Las amigas de mi hija me miraban distinto

En el gimnasio

 



No sé cómo empezó. Bueno, la verdad es que sí sé. Empezó cuando lo vi salir de la ducha con la toalla mal puesta.

Su cuerpo no era perfecto. Tenía panza, marcas en la piel, cicatrices de hombre vivido. Pero había algo en su forma de caminar, en cómo me miraba cuando hacía sentadillas, que me dejaba más mojada que un calentamiento sin aire.

Yo me iba al gym para sudar. Pero desde que él llegó, empecé a ir para provocarlo.

Top ajustado. Short mínimo y sin calzón.

Pasaba frente a él con la botella en la boca, como si chuparla me quitara la sed. Me inclinaba más de lo necesario. Le hacía preguntas estúpidas solo para acercarme.

Y él resistía.

Nunca me tocó. Nunca me habló de más. Solo me miraba. Con esa mirada que tienen los hombres casados que ya se aburrieron de coger con la luz apagada.

Una tarde, después de entrenar piernas, me encerré en el baño con el teléfono. Me tomé una foto en el espejo: sudada, despeinada, con el top levantado hasta los pezones.

Y se la mandé sin contexto, sin palabras. Solo la imagen y su respuesta llegó en menos de un minuto:

—Estás jugando con fuego.

Le contesté:

—Solo si no te animas a quemarte.

Esa misma noche me pidió que lo esperara en su auto, en el estacionamiento del gimnasio.

Yo llegué primero. Me senté en el asiento del copiloto sin decir nada. Llevaba un vestido flojito, sin sostén, sin bragas.

Cuando subió me agarró del muslo sin preguntar. No dijo hola. No preguntó cómo estaba. Solo metió la mano bajo el vestido y me tocó como si ya me conociera de antes.

Me vine en segundos, literal. Le mojé los dedos mientras él me susurraba al oído:

—Esto no tiene que pasar otra vez. Solo esta vez.

Pero cuando me la metió supe que iba a pasar muchas veces.

Me la metió sin quitarme la ropa. Me subió encima.

Yo me movía como perra en celo, jadeando contra el vidrio, mientras él me decía que estaba loco, que no podía, que qué estaba haciendo.

Y yo solo le decía que no parara.

Me cogió como si se le fuera la vida, como si necesitara sacarse años de frustración en una sola noche. Me mordía los hombros, me apretaba la cintura, me decía que nunca había estado con alguien tan caliente.

Y yo le decía que tampoco pero mentía, ya que había estado caliente muchas veces.

Pero nunca tan culpable.

Cuando acabamos, me bajé rápido. Me acomodé el vestido, le dejé la marca de mi labial en la bragueta y antes de irme, le dije al oído:

—Mañana mismo te voy a saludar delante de tu esposa.

Cerré la puerta del auto sin mirar atrás, Y  al caminar por el estacionamiento, sentí la mezcla exacta entre poder y perdición.

Al día siguiente me levanté temprano, me lavé la cara con agua fría y me puse el mismo top con el que él me vio por primera vez.

No por casualidad.

Me metí al gimnasio con paso lento, marcando cadera, como si el suelo me perteneciera. Y ahí estaba él, con su esposa.

No era fea.

Tampoco era hermosa.

Era... normal.

Con cara de mujer que cocina en silencio y finge orgasmos con la luz apagada.

Me acerqué directo.

Le di un beso a él en la mejilla, bien cerca de la boca.

—Hola, guapo —le dije, y luego saludé a ella como si nada.

La esposa sonrió, cortés, ingenua. El se puso blanco pero no dijo nada.

Durante la rutina, lo sentí mirarme desde todos los ángulos.

Lo volví loco sin tocarlo.

Me agaché con las pesas. Me estiré de más. Me pasé el agua por el cuello.

Y todo eso delante de ella.

Cuando se despidieron, ella se fue al estacionamiento primero.

Él se quedó un poco más. Me miró.

Y con los dientes apretados me susurró:

—¿Estás loca?

—No. Caliente.

Se me quedó viendo como si quisiera matarme.

Y yo lo provoqué más.

—No te hagas. Lo disfrutaste —le dije—. Nunca te habían cogido con la mirada mientras tu esposa estaba a un metro, ¿Verdad?

Me agarró del brazo, fuerte.

—Al vestidor. Ahora.

Me llevó sin hablar. Cerró la puerta y yo me quedé parada, respirando agitada, sintiendo el pulso en las bragas.

—¿Qué chingados estás buscando? —me dijo. Su voz sonaba entre rabia y deseo.

Me acerqué. Le tomé la mano y la puse directo en mi entrepierna.

—Esto.

No se resistió.

Me empujó contra la pared, me alzó una pierna, y me bajó el short de un tirón.

Me metió los dedos como si fuera suyo. Como si necesitara borrar la culpa con cada embestida de su mano.

Gemí bajito. Le mordí el cuello. Me vine tan fuerte que tuve que taparme la boca con la mano.

Pero no se detuvo.

Se bajó el pantalón y me la metió contra la pared, sin condón, sin pensar.

—Eres una maldita tentación —me decía al oído, mientras me la enterraba con rabia—. Una puta adictiva. Una droga.

Y yo le decía que no parara. Que me lo dijera todo.

Me vine otra vez y él también. Adentro y sin freno.

Nos quedamos jadeando, con la ropa medio puesta, el piso mojado, y el alma embarrada de pecado.

—¿Ya estás feliz? —me preguntó, mientras se subía el pantalón.

—No.

Esto apenas empieza.

Él empezó a alejarse.

Ya no me buscaba en los mismos horarios. Cambió sus rutinas. Entraba al gimnasio como si yo no existiera, bajando la mirada, evitando los espacios donde pudiera rozarme. Dejó de responder mis mensajes, y cuando lo hacía, eran frases llenas de culpa: “Esto no puede seguir.” “No sé en qué estábamos pensando.” “Tengo familia.”

Pero mientras más se alejaba, más me daban ganas de joderlo.

De romperle esa voluntad frágil que intentaba coser con excusas baratas.

Le mandaba fotos desde la ducha, los pezones duros por el agua fría. Videos donde me abría despacio frente al espejo, jugando con el dildo y diciendo su nombre entre suspiros. Audios en los que mi respiración se aceleraba justo antes de venirme, mientras le pedía que volviera a metérmela como aquella vez en el vestidor.

Él leía todo.

Y no decía nada.

Hasta que una noche, roto por dentro y desesperado por fuera, me escribió:

—No puedo más. Pero necesito verte. Solo para hablar. Solo una vez.

Nos citamos en una cafetería lejos del gimnasio, lejos de su casa, lejos de cualquier lugar donde pudiera cruzarse con la idea de que estaba a punto de fallarle otra vez a su familia.

Llegué antes que él. Me senté en una mesa junto a la ventana, con el vestido más discreto que tenía, pero sin sostén… y sin bragas.

Sabía que no iba a poder resistir.

No después de tanto silencio.

Él llegó puntual, con esa cara de hombre que duerme poco y carga con todo. Estaba más flaco, ojeroso, con las manos temblorosas.

Más guapo que nunca.

Nos saludamos con un gesto apenas visible.

No hubo besos. No hubo abrazos.

Se sentó frente a mí.

Pidió un café.

Yo pedí agua, pero no la toqué.

Mientras él hablaba sobre lo mal que se sentía, sobre lo mucho que había intentado alejarse, sobre lo terrible que era sentirse dividido entre dos mundos, yo bajé la mirada y, debajo de la mesa, abrí las piernas.

Llevaba el celular en la mano.

Y empecé a grabar.

Mis dedos se deslizaban entre mis labios húmedos, en silencio, mientras él hablaba de moral, hijos, promesas y límites.

Cuando el video estuvo listo, se lo envié por AirDrop.

Lo abrió y enmudeció.

—Por favor —Me dijo—. Estoy mal. Esto me está destruyendo.

Me acerqué, crucé los brazos sobre la mesa, y le susurré con una sonrisa contenida:

—¿Y si en vez de destruirte te dejo vacío?

Él tragó saliva.

Yo ya sabía que estaba perdido.

Pagamos sin decir nada más.

Subimos a su auto.

Manejamos en silencio hasta un motel escondido tras unos árboles tristes, donde nadie preguntaba nada y todo olía a secretos húmedos.

Entramos.

No hubo preámbulos.

Me arrancó el vestido con desesperación. Me tiró sobre la cama. Me la metió sin preguntar, sin protección, sin titubeos.

Y yo me abrí como si esa fuera la última vez que alguien iba a tocarme con rabia y con hambre.

Me cogió con todo.

Con odio, con necesidad, con ese deseo sucio que duele y alivia al mismo tiempo.

Me decía cosas que no se aprenden en casa. Me arañaba. Me escupía. Me decía que lo tenía loco, que era su condena, su tentación más perra.

Y yo le decía que no parara.

Que siguiera.

Que se viniera adentro y me dejara llena de su culpa.

Cuando acabamos, se dejó caer encima de mí, temblando, sudando, casi llorando. Me abrazó como si pudiera salvarse entre mis brazos.

—No puedo volver a verte —me dijo, con la voz rota.

—Ya lo sé —le contesté—. Pero no vas a dejar de pensar en mí.

Me vestí sin apuro. Me acomodé el cabello. Me miré al espejo del baño mientras me limpiaba las piernas.

Después de venirse nuevamente dentro de mí, se quedó un segundo con la cara enterrada entre mis pechos, respirando agitado, murmurando cosas sin sentido. Pero su cuerpo no bajó.

Seguía duro.

Y yo seguía empapada.

—Todavía no terminas —le dije al oído—. Ahora me toca a mí.

Lo empujé hacia atrás, lo dejé sentado al borde de la cama, con la polla brillando y temblando. Me subí encima otra vez, de frente, hundiéndome en él lentamente, mirándolo a los ojos.

Me moví despacio al principio.

Luego más rápido.

Me agarré de sus hombros. Me arqueé hacia atrás.

Grité su nombre.

Después lo empujé sobre el colchón y me puse en cuatro.

—Así te la coges a tu esposa ¿O no le gusta tanto como yo?

Me la metió por detrás con tanta fuerza que pensé que me iba a partir.

Me tomaba de las caderas. Me golpeaba el culo.

Me decía que era una maldita enferma.

Y yo solo le pedía más.

Me vine gritando, apretándolo por dentro y él se vino otra vez. Con rabia. Con entrega. Llenándome hasta el fondo.

Nos dejamos caer. Tendidos, sudados, manchados. El cuarto entero olía a pecado y fue entonces cuando saqué el celular.

Él me miró sin entender.

Yo abrí la galería.

Le mostré un video.

Estábamos ahí. Él encima de mí. Yo en cuatro. Gemidos. Frases. Ruido de carne. Todo.

Su cara se desfiguró.

—¿Qué… qué es eso?

—Nuestra despedida —le dije—. Y mi seguro de que no me vas a dejar en visto otra vez.

—¡Estás loca!

—Un poquito. Pero tú también, papi. Porque si mañana desapareces, tu esposa va a conocer una parte tuya que ni tú sabías que existía.

Él no dijo nada.

Solo me miró.

Como si se diera cuenta demasiado tarde de con quién se había metido.

Yo me vestí tranquila. Me acomodé el cabello.

Le di un beso en la frente.

—Relájate. No soy tan cruel como tú crees. Solo exijo lo mismo que doy: atención. Y si no me la das tú… alguien más lo hará.

Salí del cuarto con el celular bien guardado, las piernas temblando y una sonrisa de esas que no se enseñan.

Lo dejé ahí.

Desnudo.

Y atrapado.

Porque el problema no era que me hubiera cogido. El problema es que quería que volviéramos a hacerlo.


Comentarios

Publicar un comentario