Sumisa perfecta

Tras cruzar la frontera


El dinero llegó un miércoles en la mañana. Una transferencia corta, seca, con un mensaje que solo decía:
“Con esto les alcanza. No confíen en nadie. No se suelten nunca.”

Lo había mandado mi esposo. Desde el otro lado. Ya había cruzado, aunque todavía dormía en un colchón prestado y lavaba platos en un restaurante que no figuraba en ninguna parte. Pero estaba allá. Vivo. Legal o no, allá. Y ahora nos tocaba a nosotros.

Sí, dije “nos”. Porque no iba sola.
Me tocaba cruzar con su hermano.
Éramos lo que quedaba.

Él apenas hablaba. Pero cargaba las mochilas sin que yo se lo pidiera. Caminaba delante cuando tocaba, y detrás cuando había peligro. Me decía “ya merito” cada vez que yo respiraba muy fuerte o me quejaba en voz baja. Nunca me miraba de más. O eso creía yo.

Para pasar sin problemas, teníamos que fingir que éramos pareja. Así nos lo explicó el coyote en una llamada rápida.
—Matrimonio joven. Si les preguntan algo, él responde. Tú te le recargas en el hombro. Te reís poquito. No exageres.
Asentí. Como si fuera fácil reírse cuando tenís miedo en la garganta y los calzones pegados al cuerpo de tanto sudor.

La primera noche dormimos en una pensión de paso. Una sola cama. Un solo ventilador. Él se volteó contra la pared. Yo me acosté en el otro extremo. No dijimos nada. Pero el colchón era angosto y el calor brutal. En la madrugada, sin querer, amanecí con su pierna tocando la mía. Me hice la dormida. Pero no la quité.

El segundo día cruzamos un reten y tuvimos que abrazarnos para no levantar sospechas.

—Es que mi esposa es bien nerviosa —dijo él, con una sonrisa forzada.

Yo bajé la mirada, como si fuera cierto.
Como si ya lo fuéramos.

Durante todo el trayecto lo veía distinto. Más alto. Más delgado que su hermano. Más callado. Pero había algo en cómo me miraba de reojo cuando me ataba los zapatos o cuando me peinaba en el baño de las estaciones. Algo que no sabía si era cuidado o deseo. O las dos cosas juntas.

Yo también lo miraba. Aunque no lo aceptara. Y eso, en el desierto, pesa más que el agua.

No habíamos comido bien en todo el día. Un poco de pan, algo de agua caliente, y nada más. Nos dijeron que esa noche cruzaríamos.

Esperamos hasta que oscureciera. Luego caminamos por horas, en silencio, con los pies hundiéndose en tierra seca, entre ramas que parecían crujir a propósito. Cada cierto tiempo, el guía nos pedía agacharnos. No hablábamos. Ni siquiera entre nosotros.

Cuando las luces del otro lado estaban cerca, de pronto se armó el caos. Un helicóptero. Un jeep. Un cambio de ruta a último minuto. Corrimos. Tropezamos. Uno del grupo cayó. Nadie se detuvo. Nos hicieron tirarnos al suelo, en medio de una zanja con espinas.

—Ahí quédense. Ni se muevan —dijo el guía.

Y desapareció.

Pasamos horas ahí. Él me cubría con su cuerpo. Yo sentía su respiración pegada a mi nuca. El miedo tenía temperatura.

En un momento pensé que no lo lograríamos. Que ahí nos quedaríamos, atrapados entre países, entre decisiones mal tomadas y un montón de palabras que nunca nos dijimos.

Temblaba. No de frío. De cansancio, de incertidumbre.

Y entonces lo escuché decir, con la voz apenas rozándome la oreja:

—Si algo nos pasa esta noche, quiero que sepas que me costó no besarte todo el camino.

No dije nada. Solo apreté los ojos. Sentí que el corazón se me iba a salir.
No era el momento. No era el lugar. Pero en ese silencio, lo único que quería era volver la cabeza y encontrarle la boca.

No lo hice.

Pero tampoco lo negué.

No supe en qué momento dejamos de correr. El guía apareció de nuevo, como si el desierto lo hubiera escupido. Nos hizo una seña y seguimos avanzando en silencio, como si aún no estuviéramos a salvo.

Pero estábamos del otro lado.
No sé cómo, pero lo estábamos.

Nos metieron en una camioneta vieja, sin ventanas, con olor a sudor, tierra y gasolina. Viajamos apretados, sin saber hacia dónde. Nadie hablaba. Nadie quería celebrar nada. Porque en este tipo de cruces, uno aprende que la victoria es callada. Que gritar puede llamar la atención. Que el verdadero alivio llega más tarde… si llega.

Nos dejaron en una casa de paredes descascaradas. Un hombre que no conocíamos nos dio una botella de agua y señaló una puerta.

—Ahí van a dormir ustedes dos. Hasta que los pasen a buscar mañana.

Entramos. Había una sola cama. Una mesa. Una ventana sin vidrio. Nada más.

No nos miramos al principio. Yo me senté al borde del colchón. Él se quedó de pie, apoyado en la pared.
Tenía la camiseta mojada y las cejas llenas de polvo. Me miró por fin. Lento. Cansado. Distinto.

Yo no era la misma tampoco.

Fui al baño. Me lavé la cara. Me mojé el cuello. Cuando salí, él seguía ahí, quieto, con las manos en los bolsillos. Me acerqué a la cama y me senté de nuevo. Esta vez, no me aparté.

Él se sentó a mi lado. No dijo nada.
Solo dejó que el cuerpo hablara.

Y el mío, aunque agotado, ya no sabía mentir.

Él se sentó a mi lado. No nos tocamos de inmediato. Pero el calor entre los dos era más fuerte que el del desierto. Yo no sabía si quería besarlo o salir corriendo.
Y por cómo me miraba, él tampoco sabía si debía acercarse… o pedirme perdón antes de hacerlo.

—¿Estás bien? —me preguntó, con la voz ronca, como si llevara días guardándose palabras.

—Estoy viva —le dije—. No sé si es lo mismo.

Él asintió. Bajó la mirada. Se frotó las manos.
Y entonces lo solté, así, sin pensar:

—Si querís hacer algo, hacelo.
Porque si me lo pensás mucho… voy a hacerlo yo.

Le tembló apenas la mandíbula. Me sostuvo la mirada.

—No deberíamos.

—Tampoco deberíamos haber cruzado.
Y acá estamos.

Me tomó la cara con ambas manos. Me besó. Fuerte. No fue suave ni tímido. Fue con todo. Con rabia, con necesidad, con algo que venía creciendo desde antes de que nos entregaran el dinero.

Me acostó en la cama como si se le fuera la vida. Me sacó la camiseta con torpeza. Me besó los pechos con el mismo respeto con el que se reza cuando se tiene miedo.

Yo me subí encima. Le desabroché el pantalón. Le dije al oído:

—Me la vas a meter sin preguntar, ¿cierto?

—Sí.

—Perfecto —le dije—. Porque ya no quiero pensar.

Me la metió con fuerza, con los ojos cerrados y la boca apretada, como si acabara de cruzar la única frontera que de verdad le importaba.

Yo me movía encima suyo con las piernas abiertas, el cuerpo ardiendo y las manos apretadas contra su pecho. No era romanticismo. Era otra cosa. Una mezcla de desahogo, culpa, furia y ganas de vivir.

Me corrí fuerte. Más de una vez.
Y cada vez que él me decía mi nombre entre susurros, yo apretaba los ojos y me imaginaba que lo que sentía no era pecado.

No sé cuánto rato estuvimos así, sudados, jadeando, con mi sexo aún palpitando y su cuerpo temblando bajo el mío. Pero no se movió. No se levantó. No se apartó.

Y no se le bajó tampoco.

—¿Querés más? —me preguntó, con la voz hecha un susurro seco.

No respondí. Solo me giré y me puse en cuatro. No hubo conversación. Solo instinto.

Me agarró de las caderas con fuerza, como si me reclamara algo. Me metió la verga de nuevo, más hondo, más salvaje, como si ahora no buscara placer, sino castigo.

Los golpes eran secos. Directos. Sin ritmo romántico. Me embestía como si estuviera descargando todo el miedo, toda la rabia, toda la espera.
Y yo gemía. Sin filtro. Sin culpa.

—¿Así te gusta? —me dijo entre dientes, mientras me jalaba el cabello con una mano.

—Así —respondí, jadeando—. Sin pensar.

Me escupió la espalda. Me apretó el cuello. Me mordió la oreja mientras me seguía dando con fuerza, con una brutalidad que en otra vida me habría asustado. Pero ahí, en esa cama prestada, con la frontera atrás y el pecado entre las piernas, todo me parecía correcto.

Mi cuerpo le pedía más y él no sabía cómo detenerse.

Me la sacó un momento, me hizo dar la vuelta y me la metió en la boca, sucia, tibia, cubierta de mí.

—Tragátela —me dijo, sin suavidad.

Lo hice. Con los ojos abiertos. Con las lágrimas corriéndome de puro asco, de puro gusto, de pura entrega.

Y justo cuando pensaba que se venía otra vez, me puso contra la pared y me la volvió a meter.

No me dejaba caer. No me dejaba descansar y yo no quería hacerlo.

Me corrí otra vez, con la boca abierta y los ojos clavados en un punto fijo del techo, como si al mirar hacia otro lado pudiera olvidar que estaba quebrando todo lo que había jurado guardar.

Pero no me importaba. Esa noche no era de promesas. Era de cuerpo.

Desperté envuelta en una sábana que no era mía.

La luz entraba tibia por la ventana sin vidrio. Afuera se escuchaban autos, voces lejanas, perros ladrando. Todo sonaba normal. Como si la noche anterior no hubiera pasado.

Él estaba de pie, sin polera, con una taza de café en la mano. Miraba por la ventana como si buscara algo en el horizonte. Como si necesitara recordar por qué estábamos ahí.

Me incorporé despacio. El cuerpo me dolía en zonas específicas. Zonas que él había recorrido sin pudor.

Me senté al borde de la cama. No dijimos nada por un momento.

Me acerqué y apoyé la cabeza en su espalda. Él dejó la taza en la mesa y se dio vuelta. Me abrazó por la cintura, con una ternura que no se parecía en nada a lo de anoche.

—¿Dormiste algo? —le pregunté.

—Un poco —dijo—. Pero cada vez que cerraba los ojos… te volvía a tener encima.

Sonreí apenas, sin fuerza.

—¿Y eso es bueno o malo?

—Es trampa —dijo, sin mirarme—. Porque yo nunca te vi como mujer. Hasta ahora.

Nos quedamos callados.

Me subí a su regazo con lentitud. No hubo apuro. No hubo ansiedad. Solo un gesto casi inevitable. Nos miramos de cerca, sin morbo.

Lo besé lento. Él me sostuvo la cintura.
Me acomodé sobre él, y sin decir nada, me la metí de nuevo.

Esta vez no fue brutal. No fue sudor ni saliva. Fue otra cosa. Un ritmo suave, profundo, melancólico, como si nuestros cuerpos supieran que era la última vez. Como si estuviéramos grabándonos en la piel.

Me corrí sin gemir. Con los ojos cerrados y la frente contra su cuello. Él también. Tembló apenas. Me abrazó más fuerte.

Me acosté a su lado. La cabeza en su pecho. Escuché su corazón. Ese corazón que no me pertenecía.

Antes de que se levantara le pregunté:

—¿Le vas a contar?

Tardó en responder. No porque no supiera qué decir, sino porque sabía exactamente lo que quería decir.

—No ¿Y tú?

— Yo tampoco.

Pero jamás me lo voy a perdonar.



Comentarios

  1. Un relato intenso e interesante un hecho que sucede con frecuencia en situaciones parecidas

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