Las amigas de mi hija me miraban distinto

Trago o penitencia



No recuerdo ni de qué iba la película. Sé que era de acción, que los protagonistas corrían por algún desierto, que explotaban cosas. Pero yo no estaba viendo nada de eso. Yo lo estaba viendo a él.

Estábamos en mi cama. Cada uno con su cerveza, aunque yo ya llevaba más de las que debía. Sentía las mejillas encendidas y la garganta seca. No por el alcohol. Por cómo me miraba. O por cómo yo sentía que me miraba. Porque aunque no se atreviera a hacerlo descaradamente, notaba cada vez que bajaba la vista. Y no a mis ojos.

Yo tenía puesta una blusa sin sostén. Fue a propósito, obvio. Estaba blandita, de esas que te abrazan el cuerpo y marcan todo. Cada vez que me reía sentía cómo se movían mis pechos. Cada vez que cruzaba los brazos, notaba cómo se le tensaba la mandíbula. Me gustaba. Me calentaba. Era como ver cómo perdía la compostura de a poco.

Me acordé de lo que me había escrito en Tinder la primera vez que hablamos. No fue nada subido de tono, pero se notaba que tenía ganas. Que se hacía el educado, el correcto, pero que en el fondo quería agarrarme. Yo también lo quería, pero necesitaba que se le notara más. O tal vez no. Tal vez me bastaba con saber que tenía que aguantarse.

Esa noche, en mi cuarto, yo sabía que me lo iba a coger. Pero no se lo iba a poner fácil. Necesitaba que se desesperara un poco más.

Me paré sin decir nada y fui al baño. Me miré al espejo y me bajé la blusa solo un poquito, lo justo para ver mis pezones duros. Me toqué un segundo, nada más. No por morbo. Por ansiedad. Quería que se me notara el deseo, pero no tanto como para parecer desesperada.

Me mojé el cuello, respiré profundo, y volví a la pieza.

Él seguía donde mismo, quieto, con esa actitud de que no estaba pasando nada. Me metí de nuevo en la cama. Esta vez, más cerca. Sentí cómo contenía el aire cuando mi pierna rozó la suya.

No dije nada.

Sabía que le estaba ganando.

La película terminó sin que ninguno de los dos dijera mucho. Él se estiró, medio bostezando, y sin pensarlo, me abrazó por los hombros. No fue un abrazo romántico, ni muy apretado. Fue de esos que uno da cuando hay confianza… o cuando ya no se aguanta las ganas. Me quedé ahí un segundo, sintiendo su brazo caliente encima, y luego me solté de golpe.

—Voy y vuelvo —le dije, parándome de la cama como si nada.

Fui a la cocina. Agarré la botella de tequila que tenía guardada para ocasiones especiales y, mientras caminaba de vuelta, vi el juego ese del dado. Se me cruzó la idea de inmediato y no dudé. Quería subirle la temperatura. Quería que se le notara la desesperación.

—¿Jugamos algo? —le pregunté entrando al cuarto con la botella en una mano y el dado en la otra.

—¿Qué traes ahora?

—Es sencillo. Bebida o penitencia. Tiro el dado. Si sale impar, tomas. Si sale par, hay penitencia. Pero la penitencia la pongo yo.

Se rió. Pensó que era un juego tonto. Pero aceptó.

—Dale, va.

Lanzó el dado. Cayó un dos.

—Penitencia —dije con una sonrisa de lado—. Sáquese la polera.

Me miró con cara de "neta", pero obedeció. Se la quitó con esa torpeza de quien no sabe si hacerlo sexy o rápido. Le vi el pecho marcado, el abdomen firme, y me mordí por dentro. No dije nada, solo pasé el dado.

Me tocó. Salió un cinco. Mala suerte.

—Bebida —dije, y sin dudar, me zampé un tequilazo directo de la botella.

El calor me subió de inmediato. Me ardía la garganta, pero no dejé de sonreír.

Le tocaba otra vez a él. El dado giró y cayó en otro número par.

—¡Otra penitencia! —me burlé mientras él resoplaba—. Bájate el pantalón. Quiero verte en boxers.

Negó con la cabeza, pero lo hizo. Me gustaba que no protestara tanto. Que aceptara el juego sin saber en qué momento había dejado de ser un chiste.

Me volvió a tocar a mí. Salió otro impar. Hice un gesto de mala suerte exagerado y me volví a tomar otro trago.

Ya íbamos encendidos. No tanto por el tequila, sino por cómo se nos llenaban los ojos.

Tiró él. Otro impar. Otro trago. Sus labios ya se veían húmedos, y su pecho subía y bajaba más rápido.

Me tocó otra vez. El dado marcó un cuatro.

Justo entonces sonó una canción que me gusta un chingo. Era como si el universo me dijera: dale. Me paré de golpe, agarré el borde de mi blusa y me la quité sin decir una sola palabra. La lancé sobre la cama, me puse de pie frente a él, y empecé a cantar la canción como si estuviera sola en la regadera.

Bailé. Le canté en la cara. Me acerqué tanto que sentí cómo se le paraba más y más bajo los boxers. Me di una vuelta, me agaché un poco, dejé que mis pechos se movieran como querían. Él no decía nada. Solo me veía. Me devoraba con los ojos.

Y entonces, pasó lo que tenía que pasar.

Me jaló de la cintura y me besó. Sin aviso. Sin permiso. Sin culpa. Y yo no puse ni media resistencia porque también lo estaba esperando.

Una vez que me besó, dejé de hacerme la difícil al instante. ¿Pa’ qué seguir fingiendo si ya me tenía ahí, con las ganas revueltas y el cuerpo que ya no obedecía? Lo que no me esperaba era cómo besaba el cabrón. Pensé que iba a ser tosco, con prisas, pero no. Fue todo lo contrario. Dulce, lento, cuidadoso. Como si cada beso fuera una promesa que aún no se atrevía a decir en voz alta.

Eso me encendió más. Porque así, con esa calma suya, me dio permiso de disfrutarlo con toda la malicia del mundo. Le recorrí los brazos, sintiendo cómo se marcaban sus músculos bajo mis dedos. Me aferré a su espalda, a ese cuerpo que ya me imaginaba encima, adentro. Me encantaba esa mezcla suya entre ternura y fuerza, como si pudiera protegerme y romperme al mismo tiempo.

Nos quedamos así un rato, besándonos como si no hubiera mañana. Y en cada beso, en cada roce, sentía cómo el calor se acumulaba entre mis piernas. Él me apretaba suave de la cintura, pero no se pasaba. Me dejaba a mí el ritmo, como si supiera que en cualquier momento yo iba a tomar el control. Y no se equivocaba.

Me separé un poco, lo miré directo a los ojos y me mordí el labio. Me levanté, fui a buscar el tequila y ese jueguito que había traído con toda la intención de que las cosas se pusieran sabrosas. Volví con una sonrisa traviesa, lo miré de reojo y dije: “A ver si es cierto que aguantas”.

Él se rió, pero ya sabía que estaba perdido.

Me le acerqué con una sonrisa ladina, de esas que no dejan lugar a dudas. Le dije que se pusiera de pie, que tenía ganas de hacer algo que me venía rondando desde hacía rato. No esperó instrucciones. Se levantó sin decir palabra, expectante.

Sin quitarle los ojos de encima, me bajé los jeans con calma, sin apuro. Quedé en pura tanga, con el corazón golpeándome el pecho como si fuera a romperlo todo. Me arrodillé frente a él y noté cómo se tensaba. Lo vi mordiéndose el labio, dudando si hablar o dejarse llevar. Lo último, obvio.

Lo que pasó después fue como una canción sin letra: solo ritmo, piel, deseo. Lo tomé con ambas manos y comencé a dejarle claro que ya no había vuelta atrás. Sentía el calor subir por mis mejillas, por mis muslos, por cada rincón que me hacía sentir viva. Mis labios se movían al ritmo de esa rola que tanto me gustaba, y el tequila que me había bajado me daba valor para entregarme por completo.

Mientras lo hacía, me acaricié sobre la tela, así nomás, como quien busca un equilibrio entre el vértigo y el vicio. Estaba tan metida en eso, tan conectada con el momento, que sentía que el tiempo se detenía entre una respiración y otra. Lo miré desde abajo, con esa mirada que dice todo sin decir nada, y le solté un: "Mmm… lo tienes exquisito", como quien lanza una provocación y una rendición al mismo tiempo.

La música seguía, pero ahora era solo un fondo lejano. Lo real era él. Su cuerpo, sus reacciones, ese leve temblor que me anunciaba que estaba a punto de perder el control. Pero no lo dejé. Me detuve un segundo, fui por otro trago de tequila, me lo bajé sin respirar y volví, más determinada que nunca.

Él quiso tomar el mando por un momento, puso su mano sobre mi cabeza, presionó un poco pero luego se detuvo. Como si dudara. Como si temiera que me incomodara. Lo miré de reojo, sonreí de lado, y en vez de aflojar, lo hice con más ganas. Porque cuando uno está segura de lo que quiere, no hay timidez ni pausa. Solo hambre, fuego y placer.

Y eso era lo que éramos en ese momento: dos cuerpos en combustión, sin reglas ni frenos, dándonos permiso con la piel, sin decir una sola palabra.

Me detuve un instante. No porque quisiera alejarme de él, sino porque la canción había terminado y sentí que necesitaba otra melodía. Una que nos envolviera más, que marcara el compás de lo que estaba a punto de pasar. Caminé hasta el equipo de música, todavía en ropa interior, con la piel encendida y el pulso en la garganta. Buscaba algo que me sostuviera el alma, porque el cuerpo ya estaba entregado.

Pero él no esperó.

Sentí cómo se acercaba, como si su respiración ya anunciara lo inevitable. No dijo nada. Solo sus manos bajaron la última prenda que me quedaba, con esa decisión que no pide permiso, pero tampoco impone. Lo hizo como si ya hubiéramos estado ahí antes. Como si nuestro encuentro fuera una repetición de algo que ambos habíamos soñado demasiadas veces.

Y de pronto, lo sentí.

Firme. Profundo. Real.

No tuve tiempo de buscar equilibrio. Tuve que apoyarme con las palmas contra la pared, cerrando los ojos, dejando que mi espalda se arqueara por reflejo. Él me sujetaba por la cintura con fuerza, como si supiera que estaba temblando por dentro. Cada movimiento suyo era un golpe de calor, una sacudida que me cruzaba entera. El aire entre nosotros se volvió más denso, más caliente. La música volvió a sonar, pero ahora no era la melodía la que nos guiaba: era el sonido de nuestros cuerpos chocando en secreto.

Me dejé llevar.

El muro frente a mí era frío, pero su cuerpo era fuego. Y entre ambos extremos, yo me consumía. Mis labios se entreabrían buscando oxígeno, mientras sentía que todo lo que había sido hasta ese momento se deshacía en ese vaivén. No era solo placer. Era algo más. Una mezcla de rabia, deseo antiguo, ternura mal disimulada.

Y así, sin más testigos que una canción que no recuerdo, me dejé habitar.

Cuando la música se detuvo, sentí que algo en mí también se rompía. Como si el silencio repentino desnudara aún más lo que estaba pasando. Me aferré a la pared buscando equilibrio, pero él no se detuvo. Al contrario. Su ritmo cambió. Ya no era dulce, ya no era tierno. Era otra cosa. Algo que me atravesaba sin pedir permiso.

El golpe seco de su cuerpo contra el mío me hacía jadear sin control. Cada embestida era más profunda, más firme, más segura. Sentía que en cualquier momento me partiría en dos, y por dentro no sabía si quería que lo hiciera o que se detuviera.

Mis piernas temblaban. No pude más y caí al suelo, apoyando las manos y las rodillas, buscando estabilidad. Él me siguió sin dudar. Y ahí, con todo mi cuerpo expuesto, lo sentí entrar de nuevo. Fuerte. Como si me conociera desde siempre. Como si ya supiera lo que me rompía y lo que me reconstruía.

Sentía mis pechos rebotar con cada golpe, mi respiración entrecortada, mis quejidos saliendo sin filtro. No podía fingir. No podía esconderlo. Y de pronto, como un rayo, me atravesó algo tan profundo que me hizo gritar. Un temblor me recorrió completa. Un orgasmo tan brutal que por un segundo creí que me desmayaba.

Me quedé ahí, temblando, con la frente rozando el suelo, el cuerpo sudado y el alma hecha un nudo.

Cuando la música se detuvo, sentí que algo en mí también se rompía. Como si el silencio repentino desnudara aún más lo que estaba pasando. Me aferré a la pared buscando equilibrio, pero él no se detuvo. Al contrario. Su ritmo cambió. Ya no era dulce, ya no era tierno. Era otra cosa. Algo que me atravesaba sin pedir permiso.

El golpe seco de su cuerpo contra el mío me hacía jadear sin control. Cada embestida era más profunda, más firme, más segura. Sentía que en cualquier momento me partiría en dos, y por dentro no sabía si quería que lo hiciera o que se detuviera.

Mis piernas temblaban. No pude más y caí al suelo, apoyando las manos y las rodillas, buscando estabilidad. Él me siguió sin dudar. Y ahí, con todo mi cuerpo expuesto, lo sentí entrar de nuevo. Fuerte. Como si me conociera desde siempre. Como si ya supiera lo que me rompía y lo que me reconstruía.

Sentía mis pechos rebotar con cada golpe, mi respiración entrecortada, mis quejidos saliendo sin filtro. No podía fingir. No podía esconderlo. Y de pronto, como un rayo, me atravesó algo tan profundo que me hizo gritar. Un temblor me recorrió completa. Un orgasmo tan brutal que por un segundo creí que me desmayaba.

Me quedé ahí, temblando, con la frente rozando el suelo, el cuerpo sudado y el alma hecha un nudo.

Él me miró con preocupación, como si temiera haberme llevado demasiado lejos. Me preguntó si estaba bien. Yo solo asentí con la cabeza, todavía temblando, y lo atraje hacia mí para besarlo. Un beso lento, profundo, lleno de todo lo que acababa de pasar y de lo que aún quedaba por pasar.

Nos fuimos a la cama sin decir mucho más. Solo nos mirábamos. Había algo en sus ojos que me mantenía despierta por dentro, como si ese silencio compartido dijera más que cualquier palabra.

Se puso sobre mí, con ese peso que reconforta, que protege pero también domina. Me abrió las piernas con una suavidad firme, sin apuro, como si necesitara explorarme desde otro lugar. Yo, sin pensarlo, dejé que mis dedos hicieran lo suyo. Ya no me daba vergüenza. Sentía tanto, tan de golpe, que era como si todo mi cuerpo necesitara hablar a su manera.

Y entonces me pasó. De nuevo. Como un estallido. Como una ola que no pude detener. Me estremecí completa, sin control, sin cuidado. Él se quedó mirándome, entre sorprendido y fascinado, y volvió a tomar el control.

Sus movimientos cambiaron. Se volvió más intenso, más determinado. Cada vez que empujaba, sentía que me sacaba el aire. Me aferré a él como si fuera lo único que me sostenía en el mundo. Y cuando pensé que ya no podía más, sucedió otra vez. Otro temblor. Otra descarga.

Me rendí.

Y en esa rendición, encontré algo que no esperaba: un tipo de placer que asusta. De esos que te desarman entera.

Cuando ya creía que todo había terminado, lo miré de reojo y no sé por qué… pero volví a hacerlo. Volví a llevármelo a la boca, esta vez con una calma casi dulce. No era como al principio, no era urgencia. Era algo más parecido al cuidado, a la necesidad de cerrar ese momento como se merece. Lo hice hasta que lo sentí temblar, hasta que me supo completo. Y no me aparté. No me importó nada.

Entonces él me tomó del rostro, me miró como si no pudiera creer lo que acababa de pasar… y me besó. Sin dudarlo. Sin asco. Con una ternura que me desarmó.

Nos quedamos abrazados un rato largo. En silencio primero. Luego, como si la respiración se hubiese calmado al fin, él habló.

—No entiendo cómo pasó esto… pero fue perfecto.

Yo apoyé la cabeza en su pecho y le respondí sin mirar:

—Yo tampoco lo entiendo. Pero me hizo sentir viva.

Él acarició mi espalda, como si buscara memorizar cada curva con los dedos. Y entonces lo dijo:

—No fue solo sexo, ¿verdad?

—No —le respondí, casi en un susurro—. Fue más que eso. Mucho más.

Se quedó callado. Yo también. Pero el silencio ahora no pesaba. Era como un abrigo suave que nos envolvía. No sé si nos enamoramos. Tal vez no. Pero esa noche, por un rato, fuimos todo lo que el otro necesitaba.




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