Las amigas de mi hija me miraban distinto


Siempre fui hombre de pocas palabras y manos curtidas. Albañil de los buenos, de esos que te levantan una casa en silencio. Pero en el fondo, también fui algo que no supe cómo ser: papá. Y solo. Con todo lo que eso duele y no se dice.

Mi hija, ya universitaria, traía amigas a estudiar. Se instalaban en la mesa del comedor, pero más que leer, me espiaban. Me miraban trabajar desde la ventana como si yo fuera parte del paisaje o del deseo.

Un día, mientras mi hija no estaba, una de ellas (La de ojos claros) me preguntó si los hombres como yo sabían abrazar sin romper. Me lo dijo con voz dulce, pero los ojos no mentían. La otra (La del lunar en el labio) se rió, con esa risa que tiene más de insinuación que de broma.

No dije nada. Limpié el serrucho con calma. Pero cuando levanté la vista, la vi mirándome como si ya me hubiera desnudado mil veces en su cabeza. Y ahí supe que el problema no era que me miraran. Era que yo empezaba a mirar también.

El problema es que eran las amigas de mi hija, por lo tanto, era mejor buscar por otras partes.

Después de años sin tocar a nadie me animé a salir con una mujer que conocí en la feria. No era gran cosa, pero se reía de mis chistes malos y me gustaba cómo me agarraba del brazo, como si valiera la pena.

La cita iba bien. Íbamos por la segunda botella en un barcito oscuro cuando sonó mi teléfono. Era una de las amigas de mi hija, con tono ligero, casi burlón: “Señor, su hija está muy borracha… no despierta… venga porfa.”

Me paré de golpe. Ni siquiera le expliqué nada a la mujer que tenía al frente. Tomé el primer taxi que pasó y me fui con el estómago apretado. Entre el miedo y la rabia. Más por la rabia, si soy sincero.

Cuando abrí la puerta mi hija estaba tirada en el sofá, con un hilito de baba y la cara roja. Y sus dos amigas riéndose. Ni una pizca de culpa. Solo carcajadas. Como si yo no hubiese dejado algo importante a medias.

Mi hija subió sola las escaleras. Apenas tambaleaba pero no necesitó ayuda. Ni se despidió. Ni me miró. Cerró la puerta de su cuarto como si yo no hubiese cruzado la ciudad entera para venir a cuidarla.

Me quedé en el living, de pie, con las manos apretadas y el enojo todavía caliente. Las dos amigas permanecían sentadas en el sofá. Ninguna parecía preocupada. Solo se reían bajito, como si todo esto fuera una travesura inofensiva.

—¿Para esto era la urgencia? —pregunté, sin disimular la molestia.

La de los ojos claros me miró con una sonrisa torcida. La del lunar en la boca bajó la vista por un segundo, pero no dijo nada. Luego se encogió de hombros.

—Pensamos que estaba peor —dijo una.

—Solo queríamos asegurarnos —agregó la otra.

—Me dejaron en medio de una cita —solté—. Me tuve que ir corriendo. Y mi hija sube caminando como si nada. ¿Y ustedes? Riendo.

Ambas se miraron, y algo en sus ojos cambió. Ya no era burla. Era otra cosa.

La del lunar en la boca se levantó despacio. Dio un paso hacia mí, tocándose el cabello.

—No quisimos molestar… —dijo, con voz suave—. ¿Hay algo que podamos hacer para arreglarlo?

Y entonces supe que la noche recién empezaba.

La del lunar en la boca sacó una botella de su mochila como si lo hubiera tenido planeado desde el principio. Se la ofreció con una sonrisa y un guiño. Dijo que servía para pasar el mal rato. Mi hija dormía como un tronco, completamente ajena a todo. Y ellas se reían más fuerte con cada trago.

Se movían en el sofá como si fuera su casa, y entre risas y acomodos, una de ellas —o las dos— me pasaban a llevar las piernas con las suyas. Decían que me veían tenso, que me relajara. Que mi hija estaba bien, que no era para tanto. Y yo, ahí, con la mandíbula apretada y el orgullo herido, sin poder dejar de mirar la boca de la del lunar.

Esa boca tenía algo. Un brillo, una forma, una manera de moverse que me hacía pensar en cosas que no debía. Me imaginaba todo lo que podía hacer con ella y, al mismo tiempo, me sentía mal. No por ellas. Sino por mí. Porque eran jóvenes. Porque eran las amigas de mi hija. Porque yo ya no debería sentirme así y sin embargo, ahí estaba.

Entonces la de los ojos claros me miró más seria, más directa, y se acercó un poco más. Su voz ya no tenía juego, tenía intención.

—Dinos de verdad —me dijo—, ¿qué podemos hacer para compensarte por la cita que te arruinamos?

Y en ese momento supe que el problema no era lo que había pasado. Sino lo que estaba por pasar.

La de ojos claros fue la primera en moverse. Sin pedir permiso, se dejó caer en mis piernas como si fueran parte del sillón. Dijo que no había espacio, que ya estábamos en confianza. Yo no supe cómo reaccionar. Solo atiné a reírme nervioso mientras sentía el calor de sus muslos atravesando mi ropa de trabajo.

La otra —la del lunar— alzó las cejas, divertida. “¿Te incomoda?” preguntó, como si la escena fuera un juego. Yo negué con la cabeza, aunque por dentro el corazón me golpeaba fuerte. Tenía a una muchacha preciosa encima y otra mirándome como si supiera todo lo que yo estaba imaginando con esa boca y ese lunar.

La de ojos claros sacó un pañuelo de su bolso, de esos que se usan como accesorio. Sin aviso, se giró sobre mis piernas, me tomó la cabeza y me tapó los ojos con él. “Vamos a jugar algo”, dijo. “Pero tienes que confiar.”

Y su voz sonaba distinta. Más lenta. Más cercana a la piel.

Sentí la tela apretarse detrás de mi nuca y luego sus dedos rozándome el cuello. “Cierra la boca”, dijo la otra, “o se te van a escapar los pensamientos.” Las risas bajaron el volumen, pero el aire se llenó de electricidad. Yo, en completa oscuridad, solo podía olerlas. Oírlas. Sentirlas. Y esperar lo que viniera.

Ella se sentó sobre mí con un movimiento lento, estudiado, como si supiera exactamente qué estaba haciendo. Sus caderas se acomodaron con naturalidad y sus ojos, grandes y brillantes, me miraban como si quisieran abrir una puerta que yo había mantenido cerrada por años.

La del lunar se inclinó con la boca entreabierta, buscando algo entre mi ropa con una mezcla de picardía y devoción. Sentí su respiración tan cerca, tan cálida, que tuve que contener un suspiro. Su mano encontró lo que buscaba, y su rostro lo confirmó con una sonrisa apenas disimulada antes de comenzar a deslizar lentamente su lengua.

No dije nada. Solo cerré los ojos mientras sus labios descendían. El mundo se volvió más blando. Más lento. Más líquido. Ella se movía con precisión, como si me conociera desde siempre. Cada gesto suyo era una confesión sin palabras. Cada roce, un atrevimiento sin perdón.

La de ojos claros me miraba desde arriba. Me tomaba la cara con ambas manos y me besaba como si fuera suyo desde antes, como si me conociera en otra vida. Su boca se entreabría, húmeda, mientras abajo el tiempo se detenía y el placer me alcanzaba con una marea que no pedía permiso.

Ella no dejaba de mirarme. La de ojos claros. Sentada sobre mí como si fuera su lugar natural. Jugaba con el ritmo de sus caderas, pero sin apurar nada. Como si cada pequeño movimiento fuera parte de algo más grande. Yo tenía la boca entreabierta. Los ojos perdidos. El cuerpo encendido. Y allá abajo, la del lunar obraba en silencio, con una dedicación que me dejaba al borde del delirio.

—¿Quieres saber un secreto? —me susurró la de ojos claros, cerca del oído. No esperó respuesta. Se inclinó un poco más, haciéndome sentir el peso de su cuerpo y el calor de su respiración—. Desde la primera vez que te vi, supe que me ibas a gustar. Y no solo a mí, también a ella. Siempre hablábamos de ti cuando mi amiga no estaba. Te observábamos. Comparábamos teorías.

Mi cuerpo era fuego, pero no por lo que pasaba abajo, sino por lo que me decía. La forma en que lo decía mientras su amiga la chupaba cada vez con más devoción. Como si confesara una travesura. Como si le diera placer revelarme cada parte del plan. 

—Nos apostamos quién sería la primera en besarte —siguió—. Pero decidimos que no iba a ser una competencia. Queríamos compartirte. Nos parecía justo. Demasiado bueno para una sola.

Yo no podía hablar. Solo mirarla. Sentía el calor subiendo por mi espalda, mezclado con el pulso que ya no era mío. La de ojos claros bajó la mirada a mis labios. Me acarició el pecho. Su amiga seguía abajo, sin pausa, sin palabra, como si supiera que el tiempo se había detenido ahí mismo. Entonces ella sonrió, como si todo esto fuera solo el comienzo. Como si recién me estuvieran abriendo la puerta al abismo.

No sé en qué momento dejé de ser espectador. Algo dentro de mí hizo clic. Me senté más recto, afirmé a la de ojos claros de la cintura y la miré fijo. Ya no era ella la que guiaba. Ahora era yo. Ella pareció notarlo, porque suspiró como si estuviera esperando justo eso. Tomé su rostro y la besé, pero no despacio. Con hambre. Con decisión. Ella tembló sobre mí. Y mientras tanto, la del lunar me besaba el cuello por el otro lado, sin soltarme, mientras decidía darles con todo aquello que estaban pidiendo a gritos con la mirada.

La de ojos claros se arqueó apenas cuando empecé a moverme. No hubo palabras. Solo ese sonido contenido que nace entre el pecho y la garganta cuando el cuerpo no se aguanta. Yo marcaba el ritmo y ella lo seguía con los ojos cerrados, mordiéndose el labio. La del lunar aprovechaba cada pausa para besarme. A veces en la boca, otras en el cuello. Tenía esa intensidad de quien no quiere quedar al margen, de quien necesita estar ahí, sintiendo también.

Era como si me hubieran esperado para esto. Como si el deseo de ambas hubiera estado contenido por tanto tiempo que ahora no cupiera en sus cuerpos. Yo me sentía otro. Con fuerza. Con ganas. Tomaba a una, besaba a la otra. Me dejaba besar, tocar, guiar. Pero cada vez volvía al centro. A ese vaivén entre los muslos de la de ojos claros que me miraba con los ojos brillosos, diciendo sin hablar que estaba al borde.

La del lunar me acariciaba el pecho con una mano y con la otra me tomaba del cuello para besarme profundo. Me sentía desbordado. No por ellas. Por mí. Por lo que me estaban despertando. Pensaba que no me pasaría nunca más algo así. Que esas cosas ya no eran para alguien como yo. Y sin embargo ahí estaba: con una en mis brazos, otra en mi boca y el tiempo suspendido entre suspiros que no sabía si venían de ellas o de mí.

La de ojos claros me montaba con un ritmo lento, como si estuviera escribiendo su nombre sobre mí. Yo la sostenía fuerte, pero no por deseo, sino por necesidad. Era la única forma de no perder la cabeza. Mientras tanto, la del lunar me besaba como si llevara semanas deseándolo en secreto. Tenía las manos suaves, pero atrevidas, y el aliento cargado de algo que no era solo vino.

En un momento, la de ojos claros se detuvo, apoyó la frente contra la mía, y con una sonrisa temblorosa, bajó lentamente. Le dio paso a la otra, casi como si se entendieran con una mirada. La del lunar se acomodó sobre mí con la seguridad de quien sabe lo que hace. Se movía distinto, más feroz, más visceral, como si su cuerpo no pidiera permiso a su mente.

Yo no sabía a cuál mirar. Las dos me tenían atrapado entre sus gestos, sus jadeos, su piel. Una estaba detrás de mí, acariciándome la espalda, diciéndome cosas al oído. La otra me marcaba con cada movimiento, como si quisiera dejar su recuerdo impreso en mi cuerpo para siempre. Me dejé ir, pero sin caer. Aguantando. Resistiendo.

Estaba en medio de algo que ni en mis mejores sueños de hombre de cemento me habría atrevido a imaginar. Dos mujeres jóvenes, hermosas, entregadas, buscándome como si yo fuera el premio. Y yo ahí, sudado, cansado, con los músculos duros del trabajo y otro músculo aún más duro por lo que estaba pasando. Todo listo para el final. Pero no quería que se acabara.

Las vi inclinarse al mismo tiempo. Sus bocas se rozaron apenas, pero bastó para que el aire se pusiera más espeso. Se miraron como si ya lo hubieran hablado antes, como si esto fuera parte de un plan que solo yo desconocía. Y entonces lo hicieron. Me rodearon con sus labios, con sus lenguas, con esa sincronía que no se ensaya: se siente.

Cerré los ojos. No quería ver, quería sentir. Sus respiraciones se mezclaban, sus murmullos eran apenas sonidos, pero me atravesaban como cuchillos calientes. Una me rozaba, la otra me probaba. Y yo ahí, entregado, sin poder pensar en nada más que en ellas, en ese momento, en esa locura que se sentía demasiado real para ser un sueño.

No sabía quién hacía qué. Solo sabía que el cuerpo me temblaba, que no podía más. Las oía reír, respirar, gemir bajito. Y cuando llegó el final, cuando me quebré por dentro, fue con la boca abierta, el corazón apretado y una gratitud animal que nunca había sentido.

Me dejé caer hacia atrás, sudado, vencido, rendido. Ellas se limpiaron los labios con una sonrisa cómplice y se tiraron a mi lado, una a cada costado. Y yo, con la respiración agitada y la piel aún encendida, supe que esa noche no se me iba a olvidar nunca.













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