Las amigas de mi hija me miraban distinto

Después de sus fotos


Nunca fui de esos chavos que llamaban la atención. No me juntaba con los populares, no jugaba fútbol, no tenía novia. Siempre estaba con mis libros, hacía mis tareas, sacaba dieces en todo. Y la neta, no me molestaba. Me gustaba estudiar. Sentía que era lo único que sabía hacer bien.

Pero luego estaban ellos. Los que se la pasaban burlándose de mí como si estudiar fuera un pecado. Me veían como si fuera un bicho raro, como si estorbara en el salón. Se reían cuando participaba, me imitaban la voz, me inventaban apodos cada vez más idiotas. Y yo, como siempre, agachaba la cabeza.

Y sobre todo estaba ella. Mi vecina.

La más popular del salón. La que siempre entraba tarde, con el uniforme a medias, masticando chicle y oliendo a perfume caro. Se sentaba como si el mundo entero le perteneciera. Y todos, claro, se lo celebraban.

A mí me decía “monje”, “niño virgen”, “padrecito”. Una vez hasta me hizo la cruz en la frente, frente a todos. Se rieron tanto que hasta la maestra se rió. Yo también me reí. No porque me diera gracia, sino porque si no lo hacía, me quebraba ahí mismo.

Pero cuando había examen siempre se sentaba a mi lado.

Ese día no fue diferente. Se acercó con esa sonrisa suya, esa que parecía burla, pero no dejaba de ser bonita. Se inclinó tantito y me susurró: “Ni se te ocurra taparte, cerebrito. Hoy sí vengo bien bruta.”

Y se sentó.

Yo no dije nada. Solo bajé la mirada, me acomodé en el asiento y traté de concentrarme.

Pero es que cuando ella se sentaba junto a mí no sabía qué me pasaba.

El corazón se me agitaba, como si en el fondo creyera que, por estar tan cerquita, existía una mínima posibilidad de que algún día me viera distinto.

Una semana después entregaron los resultados. Yo estaba tranquilo, como siempre. Sabía lo que había escrito. Sabía que era correcto. Siempre lo era.

Pero cuando vi mi hoja sentí cómo se me apretaba el pecho.

Dos.

Un maldito dos.

Miré a la maestra. Pensé que se había equivocado. Pensé en levantar la mano. En pedirle que lo revisara.

Y entonces la escuché.

—¡Diez! ¡Tengo diez, wey! —gritó ella desde su lugar, agitando la hoja como si fuera un trofeo.

Todos aplaudieron. Algunos le gritaron que por fin. Otros le chocaron la mano. Y ella me miró directo. Y sonrió.

En ese momento me paré. No iba a quedarme callado. Estaba a punto de ir con la profesora cuando ella se me adelantó. Se paró frente a mí y me empujó suave hacia la pared, justo donde nadie veía.

—Tú siempre te sacas buenas notas —me dijo bajito—. Yo las necesito más que tú. Tú igual vas a pasar. Yo no. Si me bajan el promedio me quitan la beca, ¿Sí me entiendes?

No supe qué decir.

—Además te voy a dar algo a cambio. Te lo juro. Algo que valga la pena. Pero no digas nada, ¿Va?

Me quedé quieto. La miré un segundo. Su cara estaba seria, pero sus labios sonreían.

Y al final solo asentí.

Esa tarde regresé a casa con una sensación difícil de explicar. No sabía si estaba enojado, confundido o emocionado. Me acosté un rato con la intención de dormir un poco antes de ponerme a estudiar pero no logré descansar. Cerré los ojos, pero la cabeza no se me apagaba.

Cuando desperté, el celular vibraba a un lado de la almohada. Había varios mensajes.

Los abrí sin pensar demasiado, todavía con la mirada nublada por el sueño. Y ahí estaban. Tres fotos. Todas de ella.

Estaba en su cuarto, con la cama desordenada al fondo. En una, usaba un short tan pequeño que apenas dejaba algo a la imaginación. En otra, tenía una blusa levantada hasta la mitad del pecho, sin sostén. Y en la última, se mordía el labio inferior mientras se tomaba la foto frente al espejo.

Sonreía. Pero no era la sonrisa de siempre. Era una sonrisa distinta, como si supiera exactamente lo que esas imágenes iban a provocarme.

Debajo, había un solo mensaje:

“Esto es solo para ti. Pero ni una palabra, ¿eh? Si me sigues ayudando te puedo mandar más.”

Me quedé un buen rato mirando la pantalla. Sentí cómo el cuerpo entero se me tensaba, como si me acabaran de prender fuego por dentro. El corazón me latía rápido y no podía dejar de ver la forma en que estiraba la pierna o el encuadre de su cintura.

No lo pensé más. Me bajé el pantalón, recostado boca arriba, y dejé el celular al alcance de la vista. Lo hice en silencio. Sin culpa. Sin pausas. Con la respiración entrecortada y la imagen de ella ocupando cada rincón de mi cabeza.

Me corrí rápido. Como si lo hubiera estado esperando desde siempre.

Me quedé quieto después, con la mano sobre el pecho y el teléfono aún encendido a mi lado. En la pantalla, su sonrisa seguía ahí.

Y en el pecho una mezcla rara de calor, tristeza y deseo.

Pasaron unos días y volvió a buscarme. Se acercó en el recreo, con esa actitud suya que siempre me descolocaba, como si no hubiera pasado nada, como si no me hubiera mandado esas fotos que todavía tenía guardadas en mi galería.

Se me quedó viendo con una sonrisa cortita, de esas que parecen tiernas pero que esconden algo más. Me pidió ayuda para la próxima evaluación, con ese tono medio suplicante que ya sabía usar muy bien. Yo dudé. Le dije que no, que ya era demasiado arriesgado, que si nos cachaban esta vez no iba a poder salvarla de nuevo.

Ella se acercó un poco más. Me rozó el brazo con los dedos y bajó la voz.

—Mira… si me ayudas esta vez, te invito a salir después. Solo tú y yo. No hay truco, te lo juro.

Yo no supe qué responder. Me quedé callado. Y como no dije que no ella dio por hecho que sí.

El sábado siguiente me mandó un mensaje. Me citó en una esquina cerca de la prepa. Llegó en taxi. Iba arreglada, como si fuera a una fiesta. Me dijo que íbamos a casa de “un amigo” a pasar la tarde.

Cuando llegamos supe que algo no cuadraba. Ella entró con confianza, como si conociera el lugar de memoria. Y entonces apareció él. Su novio. El mismo que todos conocían. El que usaba chamarras de marca y hablaba como si supiera de todo.

Yo me quedé parado en la entrada con la mochila en las manos. No me ofrecieron nada. No dijeron nada.

Se sentaron en el sillón frente a mí. Empezaron a hablar bajito, a reírse, a tocarse.

Y sin decir una palabra comenzaron a besarse.

Primero suave. Luego más fuerte. Más intenso. Sus manos ya no estaban quietas. Las de él se perdían debajo de su ropa. Las de ella se aferraban a su cuello. Yo solo estaba ahí, viéndolos. Como si fuera parte del fondo.

No aguanté más.

Me paré y salí sin hacer ruido. Cerré la puerta sin que me vieran. Me fui caminando, con los audífonos puestos, pero sin música.

Sentí que me habían usado. Que todo había sido un juego para ellos.

Y lo peor es que una parte de mí ya lo sabía.

Llegó el día del examen final. El último del semestre. El salón estaba más callado de lo normal, como si todos sintieran que algo importante se jugaba esa mañana.

Yo llegué temprano, como siempre. Me senté en el mismo lugar de siempre. Abrí mi estuche, saqué mi lápiz favorito, y me puse a repasar mentalmente las fórmulas que ya conocía de memoria. Pero no podía concentrarme. Sentía que algo me iba a explotar por dentro.

Ella llegó justo antes de que cerraran la puerta. Traía el cabello amarrado, sin maquillaje, con los ojos bajos. No se sentó a mi lado. Se quedó en su lugar, tres filas más atrás. Me miró solo una vez. No sonrió.

La maestra repartió las hojas. Dijo que teníamos noventa minutos. Nadie habló. Solo se escuchaba el roce de los lápices sobre el papel.

Yo respondí todo rápido. Sabía cada pregunta. Pero aun así, no dejaba de pensar en ella.

A la media hora la miré. Estaba tiesa. No había escrito nada. Tenía los ojos clavados en la hoja como si el mundo se le viniera encima. Se veía derrotada.

Y en ese momento… me quebré.

Me levanté con cuidado. Caminé hasta donde estaba ella fingiendo ir al baño. Le susurré que la siguiera. Afuera, en el pasillo, le hablé bajito.

—No puedo seguir así. No me hables más. No me busques. No te voy a ayudar más… porque estoy enamorado de ti. Desde siempre.

Ella no dijo nada. Solo bajó la cabeza. No lloró. No suplicó. Solo asintió.

Volvimos al salón. Cada uno con su hoja. Pero cuando la maestra se distrajo corrigiendo una prueba, vi el momento. Me paré, fui hasta ella y cambié las hojas.

Puse mi examen en su banco. Tomé el suyo. Me senté otra vez como si nada.

Y no sé si fue estupidez o coraje, pero por primera vez en mi vida, me sentí capaz de hacer algo verdaderamente estúpido por amor.

Al día siguiente, justo antes de que sonara el timbre final, la profesora nos llamó a ambos. Lo hizo con ese tono que no deja espacio para hacerse el tonto. Nadie en el salón preguntó nada. Solo nos miraron salir.

Ella iba detrás de mí. No nos dijimos una sola palabra mientras caminábamos por el pasillo.

Al llegar a la oficina, la profesora me hizo pasar primero. Cerró la puerta con seguro. Me miró serio, sin levantar la voz. Luego puso los exámenes sobre el escritorio, uno encima del otro.

—Sé lo que hiciste —me dijo—. Sé que cambiaste los exámenes. Lo vi en la cámara del pasillo. Lo confirmé por las hojas. Lo supe desde que ella entregó todo resuelto.

Yo no dije nada. Me temblaban las manos.

—Solo quiero saber por qué —agregó.

Me quedé un momento en silencio. Pero algo en mí ya no quería seguir guardándose todo.

—Porque estoy enamorado de ella —dije con la voz quebrada—. Desde que tenemos cinco años. Porque es mi vecina. Porque la veo todos los días desde la ventana. Porque siempre la vi con alguien más… y aún así nunca pude dejar de mirarla.

La maestra me observó unos segundos sin decir nada. Luego suspiró, bajó la mirada, y escribió algo en su libreta.

—No puedo dejarlo pasar —me dijo—. Lo que hiciste está mal. Muy mal. Y vas a reprobar.

Yo asentí. Lo acepté. Porque en el fondo ya sabía.

—Pero no estás solo. Y no estás perdido —añadió—. Solo estás… enamorado en el peor momento posible.

Salí de la oficina sintiéndome más liviano y más vacío al mismo tiempo.

Ella estaba esperándome sentada en la banca. Me levantó la vista apenas me vio.

—¿Qué te dijo?

Yo no respondí.

Solo seguí caminando.

Me tapé el rostro con una mano. No quería que me viera llorar.

Pero ya era tarde.

Ya me había visto todo.

Esa noche estaba castigado. Sin celular, sin compu, sin nada. Mis papás apenas sabían que algo grave había pasado en la escuela, pero no tenían el detalle. Solo sabían que yo era el responsable, y que por eso me tenían encerrado.

Yo no tenía ganas de hablar. Ni con ellos, ni conmigo.

Me eché en la cama, con la luz apagada y la ventana abierta. Escuché cuando salieron rumbo a la iglesia, como todos los miércoles. Rezaban por la familia, por los vecinos, por la paz del mundo. Pero por mí, ya ni sabían qué rezar.

Y justo cuando pensé que la noche iba a morirse en silencio, alguien tocó la puerta.

Fui a abrir sin preguntar.

Y ahí estaba ella.

No traía uniforme. No traía mochila. No traía risa.

Solo traía una cara seria, los ojos brillosos y una polera delgada que se le pegaba al cuerpo.

—¿Puedo pasar? —preguntó, como si fuera la cosa más normal del mundo.

No dije nada. Me hice a un lado y la dejé entrar. Caminó directo al sillón del living y se sentó sin apuro, con las piernas cruzadas y las manos sobre el regazo.

—Terminé con él —dijo de golpe—. Hace un rato. Le dije que ya no quería más. Ni preguntó por qué.

Me quedé de pie, sin saber si consolarla o quedarme callado.

—No sé por qué vine —continuó—. Solo… no quería estar sola. Y tú siempre estás.

La vi. Y por primera vez, no parecía invencible.

Nos quedamos en silencio un rato. Yo no podía dejar de verla. No hablábamos, pero el ambiente se sentía espeso, caliente, como si el aire ya supiera lo que iba a pasar.

Y entonces me miró con esos ojos suyos.

—¿Qué te provocaron mis fotos?

Sentí cómo se me revolvía todo por dentro. Me quemaban las mejillas, la garganta, las manos. Intenté contestar, pero no me salió la voz.

Ella se levantó y dio dos pasos hacia mí.

—Dímelo —susurró.

Y sin esperar respuesta, bajó la mirada y llevó la mano directo a mi entrepierna.

Me la tocó por encima del pantalón. Con firmeza. Con intención.

Me la sostuvo como si quisiera confirmar lo que ya sabía.

—No inventes… —dijo, abriendo los ojos con sorpresa—. No creí que fuera tan grande.

Yo pensé que estaba bromeando. Pero no. No se reía. No se burlaba.

Seguía ahí, con la mano apretando suave, mirándome serio.

Y yo no me moví. Solo la dejé hacer.

Seguía con la mano sobre mi bulto, mirándome sin parpadear. Yo ya estaba completamente duro, palpitando debajo del pantalón. Sentía cómo me ardía la piel. No podía moverme. No quería. Solo respiraba fuerte, tragando saliva como si eso pudiera calmarme.

—¿Eres virgen? —me preguntó en voz baja, con una sonrisa que no era burla. Era otra cosa. Una mezcla de ternura, picardía y algo más.

Asentí, sin decir nada. Tenía la boca seca, los ojos clavados en los suyos.

—¿Quieres que te lo chupe?

Sentí que se me detuvo el corazón. No supe si decir que sí o quedarme callado. Pero mi cuerpo respondió por mí: no me aparté ni un centímetro.

Ella bajó el cierre. Con calma. Sin apuro. Me lo sacó hacia afuera como si estuviera desenvolviendo un regalo. Y cuando lo vio completo, alzó las cejas.

—No mames… —susurró—. Estás cabrón.

Yo pensé que iba a soltar una risa, que iba a decir algo cruel, como solía hacer en la escuela. Pero no. Lo miraba con una mezcla de asombro y deseo puro. Lo tomó con ambas manos. Lo sostuvo, lo pesó, lo acarició desde la base hasta la punta.

Luego se agachó.

Le pasó la lengua despacio, como probándolo por primera vez. Le dio vueltas con la boca, lo besó por todos lados, y después se lo metió hasta donde pudo. Cerré los ojos. Gemí bajito. Sentí cómo la rodilla me temblaba. Me apoyé en la pared para no caerme.

—Tranquilo —me dijo, sin sacárselo de la boca—. Yo te voy a enseñar.

Siguió chupando con ganas. Lo sacaba, lo escupía, lo volvía a meter. Me miraba desde abajo, con los ojos llenos de fuego. Se tocaba mientras lo hacía, como si realmente la excitara lo que estaba pasando.

Yo ya estaba a punto de correrme cuando se detuvo.

Se levantó, me tomó del cuello de la polera, y me llevó al sillón.

—Ahora te toca a ti —dijo—. Me la vas a meter.

Yo la miré, con el pecho latiéndome como tambor.

—No sé —alcancé a decir—. Nunca lo he hecho…

Ella sonrió.

—Por eso. Yo te voy a guiar.

Se bajó los shorts. No traía nada debajo. Se subió encima de mí, con las piernas abiertas, y me sostuvo con una mano.

—Solo déjate llevar.

Y cuando se me insertó encima el mundo desapareció.

Cuando se me sentó encima y se la metió sola, yo creí que ya había sentido todo pero no. Todavía no había empezado de verdad.

Ella bajó lento, sintiéndolo completo, mordiéndose el labio con los ojos cerrados. Soltó un suspiro ronco, de esos que no se fingen.

—Estás… más rico de lo que pensé.

Empezó a moverse suave, como si me estuviera midiendo. Se apoyaba en mi pecho, me tomaba de los hombros, me apretaba con los muslos. Yo estaba temblando. No sabía dónde poner las manos. Solo la miraba. Era hermosa. Desnuda. Caliente. Entregada.

—Tócame —me dijo.

Le puse las manos en las caderas. Luego más arriba. Le toqué la cintura, la espalda… hasta que ella misma se agarró los pechos y me los acercó a la cara.

—Bésalos. Ya.

No lo dudé. Me los metí en la boca como si no fueran reales. Me volvió loco sentir su piel, su calor, su olor. Ella gemía. Se contoneaba encima de mí como si no quisiera parar nunca. Y yo... yo sentía que me iba a venir.

—Ya no aguanto —dije.

—Córrete —susurró—. Adentro.

Y me vine con todo.

No fue uno de esos orgasmos rápidos. Fue largo. Intenso. Se me doblaron los dedos de los pies, me tiritaban las piernas, el corazón me latía en los oídos. Pero ella no se detuvo.

—No te me bajes, ¿eh?

Y empezó a moverse más rápido. Se apoyó en mis rodillas y se frotó adelante con una mano. Se tocaba mientras rebotaba sobre mí, empapada, desesperada. Yo no podía creer que siguiera así. Que me siguiera usando después de haberme vaciado.

Pero no me bajé.

Estaba todavía duro. No sé cómo. No sé si fue ella. Sus movimientos. Su voz. Su cuerpo encima del mío.

—Así… así… así…

Y de pronto, se vino. Con todo.

Me arañó el pecho, me abrazó del cuello y se vino gritando, sin pena, sin disimulo. Temblaba. Se le fueron las fuerzas. Se dejó caer sobre mí, jadeando.

Pero yo todavía la tenía adentro.

Y todavía estaba duro.

Así que la abracé. La giré. Y esta vez, me tocó a mí seguir dándole.

No hablé. No pensé. Solo la empujé con fuerza, como si fuera mi última oportunidad. Ella gemía más bajito, pero más profundo. Me pedía que no me detuviera. Que así. Que más.

Me vine por segunda vez, adentro, sin detenerme, y esta vez, nos corrimos juntos.

Nos quedamos en silencio, sudados, destruidos, sobre el sillón de mi casa.

Y por primera vez en mi vida no sentí culpa. Solo paz.

Nos quedamos tirados en el sillón, empapados de sudor y con el corazón latiendo como tambor. Ella tenía la cabeza recostada en mi pecho, y yo todavía no lograba entender si todo eso había pasado de verdad o si me iba a despertar en cualquier momento con las sábanas mojadas.

Sus dedos jugaban con los míos. Me miraba tranquila. Yo apenas podía respirar, pero no de cansancio… sino de algo más. Algo que no había sentido nunca.

—¿Estás bien? —me preguntó en voz bajita, con una sonrisita tímida.

Asentí. No me salían las palabras.

Nos vestimos sin hablar. Yo me subí los pantalones apurado, ella buscó su ropa interior entre los cojines. Se puso la polera de nuevo, aún con el cuerpo caliente, y se arregló el cabello en el reflejo del vidrio de la ventana.

Fue justo cuando ella se estaba amarrando el pelo que escuchamos las llaves.

Se abrió la puerta.

Entraron mis papás.

Ella se quedó de pie, fingiendo calma. Yo apenas alcancé a sentarme derecho, con el pantalón abrochado y la polera arrugada.

Mi mamá entró hablando por teléfono, ni nos miró. Pero mi papá… él sí. Me clavó la vista. Miró mi cara. Luego miró a ella. Luego al sillón.

Fue un segundo.

Nada más.

Pero yo lo sentí como si me hubiera gritado todo con los ojos.

No dijo nada. Solo asintió, como si entendiera. Como si confirmara algo que ya sospechaba desde hace tiempo.

Ella se acomodó el bolso en el hombro y se acercó a despedirse. Me dio un beso en la mejilla. Lento. Caliente todavía. Y sin soltarme del todo, me susurró al oído:

—Luego te escribo.

Y se fue.

Yo me quedé ahí, con el cuerpo tibio, la mente a mil y la sensación de que ya nada iba a ser igual.

Mi papá pasó por mi lado rumbo al baño. Me dio una palmadita en el hombro. No dijo una sola palabra pero esa noche, no me regañaron. No me preguntaron nada, y cuando me fui a dormir lo hice con una sonrisa que no se me quitó hasta el día siguiente.





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