Sumisa perfecta

Con la frente en alto y la boca limpia

Yo no quería salir esa noche. Estaba cansada, con dolor de cabeza y las piernas hinchadas de tanto andar. Pero él insistió. Que no podíamos venir hasta acá y no conocer la vida nocturna. Que los tragos eran baratos. Que los locales eran buena onda. Que dejara de amargarme.

Fuimos a un antro que olía a trapo mojado, con luces raras y música que no entendía. Yo me quedé sentada todo el rato, tomando lento, mirando. Él, en cambio, ya andaba de hablador con unos tipos que parecían de cuidado. Cinco. Cuatro con cara de que te matan por un mal gesto. Y el otro… el otro era distinto.

No decía mucho. Solo miraba. No bailaba, no se reía, no tomaba de más. Pero todos los demás le hacían caso. Era claro que él mandaba.

Me incomodó desde el principio. No porque fuera grosero, sino por lo contrario. Me miraba como si supiera todo de mí, como si pudiera adivinar hasta los pensamientos más bajos. Me cruzaba la mirada y yo bajaba los ojos. Me daba coraje pero también un calor raro en el cuerpo.

Esa noche nos fuimos antes que ellos. Yo pensé que ahí había quedado todo.

Pero no.

Apenas pasaron dos noches y mi novio me salió con que tenía una “oportunidad”. Que uno de esos tipos le había ofrecido hacer un negocio. Que no era nada grave. Que íbamos a salir ganando.

Yo le dije que no. Que no confiaba. Que ya se nos estaba haciendo tarde para irnos de esa ciudad.

Pero se fue igual.

Salió diciendo que en media hora volvía. Que solo iban a hablar. Que me quedara en la habitación.

Me quedé acostada, pero no podía dormir. Tenía el presentimiento ese que se te mete en el pecho y no te suelta. Me dolía la panza. Me latían las sienes. Y justo cuando pensé en llamarlo, tocaron la puerta.

No fue un golpecito cualquiera. Fue uno de esos que avisan que no hay opción. Que si no abrís, entran igual.

Éramos el tercer piso. No sé cómo subieron tan rápido, ni por qué sabían qué cuarto era.

Él abrió.

Entraron directo. Cinco. Uno cerró la puerta tras de sí. Otro lo empujó contra la pared y le soltó un derechazo que sonó seco, como si le hubieran quebrado algo. Él cayó al suelo sin decir nada.

Yo me levanté en chinga. Quise meterme, gritar o algo pero no pude.

Le dieron otros dos golpes más. Uno de los tipos lo escupió. Otro lo levantó de un brazo. No hablaban en español, pero igual se entendía todo. Lo tenían medido desde antes. No era una advertencia. Era cobro.

Se lo llevaron así, entre dos, medio arrastrado. Uno más se fue detrás.

Quedaron dos en la pieza.

Uno era el jefe.

El otro, un tipo callado que se apoyó en la pared sin decir ni pío.

El jefe me miró.

Yo me quedé helada.

Ni siquiera pestañeaba. Solo me veía. Como si supiera que no iba a gritar, que no iba a correr, que no me iba a resistir. Como si yo ya le perteneciera.

Se acercó despacio, sin apuro.

Me ofreció un cigarro.

No fumo. Pero lo acepté.

No sabía si me estaban secuestrando... o si por fin alguien me estaba poniendo atención.

Se sentó en la cama como si fuera suya. Como si yo no estuviera ahí. El otro tipo se quedó parado en la esquina, con los brazos cruzados, mirando al suelo. Parecía una estatua de carne, lista para moverse si hacía falta.

Yo seguía de pie, temblando, con las manos apretadas y la boca seca.

El jefe encendió su cigarro y me vio.

—¿Así andas por el mundo? —me dijo, en un español raro pero claro—. ¿Con un idiota que juega a ser listo?

No supe qué responder. Me ardía la cara. Sentía que si hablaba iba a quebrarme. Pero él no estaba esperando una respuesta.

—Ese cabrón nos debe dinero. Bastante. Y ya no tiene con qué pagar. Pero tú… —se detuvo ahí, dándole una calada larga al cigarro—. Tú sí vales.

Se levantó despacio. Caminó hacia mí sin perderme la mirada.

—Podría hacer lo que quisiera contigo —me dijo al oído—. ¿Sabes eso?

Me dolió el estómago. Sentí que me iba a desmayar. Pero no de miedo. Era otra cosa. Era como si me estuvieran mirando de verdad por primera vez.

—Podría ponerte de rodillas —susurró—. Aquí mismo. En este cuarto. Y no tendrías derecho a decir nada. Porque él ya te cambió. Te entregó, sin saberlo.

Me mordí el labio. No sabía en qué momento había dejado de sentir rechazo. Mi cuerpo empezó a reaccionar sin pedir permiso. Me corría calor entre las piernas. Me daba asco admitirlo. Pero era cierto.

—Y lo más cabrón —agregó, sonriendo apenas— es que tú tampoco quieres que me detenga.

Se me acercó aún más. Sentí el olor a cigarro, a cuero, a hombre de esos que no avisan porque ya tienen el control desde antes de entrar. Me rozó el cuello con la yema de los dedos. No me moví.

—¿Te gusta que te hablen así? —preguntó.

No le respondí.

—Mírame —ordenó. Y lo hice.

Me sostuvo la cara con una mano. La otra se paseó por mi cintura, bajó un poco, se detuvo justo donde no se debía detener. No hizo nada más. Solo dejó ahí la promesa.

—Tú decides —me dijo. 

Pero no era cierto. Ya estaba decidido.

No sé en qué momento me senté. No sé si él me lo ordenó o si lo hice sola. Solo recuerdo su mirada fija, su voz grave, su aliento a tabaco caliente. Me hablaba lento, como si supiera que cada palabra se me clavaba más adentro que la anterior.

—¿Nunca te dijeron lo rica que estás? —soltó de pronto, sin rodeos.

Sentí cómo se me fruncía todo por dentro, pero no de vergüenza. Era otra cosa. Era como si el cuerpo quisiera adelantarse a todo lo que la mente aún no quería aceptar.

—Seguro ese pendejo solo te coge a medias —continuó, acercándose otra vez—. Con miedo. Con culpa. Con la luz apagada.

Me ardía la cara. Cerré los ojos por un segundo, pero su voz seguía ahí, lamiéndome el oído.

—Tú necesitas a alguien que te enseñe lo que eres. Lo que puedes ser. Una perra sumisa, pero solo para quien sepa tratarte.

La palabra “perra” me perforó el pecho. Podría haberme dolido. Podría haberme quebrado. Pero no. Me mojé. Así, sin más.

Me tocó la mano.

No me aparté.

La tomó completo, como si estuviera recogiendo una herramienta. Y sin decir nada, la bajó. La bajó lento. Pasó por su abdomen, por ese cinturón grueso, hasta dejarla ahí: justo sobre su bulto.

Estaba duro. Palpitante. Como si ya me hubiera leído entera y supiera que me tenía. Y sí. Me tenía.

No dijo nada. Solo me miraba. Como si esperara ver cuánto aguantaba sin mover los dedos.

Pero los moví.

Acaricié. Presioné. Quise soltar la mano, pero me la sostuvo.

—¿Te gusta? —preguntó, sabiendo la respuesta.

Asentí con los ojos cerrados.

—Entonces bésalo —dijo.

Me reí, pero era una risa nerviosa. Esa que se escapa cuando ya no tenés defensa. Esa que viene justo antes de caer.

—No estoy jugando —agregó.

Me arrodillé.

No como quien se rinde. Como quien obedece algo que viene desde muy adentro.

Ni siquiera me importó que el otro tipo —el que estaba apoyado en la puerta— no se moviera. No parpadeara. No apartara la mirada.

Al contrario.

Me excité más.

Abrí el pantalón del jefe. Él ni se movió. Solo levantó un poco la pelvis para facilitarme el camino.

Y ahí estaba. Grande. Cálido. Esperando.

No dije nada.

Solo lo metí en la boca.

No sé cuánto tiempo estuve ahí, de rodillas, con la boca llena. Solo sé que no quería soltarlo. Que cada vez que intentaba alejarme, él me tomaba del cabello y me empujaba de vuelta. Me sujetaba con fuerza, pero sin violencia. Como si ya supiera cuál era mi ritmo. Como si me estuviera entrenando.

El otro seguía ahí. En la puerta. Sin decir nada. Ni moverse. Solo mirando.

Y me había rendido.

En algún momento él me levantó del suelo. No me dijo nada. Solo me giró como si mi cuerpo no pesara nada, y me puso en cuatro, sobre la cama. El short se me bajó solo, como si mi ropa también hubiera entendido qué tocaba.

Me la metió de una.

Ni siquiera avisó.

Yo grité. Pero no de dolor. Grité como se grita cuando se te rompe el alma, cuando sentís que ya no hay nada que esconder.

Me agarraba fuerte de las caderas. Me embestía como si estuviera desquitando algo viejo. Como si yo fuera su castigo y su premio al mismo tiempo. Y yo lo dejaba. Lo aceptaba. Lo quería.

Y entonces, el celular sonó.

Un tono seco, rápido, como de alarma.

Él no paró.

Siguió bombeando mientras sacaba el teléfono del bolsillo.

Contestó sin apurarse, con una mano en mi cintura. Empezó a hablar en su idioma. Una lengua que no entendía, pero que esa noche sonaba perfecta. Sonaba sucia. Sonaba a guerra.

Yo jadeaba.

Escucharlo hablar mientras me rompía por dentro me hacía temblar de una forma que no conocía.

Le contestaban del otro lado. Él respondía sin dejar de moverse. Cada tanto me daba una nalgada, como si necesitara marcar el ritmo entre palabra y palabra.

Yo me deshacía.

Grité su nombre sin saber cómo se llamaba.

Me corrí sin permiso.

Sentí que me vaciaba por dentro y él seguía hablando, como si yo fuera su fondo musical, como si estuviera vendiendo armas o vidas mientras me usaba como canal de escape.

Me dolía todo. Me sentía sucia y rota pero viva.

Más viva que nunca.

Yo ya no sabía si me había corrido una vez o dos. Sentía el cuerpo flojo, la cara ardiente, la boca seca. Él seguía adentro. Me tenía de las caderas, clavado hasta el fondo. El celular ya no sonaba. La conversación había terminado. Solo quedábamos él, yo y ese otro en la puerta, mirando como si fuera parte del mobiliario.

Y entonces se abrió la puerta.

Ni siquiera fue un portazo. Fue lento. Como si lo hubieran dejado pasar a propósito.

Era él.

Mi novio.

Tenía la cara hinchada, el labio reventado, los ojos perdidos.

Dio dos pasos. Y se detuvo.

Nos vio.

Me vio.

En cuatro, sucia, gimiendo con otro adentro.

No dijo nada. Ni un insulto. Ni una lágrima. Solo se quedó parado como un niño que llega tarde a su propio castigo.

Yo lo miré pero no paré, no supe por qué. No sé si fue venganza o deseo o simplemente libertad.

El jefe me tiró del pelo hacia atrás. Me alzó la cara. Me obligó a mirarlo.

—Hazlo —dijo.

Me sacó de la cama, me puso de rodillas, y se paró frente a mí.

Me temblaban las piernas, pero la boca se me abría sola.

—Él va a mirar. ¿Te importa?

No respondí. Ya nada me importaba. La vergüenza se había ido y el miedo también.

Solo quedaba eso: la necesidad de hacerlo acabar. De sentirlo explotar en mi boca. De humillarlo todo, a todos, incluso a mí.

Lo mamé con rabia. Con hambre. Con fuego. Como si se me fuera la vida en eso.

Gemía.

Él gemía también.

Detrás, el otro tipo se reía bajito.

Y el que era mi novio seguía ahí. Mirando, respirando fuerte, tragándose la escena.

El jefe me agarró de los cabellos.

—Abre más —ordenó.

Y cuando lo hice, terminó.

Adentro.

Entero.

Yo cerré los ojos y tragué.

Él se rió. Me dio una nalgada seca. De esas que arden más por dentro que por fuera.

—Buena chica —dijo, subiendo el cierre.

Yo me quedé ahí, arrodillada, con la cara brillosa, sin saber si reír o llorar.

Los otros tipos entraron justo después.

Uno tiró unos billetes a los pies de mi novio.

—Con eso estamos a mano —dijo, el único en español.

Y se fueron.

Así nomás.

Se fueron.

No dijo nada.

Solo me miraba como un niño al que le acaban de romper el último juguete.

Me acerqué despacio.

Casi con lástima.

—¿En serio pensaste que ibas a negociar conmigo como si fuera una mochila? —le solté—. ¿Una maleta que se lleva de país en país y se empeña cuando no alcanza el dinero?

No contestó.

—Eres un imbécil —continué, ya sin filtros—. Te creías un cabrón y no eres más que un pobre pendejo que no sabe ni cómo se llama.

Agachó la cabeza.

—Me usaste, sí. Pero la diferencia es que yo también puedo usar. Y esta vez, te usé a ti.

Me agaché. Levanté los billetes del suelo. Ni los conté. No hacía falta.

—Al menos yo sí valgo algo —le dije, mirándolo de arriba abajo—. Tú ni para eso sirves.

Y sin decir una palabra más, me fui.

Crucé la puerta como si saliera de una habitación de hotel cualquiera. No miré atrás. No me detuve. Solo avancé con la frente en alto y la boca limpia.

Bajé las escaleras sin apuro.

Salí a la calle.

Y lo primero que hice fue alzar la mano para parar un taxi.

Me subí sin preguntar cuánto iba a costar.

—Llévame a un buen hotel —dije—. Uno con cama grande, baño limpio y ventanas que no den al patio trasero.

El conductor asintió sin decir nada.

Yo me recosté en el asiento trasero.

Y sonreí.








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