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"No sé si era el olor a cemento o el calor que hacía, pero ese día lo deseé como nunca."
Apenas había salido de la prepa. Tenía un novio de lana, de esos que presumen carro y perfume caro, pero que en la cama eran puro ruido y nada de acción. Nunca me había venido con él. Nunca. Siempre terminaba fingiendo, diciéndole que estaba cansada o que me dolía algo. Él lo único que sabía era empujar rápido y acabar más rápido todavía.
Y mientras tanto, yo veía al obrero.
Pasaba todos los días frente a la obra donde él trabajaba. Sudado, sin camisa, cargando cosas como si fueran de papel. Tenía el cuerpo curtido, las manos grandes y una mirada que me desnudaba sin pedirme permiso. No hablábamos. Solo nos mirábamos.
Y esa tensión me tenía mal.
Una tarde, como si algo me empujara, me acerqué.
—¿Siempre trabajas así de duro? —le pregunté, con la voz temblando y las bragas ya mojadas.
—Cuando hay quien lo merezca —me contestó, con esa sonrisa que se me quedó tatuada.
Yo tambien me reí. Me invitó una coca. Terminamos caminando. Y sin tanto rollo me llevó a una bodega donde guardaban herramientas.
Terminamos haciéndolo ahí. Polvo, herramientas y un calor que se me metía en el cuerpo. Me besó con rabia. No me preguntó nada. Me empujó contra una mesa, me levantó el vestido y me bajó las bragas con una sola mano. Metió los dedos y me tocó como nunca nadie lo había hecho. Como si supiera dónde estaba todo.
Me vine en segundos. Me temblaban las piernas. Apenas podía respirar.
Pero no me dejó descansar.
Se bajó el pantalón y me la sacó. Era gruesa, larga, venosa. Se la tomé con las dos manos y apenas si la cubría. La lamí despacio, sintiendo cómo se le endurecía más. Me la metí hasta donde pude. Él me agarraba del cabello, me decía “Así, chiquita, no pares”.
Y no paré.
Hasta que él me jaló de los brazos, me puso de espaldas sobre la mesa y me la metió entera. Sin aviso. Con fuerza.
Grité.
No de dolor, de gusto. Se sentía brutal. Me empujaba como si quisiera quedarse a vivir dentro de mí. Yo me agarraba del borde de la mesa, me retorcía, le pedía más. Él me decía cosas al oído. Cochinadas. Y a mí me encantaba.
Me vine otra vez. Él seguía. Me decía que no me había terminado todavía, que aguantara. Y yo le decía que no se detuviera nunca.
Acabó adentro de mí, gruñendo, mordiéndome el hombro. Yo me sentía destruida, pero más viva que nunca.
Nos vestimos rápido. Afuera se oían pasos. Me arreglé como pude. Me miró y me dijo:
—Eso no lo tienes con tu niño rico, ¿verdad?
Me estaba subiendo las bragas cuando sonó el teléfono. Era él, mi novio. El de siempre. El que me regalaba perfumes caros y me preguntaba si ya había comido.
—¿Estás bien, amor? —me dijo con esa vocecita dulce que antes me gustaba.
—Sí… solo andaba caminando un rato —le mentí, con el sabor del otro aún entre las piernas.
—Te extraño —me dijo.
Y yo, mirando la mancha en mis muslos, apenas atiné a responder:
—Yo también.
Colgué. Me terminé de arreglar. Y al salir, supe que nunca más iba a fingir con él, porque después de lo que me hizo ese cabrón de la obra ya nada de lo suave me sabe.
No aguanté ni una semana.
Volví a pasar por la obra, con el corazón en la boca y las bragas empapadas. Era como si mi cuerpo se hubiera quedado adicto a ese hombre. A su olor, a su fuerza, a la forma en que me tomaba sin pedir permiso.
Pero él me ignoró.
Estaba más sucio que la vez anterior. El torso lleno de polvo, las manos negras de cemento, los jeans manchados, con su protuberancia marcada allí debajo. Lo noté por cómo yo lo deseaba tal vez. Me miró una vez, sin detenerse, como si no me conociera. Y eso me calentó más.
Esperé.
Hasta que salió en su descanso. Tenía una coca en la mano. Me le acerqué.
—¿Ya no me quieres invitar una? —le pregunté, casi suplicando.
Me miró de reojo. Dio un sorbo. Luego se pasó el dorso de la mano por la boca. Esa boca.
—Si sigues viniendo así, voy a tener que cogerte cada vez —me dijo, sin rodeos.
Yo tragué saliva. Él me agarró de la muñeca y me llevó sin decir más. Esta vez no fue la bodega.
Fue un baño portátil.
Olía a plástico, a calor encerrado. Apenas entramos, me alzó como si no pesara nada, me sentó sobre el borde, y me la metió sin quitarme ni el vestido. Solo me bajó las bragas hasta la rodilla y me abrió con los dedos.
Me metió la punta y me dejó ahí.
Quieto.
—Dime que lo quieres —me dijo.
Y yo, temblando, susurré:
—Te lo ruego.
Entonces me partió.
El baño se movía. El sol entraba por las rendijas. Afuera, los otros obreros hablaban, pero yo solo escuchaba su respiración agitada y mis propios gemidos ahogados. Me venía con cada embestida. Me mordía el hombro, me decía que era su puta, que así le gustaban, con cara de niñas bien pero con el coño abierto.
Me vine una, dos, tres veces.
Y él no paraba.
Cuando acabó, me dejó allí, jadeando, con las piernas abiertas, el vestido subido y el sabor de su sudor en los labios.
Se abrochó el pantalón, me besó como si nada, y me dijo al oído:
—La próxima vez me traes algo.
Y salió.
Yo me quedé ahí, deshecha, temblando, sabiendo que iba a volver. Que por más que mi novio me llevara a cenar al mejor restaurante… ya nada me llenaba como un baño portátil con ese animal adentro.
Empezó a pedirme cosas.
Un perfume, primero. Dijo que era para su hermana. Yo me lo robé. Le dije a mi novio que lo había perdido, que me sentía mal. Él, como siempre, me abrazó, me besó la frente, y me dijo que me compraría otro.
El obrero se rió cuando se lo conté.
—Estás buena para ser mi ratera favorita —dijo, mientras me empujaba contra la pared de un almacén abandonado.
Ahí mismo me la metió. No me quitó la ropa. Solo me subió el vestido y me arrancó las bragas. Literal. Las rompió con los dientes. Me dejó marcas en los muslos, en los senos, hasta en la espalda.
—Eres una niña rica con alma de puta —me decía, escupiéndome en la boca.
Y yo me venía.
Cada vez que me lo pedía, le traía algo. Relojes, dinero, una chaqueta. Una vez, hasta me hizo sacarle el estéreo del carro a mi novio mientras él dormía. Llevé las piezas en una mochila y él se burló.
—¿Y este cabrón no sospecha?
—No —le dije, con la cara ardiéndome de vergüenza… y de excitación.
Esa noche me hizo arrodillarme en el barro, detrás de la obra. Me dio con todo en la boca. Me agarró del cuello, me ahogó. Me dijo que no me tragara todo, que quería verme escupirlo como perra.
Lo hice.
Después me cogió por detrás, con las rodillas raspándome la tierra, con las manos en el muro como si me estuvieran arrestando. Me escupía, me pegaba en el culo, me decía cosas horribles.
Y cada vez me gustaba más.
No entendía qué me pasaba. Me miraba al espejo después y no me reconocía. Ya no era la niña de antes. Ya no era la novia tierna que se acurrucaba en las piernas de un tipo con dinero. Ahora era la que se arrodillaba por un polvo. Por un hombre que ni siquiera me hablaba si no era para pedirme algo o follarme.
Y aun así no lo dejaba. Ni a él ni al otro.
Me partía en dos por dentro.
Dormía con uno, gemía por el otro. El amor me sabía a culpa. El deseo, la suciedad.
Y lo peor es que empecé a necesitarlo.
Ya no eran cosas. Era dinero.
Le sacaba billetes a mi novio del cajón, de la billetera, del pantalón cuando se metía a bañar. Decía que era para la uni, para unas amigas, para la mensualidad de un curso que no existía. Él me creía todo. Me abrazaba, me decía que confiaba en mí. Qué pendejo.
El obrero nunca preguntaba cómo lo conseguía. Solo estiraba la mano.
Esa tarde me llevó a un carro abandonado, en un descampado lleno de tierra y basura. Tenía los vidrios rotos, los asientos rotos, todo estaba podrido. Me abrió la puerta trasera, me empujó sin mirarme.
—Te ves más puta cuando traes plata —me dijo.
Me reí. Pero mi risa ya no tenía alegría.
Le pedí que esta vez fuera distinto. Que me besara. Que fuéramos más lento. Que no me usara así.
—Hazlo como si me quisieras… solo esta vez —le dije, casi suplicando.
Pero él ya me había puesto en cuatro.
Ni siquiera se bajó todo el pantalón. Solo abrió el cierre, me subió la falda y me bajó las bragas con un tirón. Me escupió en la entrada y me la metió de golpe, sin avisar, sin mirarme. Solo gemía, me agarraba de las caderas, me embestía con odio.
Y yo… yo no estaba seca.
No sé cómo, pero siempre me mojaba para él. Como si mi cuerpo lo esperara, aunque mi alma se estuviera partiendo.
Quise detenerlo. No lo hice.
Lo escuché venirse con un gruñido, y luego se subió los pantalones.
—Ya estuvo —dijo, y se bajó del carro.
Yo me quedé ahí, sola, con los muslos chorreando, la falda arrugada, las bragas enredadas en un tobillo. Me cubrí como pude. Me dieron ganas de vomitar. De desaparecer. Pero lo único que hice fue llorar.
Llorar bajito, con la cabeza contra el asiento sucio, con la dignidad hecha mierda.
Después fui donde mi novio.
Toqué la puerta con los ojos hinchados. Me abrió feliz, con una sonrisa de esas que ya no podía devolverle.
—¿Qué pasó, mi amor? —me dijo, preocupado.
—No sé… —mentí— He estado rara, ¿verdad? Distante… como si no fuera yo.
Él me abrazó fuerte. Me acarició el cabello. Me besó las lágrimas.
—No importa. Estoy contigo —me susurró.
Y yo, con el olor del otro todavía en mis muslos, le pedí perdón sin decirle por qué. Me quedé a dormir ahí. Me sentí limpia un rato. Pero al cerrar los ojos lo único que veía eran las manos del obrero.
Porque aunque me doliera admitirlo, lo que más me humillaba era seguir deseándolo.
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