda, jadeando con cada movimiento de mi lengua. Se retorcía contra la cama, me hundía las uñas en el cabello, gemía mi nombre como si se estuviera rompiendo.
Pero de golpe me detuvo. Me tomó de la cara, con las manos temblando, y me obligó a mirarla. Sus ojos estaban húmedos, no sabía si por las lágrimas o por el placer.
—Te necesito adentro —susurró, con esa urgencia que no se finge.
Me mordí el labio, aún con su sabor en la boca. Ella no esperó respuesta: se incorporó, me empujó hacia atrás y empezó a desabrocharme los pantalones con torpeza, como si el deseo le hubiera robado la coordinación. Los bajó de un tirón, con la desesperación de quien no quiere perder ni un segundo.
Quedé de pie frente a ella, desnudo de cintura para abajo, con mi erección palpitando a la altura de su rostro. Ella lo miró un instante, con esa mezcla de hambre y fragilidad, y luego volvió a recostarse sobre la cama, abriendo las piernas sin pudor.
—Ahora —me rogó, apenas con un hilo de voz.
Me incliné sobre ella, le aparté las bragas a un lado y la sentí aún más mojada, preparada, como si todo su cuerpo hubiera estado esperando ese momento.
—¿Segura? —le murmuré al oído, rozando mi glande contra su entrada.
Ella arqueó la espalda, se aferró a mi cuello y, entre jadeos, lo soltó de una vez:
—Hazlo tuyo.
La penetré despacio, hasta el fondo, sintiendo cómo se estremecía al recibirme. Su gemido me atravesó entero. Y en ese instante, supe que no había vuelta atrás: ella quería que la rompiera, y yo estaba dispuesto a hacerlo.
La tenía debajo de mí, abierta, temblando. La penetré despacio, empujando cada centímetro como si quisiera tatuar mi forma en su interior. Su cuerpo me recibió caliente, húmedo, rendido.
Me incliné sobre ella y le busqué la boca. No la besé con ternura, no era eso. Le metí la lengua hasta el fondo, grotesco, sucio, como si la estuviera devorando. Ella gemía contra mi boca, los sonidos rotos, húmedos, que me excitaban más que cualquier palabra.
—Ahhh… sí… —soltó, apenas separando los labios, para después volver a atraparme en ese beso desesperado.
La embestía lento, pero profundo, sosteniéndole las muñecas contra el colchón para que no pudiera escaparse. Cada vez que me hundía del todo, gemía fuerte, ronco, y eso me enloquecía.
—Dios… —susurraba, jadeando—. Te siento… tan dentro…
La besé otra vez, con la lengua enredada, mordiéndole los labios, chupándole la boca como si la quisiera marcar desde adentro. Ella gimió más alto, un sonido ahogado que vibró en mi garganta.
—Mmm… no pares… —me rogó, con la voz entrecortada.
La miré de cerca, su cara húmeda, el cabello pegado a la frente, los ojos semicerrados de puro placer. Y seguí entrando y saliendo, más lento, más profundo, besándola como un animal, escuchando cada gemido como si fuera mi propia música.
Me acomodé de rodillas sobre la cama y levanté sus piernas hasta apoyarlas en mis hombros. Su cuerpo se arqueó al instante, ofreciéndose más, quedando abierta para mí de una forma que me enloquecía.
Empecé a darle más duro, las embestidas entrando con fuerza, profundas, hasta arrancarle gemidos que le quemaban la garganta. Sus uñas se clavaban en las sábanas, pero no pedía que parara. Todo lo contrario: me miraba directo a los ojos, con una mezcla de desafío y entrega que me hacía perder la cabeza.
Entre embestida y embestida, llevó una mano hacia abajo. Sus dedos encontraron su propio centro y empezó a estimularse, tocándose con desesperación, sincronizando el ritmo con el mío. El sonido húmedo, los jadeos entrecortados, la forma en que su cuerpo temblaba bajo mí… todo era combustible para seguir dándole más fuerte.
—Mírame… —le ordené, con la voz ronca.
Y lo hizo. Con los dedos dentro de sí, mientras yo la penetraba sin compasión, me sostuvo la mirada. Sus ojos brillaban entre lágrimas de placer, su boca abierta, gemidos cada vez más altos escapando sin pudor.
—Ahhh… sí… —soltó, arqueando la espalda—. Te amo…
Yo gruñí, apretando más sus piernas contra mis hombros, hundiéndome hasta el fondo, una y otra vez, como si quisiera partirla en dos.
El cuarto se llenó del eco de su voz, de mi respiración salvaje, del golpe húmedo de nuestros cuerpos chocando sin tregua. Y en medio de todo eso, su mano no se detuvo ni un segundo, como si quisiera demostrar que podía darse más placer todavía mientras yo la poseía por completo.
Sus piernas temblaban contra mis hombros, la espalda arqueada, el rostro completamente entregado. Al principio fueron gemidos cortos, entrecortados, pero de pronto se abrió paso uno largo, sostenido, como si se desgarrara por dentro. Su cuerpo se contrajo, los dedos clavados en su propio sexo mientras me miraba con los ojos vidriosos.
—Ahhh… ¡sí, síííí! —gritó, con la voz rota.
La sentí estremecerse bajo mí, cada músculo apretándose, la humedad explotando entre nosotros. Era el primer orgasmo, y no pude detenerme; al contrario, le di más fuerte, marcando cada embestida como si quisiera hundirme en lo más hondo de su alma.
Apenas tuvo tiempo de recuperar el aliento cuando otro gemido brotó, aún más largo, aún más intenso. La vi perder el control por completo, agitándose, mordiéndose los labios hasta casi sangrar, temblando de placer. Sus dedos se movían frenéticos, acelerando su propia caída, hasta que su voz volvió a desgarrar el aire:
—¡Dios… otra vez… me vengo otra vez!
Su vientre se sacudió, sus piernas me apretaron con fuerza brutal, y un segundo orgasmo la atravesó como una ola furiosa. Se retorció bajo mí, llorando de placer, gritando entre jadeos. Yo la miraba fijamente, sosteniendo sus piernas sobre mis hombros, disfrutando de verla romperse así, una y otra vez, contra mí.
Su cuerpo quedó vibrando, como si cada nervio estuviera encendido. El eco de sus gemidos llenaba la habitación. Y yo, con la respiración áspera y la lengua húmeda aún en su piel, sonreí.
Porque sabía que no iba a ser el último.
Sus gritos llenaban la habitación, cada vez más altos, más desesperados, más suyos. La tenía al borde, desbordada, retorciéndose bajo mí, y cuando sentí que el final venía la saqué de golpe. Su cuerpo aún vibraba, temblando por los orgasmos anteriores, y mi mano firme me bastó para acabar afuera, derramándome sobre su vientre, caliente, desordenado, marcándola como un recordatorio.
Se quedó jadeando, con la piel húmeda y los ojos entreabiertos, buscándome con las manos.
—Quédate conmigo… —susurró, casi rogando—. Solo un rato.
Yo ya me estaba levantando. Me limpié con la primera toalla que encontré y busqué mis pantalones. El sonido del cinturón ajustándose rompió el silencio antes que mis palabras.
—Mañana hay que madrugar —dije seco, mientras abotonaba la camisa—. Tenemos trabajo.
Ella me miró con los ojos húmedos, todavía temblando, todavía desnuda. Pero yo ya estaba de pie, listo para salir, como si nada hubiera pasado.
El eco de sus jadeos todavía flotaba en el aire. El mío se lo llevó el silencio.
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