Sumisa perfecta

Cuando me tiré un perfil falso


Lo conocí en uno de esos grupos cochinos donde suelo cazar hombres calientes.

Empezamos hablando por privado después de un comentario mío en un relato. Nada de fotos obscenas al principio, solo palabras bien usadas. 

Eso fue lo que me mojó: que no me hablara a la entrepierna, sino al ego. Después vinieron los audios, los videos, las provocaciones cruzadas. Hasta que, con dos vasos de pisco sour encima y la entrepierna latiéndome como nunca, le pedí su dirección. Vivía en mi ciudad. Me la mandó. Me vestí para la guerra. Y salí.

Subí al auto con las piernas cruzadas y el pulso en la garganta. Apreté llamar. Él contestó al primer tono, como si no hubiera soltado el celular desde que cortamos.

—¿Hola?

—Voy en camino —le dije, sin titubear—. Estoy en el auto.

Silencio.

—¿En serio?

—Sí.

—No puedo creerlo. Mira que no tengo nada para ofrecerte. No tengo comida, pero si quieres comer podemos...

Su voz temblaba, pero no era miedo. Era deseo contenido. Era incredulidad convertida en hambre.

—Tranquilo —le dije, pensando en que era la ocasión ideal como para interrumpirlo—. Yo solo quiero comerme otra cosa.

El paisaje nocturno se deslizaba por la ventana como una película muda y yo apenas podía respirar; tenía las piernas cruzadas, los labios entreabiertos y la entrepierna palpitando sabiendo que se la iban a meter.

El auto se detuvo frente a un edificio antiguo, de esos con rejas medio torcidas y una luz amarilla que no alumbra nada. Bajé sin decirle nada al chofer. Solo me acomodé el abrigo, respiré hondo y crucé el umbral como si cruzara una línea entre el juego y lo real.

Él ya me esperaba en la puerta del primer piso, con la remera arrugada y los ojos abiertos como si estuviera viendo un milagro o una trampa. Me miró de arriba abajo sin atreverse a decir nada, y cuando me acerqué, solo atinó a hacerse a un lado para dejarme pasar. El departamento olía a soledad. A encierro. A cigarro y jabón barato. Pero también olía a cuerpo caliente y a deseo contenido.

No me preguntó si quería tomar algo. No me preguntó si estaba segura. Solo me miró como se mira algo que se va a romper o a salvar. Me quité el abrigo con lentitud, dejando que mis pezones marcaran el ritmo, y su respiración se agitó de inmediato.

—Estás hermosa —me dijo.

Y no lo dijo como un halago. Lo dijo como si le doliera.

No lo dejé decir nada más. Me lancé sobre él y lo besé con una desesperación que ni yo sabía que tenía. Su boca sabía a encierro y ansiedad, a saliva contenida por días. Me besaba como si le costara creerlo, como si temiera que me deshiciera entre sus labios.

Era bueno. Demasiado bueno.

Sabía mover la lengua, sabía cuándo detenerse, cuándo apretar, cuándo dejarme respirar.

Pero no lo dejé avanzar más. Antes de que pudiera siquiera tocarme el pecho, me arrodillé frente a él. Con un solo movimiento le bajé el pantalón y la ropa interior. Ahí estaba. Tibia, palpitante, colgando como una promesa que por fin podía tocar.

La tomé con una mano. Era hermosa. La misma que había visto en video, pero distinta. Más grande. Más pesada. Más viva.

—En persona se ve más grande —le dije, con una sonrisa que apenas disimulaba la excitación.

La acaricié con la yema de los dedos, le besé el ombligo, subí la lengua por su bajo vientre. Estaba por metérmela en la boca cuando frené.

Lo miré. Seria. Sincera. No por moral, sino por salud. Por respeto propio.

—¿Tenés alguna enfermedad?

Él negó de inmediato, sin dudar.

—No. Te lo juro. Me hago controles cada seis meses. Nunca nada.

Entonces le sonreí. Y abrí la boca.

La abracé con los labios, suave al principio, apenas rozándola con la lengua. La sentí temblar contra mi boca, palpitando con cada respiro. Empecé a lamerla como se lame algo sagrado, lento, profundo, con esa mezcla de hambre y cuidado que no siempre se encuentra.

Él suspiraba. Gemía bajito. Se le escapaban frases que no llegaban a completarse, como si el placer le cortara las palabras. Eso fue lo que más me prendió. Escuchar cómo se le quebraba la voz. Cómo se le aflojaban las rodillas.

Me apreté más contra él. Lo sentí endurecerse del todo, caliente, firme, como si me pidiera a gritos que no me detuviera. Y no lo hice. Le di con la lengua, con los labios, con las ganas acumuladas por tantas noches de mensajes tibios y pajas a medias.

Entonces pasó lo inesperado.

Me tomó por los brazos, me levantó con una facilidad que me dejó sin aire y me cargó como si yo no pesara nada. Su boca buscó la mía mientras me arrastraba por el pasillo angosto hasta llegar a la cama. No me soltó. No me preguntó nada.

Solo me dejó caer sobre el colchón y su cuerpo cayó encima del mío.

Y ahí, por fin, me sentí cazada.

Él se arrodilló frente a mí y comenzó a besarme las piernas con una devoción que no me esperaba. No era torpe. No era apurado. Abría camino con la lengua, con las manos, con una suavidad que me rompía en suspiros. Me corrió las bragas con los dientes y me besó como si lo hubiera estado esperando toda la vida.

Cuando por fin su lengua me rozó, no pude contener los gemidos. Me salieron desde el fondo del cuerpo, sucios, húmedos, involuntarios. Cerré los ojos y me rendí. Lo dejé hacer. Dejé que me chupara lento, que me apretara los muslos, que metiera los dedos con precisión quirúrgica, como si supiera exactamente dónde estaba el punto que me haría olvidar mi nombre.

Estuvo ahí un buen rato. No se cansaba. Me adoraba con la lengua como si fuera una oración, y yo me contorsionaba como si me poseyera un dios antiguo. Hasta que lo necesité de nuevo.

Lo busqué. Lo besé. Lo lamí. Y volví a tomármela con la boca como si me la fueran a quitar. Con desesperación. Con hambre real. Ya no era un juego. Era una necesidad física. Una urgencia que me ardía entre las piernas.

Entonces me monté sobre él, sin sacarme el vestido. Solo me corrí las bragas y lo acomodé. Él me miraba como si estuviera soñando y yo lo montaba como si me lo hubiera ganado.

Estaba encima suyo, moviéndome con ritmo lento, profundo, sintiendo cada pulgada entrar y salir como si su cuerpo me hablara en un idioma nuevo. Me tomaba mi tiempo. Apretaba los muslos. Le rozaba el pecho con el mío. Y cada vez que él cerraba los ojos, yo bajaba más lento, más hondo, más mojada.

Pero sin aviso, sin una palabra, me tomó con ambas manos de la cintura y me apretó hacia abajo con fuerza.

Y ahí cambió todo.

Me alzó un poco y comenzó a subir sus caderas como si me estuviera empalando contra el cielo. Una y otra vez. Firme. Directo. Sin pedir permiso. Me perforaba con hambre, con furia contenida, como si su deseo tuviera peso, historia, rabia. Y yo, en vez de resistirme, solo abrí más las piernas.

Cada estocada me sacaba un gemido más alto. Ya no lo montaba. Él me follaba desde abajo, y yo me dejaba caer con la boca entreabierta y los pezones duros debajo del vestido.

No le dije que bajara el ritmo. No le pedí que parara porque en ese instante supe que había ido a buscar exactamente eso.

Y lo estaba recibiendo sin medida.

No sé cuánto tiempo estuve sobre él, sintiéndolo subir desde abajo como una ola que no dejaba de romper. Me movía con los ojos entrecerrados, con las uñas marcando su pecho y el vestido pegado al cuerpo, empapado por el calor y el sudor. Cada embestida suya era más firme, más profunda, más certera, como si supiera exactamente cómo desarmarme.

Entonces pasó.

Me corrí. Con fuerza. Con el cuerpo arqueado hacia atrás, los músculos tensos y un gemido ronco escapándose entre mis labios. No grité, no dije nada. Solo me dejé vencer por esa primera descarga que me recorrió como si me hubieran enchufado directo al alma.

Pensé que ahí terminaba. Que era suficiente. Pero él no paró.

Siguió bombeando desde abajo, sin dejarme respirar. Y cada vez que me tocaba el fondo, me volvía a encender. El segundo orgasmo llegó más rápido, más violento. Me apreté contra él con fuerza, le besé el cuello, lo mordí suave, como si intentara agradecerle sin hablar. Dije su nombre sin darme cuenta. Una vez. Dos. Como si eso pudiera calmarme.

Quise soltarme. Quise detenerme un segundo. Pero no pude. Porque él seguía ahí, sosteniéndome por las caderas, moviéndose con la misma intensidad de antes. Y entonces, sin aviso, me corrí por tercera vez.

Esta vez fue distinta. Más silenciosa. Más profunda. Me dejé caer sobre su pecho, con la cara escondida en su cuello y el corazón golpeando en mi garganta. Jadeaba. Me temblaban los muslos. Las piernas no me respondían del todo.

Pensé que ahora sí, habíamos terminado.

Pero no. Todavía lo sentía duro dentro de mí. Todavía palpitaba.

Y yo, a pesar de estar cansada, mojada y rendida, sabía que aquello no había acabado.

Me sostuvo unos segundos, jadeando bajo mi cuerpo, pero no me dio tregua. Me levantó con fuerza, como si no pesara nada, me giró de espaldas y me empujó contra el colchón con una firmeza que me sacó un gemido sin querer. Sentí el frío de la sábana en la mejilla, el calor de su cuerpo detrás del mío y, sin más palabras, me la volvió a meter con un ritmo que no pedía permiso.

Las embestidas fueron firmes, profundas, casi violentas. Me tomaba por las caderas con ambas manos, apretando como si marcara territorio. Su respiración estaba descontrolada, caliente, cerca de mi nuca, y cada vez que se hundía en mí, sentía que me abría por dentro un poco más.

No podía pensar. Solo gemir. Solo aguantar. Cada golpe de su cuerpo contra el mío me hacía temblar las piernas, me arqueaba la espalda, me dejaba sin aire. El jugo me escurría por los muslos, y aun así él seguía, como si recién estuviera empezando.

Sentía que me iba a desarmar. Que en cualquier momento me quebraría en pedazos húmedos y jadeantes sobre esa cama mal hecha, esa habitación oscura y triste que, en ese momento, se volvía el centro del universo.

Y justo cuando sentí que no podía más, que me iba a rendir, él soltó un gemido largo, grave, casi animal. Se apretó contra mí y se corrió dentro, con todo, sin contenerse. Lo sentí llenarme, caliente, espeso, definitivo.

Me quedé inmóvil. Con los ojos cerrados. Con el cuerpo temblando. Con el pulso en la garganta.

Y lo primero que pensé fue, sin culpa pero con toda la claridad del mundo, que al día siguiente iba a tener que levantarme muy temprano a comprar la pastilla y que eso me pasaba por andar de caliente por la vida, mas encima con desconocidos.



















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