Las amigas de mi hija me miraban distinto

Un claro en la nieve



No pensé que iba a terminar enterrando personas en la nieve. Tampoco pensé que iba a entender el frío. El frío de verdad. Ese que se mete en la espalda como un recuerdo malo y no se va. Cuando salí de mi país natal creía que podía abrirme camino como fuera. Y en cierta forma, lo hice. Lo que pasa es que el camino no era recto. Ni limpio.

En España trabajé de lo que aparecía: descargando cajas, limpiando baños en hostales que cobraban cinco veces lo que valían, vendiendo hamburguesas en ferias donde nadie quería hablar con uno. Me echaron de todos lados. Me cansé de que me miraran como si ya hubiese hecho algo malo antes de abrir la boca. Así que me fui a buscar suerte en otro lado. Porque si uno va cayendo, al menos que sea hacia adelante.

Terminé en Polonia por un error. Me subí a un bus equivocado y no tenía cómo volver. Fue en un albergue lleno de latinos que conocí a Bruno, un colega de al otro lado del charco que decía tener un pituto cerca de la frontera. Él hablaba así, con palabras que solo se entienden después de compartir la misma sopa de sobre por tres días. Me dijo: “Hay trabajo. Raro, pero pagan. No hay que hablar. Solo cavar.”

Al principio pensé que exageraba. Pero no. Era eso. Cavar. Siempre al atardecer. Nunca hacíamos preguntas. Nos daban bolsas negras, pesadas, selladas con cinta plateada. Nos indicaban el punto exacto en el bosque, el tipo de pala, la profundidad, y a qué hora debíamos irnos. No era un campamento militar, ni tampoco parecía civil. No había banderas. Nadie usaba uniforme. Solo hombres silenciosos, con manos largas, siempre con guantes. Nunca les vi la cara.

La tierra allá es húmeda y se traga rápido las cosas. Al tercer día dejé de preguntarme qué había dentro de esas bolsas. No eran cuerpos. Lo sabría. Pero tampoco eran armas. No hacían ese ruido. A veces, cuando me quedaba solo un segundo más del que debía, escuchaba un zumbido sordo que no venía de ningún lado. Como si alguien susurrara en una lengua muy vieja, desde muy abajo.

No tengo pruebas. No firmé nada. Todo lo que me dieron fue un sobre con rublos cada viernes. Y una advertencia clara, sin amenazas: "Mientras más callado estés, más tiempo te quedás". Y yo me quedé. Porque el frío era más fácil de soportar que volver a fracasar en otro país. Porque el hambre, uno la conoce. Pero el silencio, el de verdad, ese que se instala cuando estás solo en un bosque lleno de tumbas falsas, ese te cambia.

Nunca conté esto. Hasta ahora. No por miedo, sino porque no sé qué significa.

Solo sé que a veces, cuando estoy por dormir, siento el mismo zumbido.

Y no hay moneda en el mundo que me compre el silencio otra vez.

Entonces la conocí a ella.

Se llamaba Liv. Tenía el cabello lacio, muy claro, como si hubiese sido tallada en hielo. No hablaba mucho, pero tampoco hacía falta. Nos cruzamos en un comedor improvisado al que llegábamos los que teníamos permisos especiales para ducharnos con agua caliente. Ella era voluntaria en un hospital de campaña. Eslava. Viuda. Su esposo —un soldado por accidente— había muerto en el frente de Bajmut. Ella se quedó a ayudar porque decía que no sabía hacer otra cosa más que cuidar.

Me enamoré en silencio. Como uno se enamora después de la guerra, o en medio de ella, que al final es lo mismo. No fue un flechazo. Fue una acumulación de momentos en los que ella me ofrecía sopa caliente sin mirarme a los ojos, o me corregía el acento cuando intentaba hablarle en inglés, o me prestaba una bufanda que olía distinto al resto de las cosas en ese lugar. Olía a casa.

Nunca le conté lo que hacía en el bosque. Solo le decía que ayudaba con la logística, con los enterramientos que nadie quería hacer. Creo que lo sabía. Pero no preguntaba. En ese lugar, preguntar era un acto de traición involuntaria.

Una noche, cuando las sirenas no sonaron y el viento soplaba más fuerte que los recuerdos, nos quedamos solos en el comedor. Me ofreció un cigarro. Yo no fumaba desde que salí de Medellín, pero lo acepté.

— ¿Extrañás tu país? —me preguntó en un inglés suave, casi dormido.

— A veces. Pero no sé si mi país me extrañe a mí.

Sonrió por primera vez. Sonrió con todo el cuerpo. Como si también le doliera el pasado. Como si el amor ya no fuera algo que se da, sino algo que se sobrevive.

Fue en la tercera semana de frío constante que empecé a pensar en pedirle una cita. No sabía cómo se hacían esas cosas allá. No sabía si en ese idioma existía siquiera la palabra cita, o si se decía de otra forma.

Sencillamente era hermosa. Rubia, sí. Pero no de esas rubias que uno se imagina cuando piensa en Europa. Ella era distinta. No parecía posar en ninguna parte. Caminaba rápido. Se recogía el pelo sin mirarse. Llevaba las manos heladas, siempre. Y si te ofrecía pan, no decía nada. Solo lo dejaba cerca tuyo, como si dejar algo fuese una forma de hablar.

Nos veíamos en el comedor. Ella llegaba tarde, cuando ya casi no quedaba sopa. Yo llegaba temprano, pero me quedaba más de la cuenta.

Una vez me senté frente a ella sin darme cuenta. O eso fingí. Ella asintió, como si diera permiso. Comimos en silencio. En la mesa de al lado un soldado del frente tosía sangre en una servilleta y nadie decía nada.

Fue entonces cuando supe que tenía que decir algo. Que si no hablaba ahora, no iba a hablar nunca.

—¿Tenés un día libre esta semana? —le pregunté en un inglés áspero, lento.

Ella levantó la vista por primera vez. Me miró sin sonreír. No parecía sorprendida.

—¿Por qué? —preguntó.

Dudé. Iba a decir que necesitaba ayuda con unas mantas, o que había que mover unas cajas. Pero lo dije sin rodeo:

—Quería invitarte a comer algo que no sea sopa.

Ella sonrió. Fue una sonrisa pequeña. Lo suficiente para que algo dentro de mí, algo que estaba dormido desde hace meses, hiciera un ruido.

—¿Dónde?

—No tengo idea.

Esa noche, por primera vez desde que enterraba cosas en silencio, dejé la pala. Me senté a pensar cómo se podía armar una cita en medio de la nieve, con un bolsillo lleno de rublos sucios y un corazón que no sabía si estaba permitido sentir.

Pero al día siguiente, ella pasó junto a mí. Me tocó el brazo y dijo, sin girarse:

—Si conseguís pan de verdad me anoto.

El rumor empezó en el comedor, como empiezan casi todos los rumores en los frentes donde la gente ya no cree en las noticias. Fue una frase corta, lanzada con la cuchara todavía tibia.

—Los franceses traen pan —dijo el enfermero moldavo, sin mirar a nadie.

Yo estaba dos sillas más allá. No pregunté. Pero escuché. Siempre escuchaba. En esos días uno no escucha por información. Escucha por necesidad. Por si hay algo que le devuelva al cuerpo la idea de que el mundo sigue siendo un lugar con horarios, con olores, con migas.

Al día siguiente me quedé cerca del galpón donde descargaban los camiones de Médicos Sin Fronteras. No tenía permiso para estar ahí, pero si uno carga una caja pesada y finge cara de apuro, nadie lo detiene. Vi llegar un convoy chico, tres vehículos. En uno de ellos, el que tenía las letras medio borradas, un voluntario rubio bajaba unas cajas largas, envueltas en manta térmica.

Me acerqué cuando quedó solo. No hablé en inglés. Hablé en esa mezcla de señas, ojos y urgencia que uno aprende cuando no puede pagar ni una palabra mal dicha.

Él abrió una caja. Olía a horno recién apagado. A levadura y a madera. Me regaló tres baguettes sin decir nada. Me hizo un gesto con los dedos, como quien dice: “comé esto antes de que alguien con poder lo huela.”

Caminé de vuelta con las baguettes escondidas dentro del abrigo, como si cargara un arma. Nadie me detuvo. Nadie se fijó. Todos estaban demasiado ocupados tratando de parecer que sabían lo que hacían.

Esa noche pensé en Liv. Pensé en que, por muy ridículo que sonara, había pan de verdad en mis manos. Pan sin etiqueta militar. Pan sin marca. Pan para ella.

No sabía aún cómo decirselo, pero el pan estaba primero. Después vendrían las palabras.

Conseguí el vino y el queso la noche siguiente. No fue un intercambio limpio.

Me dijeron que llevara una caja. Una que no tenía etiqueta. Ni número de serie, ni código QR, ni nada que uno pueda nombrar sin sentirse sucio. El tipo que me lo pidió hablaba polaco con un acento muy cerrado, pero las palabras importantes las decía en español, como si las hubiese ensayado para mí:

—Solo hay que dejarla. No mirar. No abrir. Nada más.

Me prometió algo bueno a cambio. No me dio detalles. Pero cuando uno está en ese lugar el lenguaje se encoge. Y uno entiende igual.

La caja pesaba como un niño dormido. La llevé en silencio hasta un túnel donde no había luz. Me esperaba otro hombre. Nadie me pidió credenciales. Nadie me agradeció. Me fui sin preguntar.

A la salida, el mismo polaco me esperaba. Me entregó una bolsa de papel, vieja, arrugada, como de panadería de otro siglo.

—Tinto de Odesa. De los que ya no se consiguen —dijo.

También venía un pedazo de queso duro, envuelto en tela. Un sabor fuerte, salado, con vetas oscuras como si hubiese estado guardado en una trinchera.

Lo acepté. No por hambre. Por Liv. Porque con eso ya tenía pan, vino y queso. Y porque si me arrepentía, el sabor de esa culpa ya no se iba a ir con jabón.

Caminé hasta el galpón donde guardaban los utensilios de cocina. Me robé dos platos de lata, dos cucharas sin mango y una vela a medio usar.

Esa noche escribí en un papel manchado:

“¿Querés comer conmigo? Conseguí cosas. No son muchas. Pero son de verdad.”

Se lo dejé a Liv bajo el abrigo que solía colgar en la entrada del hospital. No firmé. No hacía falta.

Después volví a mi rincón del depósito, abrí el vino y probé una gota. Me supo a sangre vieja. Pero también me supo a algo que podría llamarse casa.

Si decía que no, igual valía la pena.

Al atardecer, cuando ya casi no quedaba luz y el cielo tenía ese color entre gris y violeta que en el frente parece eterno, ella apareció.

No dijo nada al llegar. Se paró frente a mí, al lado de la mesa improvisada. Miró el pan, la botella, el queso sobre la tela doblada que hacía de mantel. Lo miró todo con la cabeza apenas inclinada, como quien evalúa una herida.

—¿Esto es para mí? —preguntó.

—Sí —le dije.

Bajó la mirada, y por un instante pensé que iba a llorar. Pero no lloró.

—Entonces vení —dijo.

Se dio vuelta sin esperar respuesta. Caminó hacia la parte de atrás del hospital. Yo dudé un segundo. Después la seguí.

Caminamos entre árboles negros como huesos quemados. No hablaba. El viento movía las ramas como si quisieran avisarnos algo, pero no entendíamos el idioma.

Ella llevaba paso firme. No miraba atrás. Yo solo escuchaba mis propias botas hundiéndose en la nieve. A veces creía oír otras pisadas más, más lejos, pero era solo el miedo recordándome que estaba vivo.

Después de diez minutos nos detuvimos en un claro. No había luz. No había luna. Solo ella, de pie frente a mí.

—Acá está bien —dijo.

Yo no entendía. Miré alrededor. No había mesa, ni sillas, ni nada. Solo nieve y silencio.

—¿Por qué acá? —pregunté.

Ella se sacó los guantes. Las manos estaban rojas, temblorosas, pero firmes.

—Porque acá no hay testigos —respondió.

Yo tragué saliva.

Ella se acercó y me tocó el cuello. Su mano estaba helada, pero no me moví.

—No confío en nadie. Pero trajiste pan —dijo.

Luego sonrió.

—Y el pan... el pan es sagrado.

Me besó como si eso fuera parte de un pacto. Como si después no hubiera nada más que guerra y olvido.

—¿Hace cuánto que no tocás a alguien? —preguntó Liv, con la mano aún sobre mi cuello.

—No sé. —mentí.

—Sí sabés.

Asentí. Me dolía decirlo en voz alta.

—Desde antes de llegar acá.

Ella bajó la mirada. Su respiración era más agitada ahora.

—Yo no tengo a nadie —dijo.

—Tampoco yo.

Se acercó más. Su abrigo tocó el mío. Sus labios apenas rozaban los míos, pero no me besaba. Me medía.

—¿Querés hacerlo acá? —me preguntó, como si dijera “¿Estás seguro?”.

—Quiero hacerlo con vos.

Sonrió apenas.

—No soy buena para esto.

—Tampoco yo.

Me besó, esta vez de verdad. Fuerte. Desesperada. Como si ese beso tuviera que tapar todos los ruidos de la guerra. Me apretó contra su cuerpo. Sentí sus muslos firmes bajo la tela gruesa del pantalón.

—Desabrochame —murmuró.

Le temblaban los dedos. A mí también. Pero igual lo hice.

Cuando metió la mano bajo mi ropa jadeó como si le doliera estar viva.

—¿Esto también es sagrado? —pregunté, entre dientes.

—No —dijo—.

—Esto es lo que queda cuando ya no hay pan.

Me besaba con fuerza, como si lo necesitara más que aire. Con los ojos cerrados y los dedos aferrados a mi chaqueta, como si eso le impidiera desaparecer.

De pronto se detuvo. Me miró. Tenía los labios húmedos y las mejillas encendidas por el frío.

—¿Puedo...? —dijo, bajando la voz— ¿Puedo chupártela?

La pregunta me desarmó.

No por lo que pedía, sino por cómo lo pedía. Como si fuese algo íntimo. Como si fuese ella la que necesitara hacerlo para sentirse viva.

No respondí al tiro. Estaba helado, confundido. Nunca nadie me había pedido eso así.

Ella lo notó. Me sostuvo la mirada.

—Quiero hacerlo —dijo—. Quiero que me dejes.

Y ahí entendí que no se trataba de poder, ni de lujuria. Era otra cosa. Un refugio.

—Sí —le dije, apenas en un susurro.

Ella se arrodilló sobre la nieve.

Lo hizo sin prisa, sin teatro. Como si fuera un acto de fe.

Me sostuvo por la cadera, bajó la ropa con cuidado y empezó a besarlo como si no hubiera más guerra, ni más noche, ni más vida que esa.

El frío desapareció por un momento.

Y en esa calma efímera, no pensé en la caja que había dejado en el túnel. No pensé en los rublos, ni en los muertos, ni en lo que vendría.

Solo pensé en ella.

Y en lo sagrado que puede ser, a veces, que alguien te mire desde abajo con los ojos cerrados.

Cuando terminó, no me moví al principio. Me quedé ahí, con las manos en su pelo, sintiendo su respiración todavía agitada contra mi vientre.

Me agaché, la tomé del rostro y la besé. La besé sin miedo, sin asco, sin pudor. La besé como si eso fuese lo más digno que podía hacer después de lo que ella me había dado.

Su boca estaba tibia, vulnerable. Se aferró a mi cuello, como si besarla fuera lo único que podía sostenerla en pie.

Le llevé los labios al oído, con la voz apenas.

—¿Qué más querés?

No respondió altiro. Tomó aire y dijo algo que no se me va a olvidar nunca.

—Quiero sentirme deseada.

Lo entendí todo. Sin explicaciones. Sin más palabras.

Le abrí el abrigo con cuidado. Desabotoné cada capa de ropa como si le estuviera desenterrando el cuerpo. La lana húmeda, el algodón helado, el olor a hospital y a noche sin dormir, todo eso cayó al suelo como una vieja piel.

Quedó desnuda en medio del claro. Y ni siquiera temblaba.

La miré un segundo, solo para que ella supiera que de verdad la estaba mirando. Que era hermosa incluso con la guerra escrita en la espalda.

Me arrodillé frente a ella.

Le abrí las piernas con las manos. Suave. Con respeto. Con hambre.

Y le devolví la gentileza. Primero con mi boca, luego con la lengua.

La toqué como si no tuviera apuro. Como si esa fuera la única misión esa noche. Como si nunca más fuera a tener otra oportunidad.

Ella arqueó la espalda, cerró los ojos, murmuró mi nombre como si lo estuviera diciendo por primera vez.

Y en ese momento, entre gemidos breves y una tormenta que no llegó a estallar, la guerra quedó lejos. Muy lejos.

Al menos por un rato.

Después de que la hice acabar con mi lengua, ella se quedó unos segundos en silencio. Respiraba entrecortado, con la cabeza apoyada en mi pecho y el cuerpo expuesto al frío, pero sin moverse.

Me miró. Con los ojos más claros que nunca, como si el orgasmo los hubiese vaciado.

—Haceme el amor —dijo—. Pero suave. Como si me amaras.

No respondí. Solo asentí. No sabía si la amaba. Probablemente no. Pero en ese momento, estaba dispuesto a hacer todo como si sí.

La recosté en la nieve, encima de mi abrigo, y entré en ella con la lentitud de quien entra en un lugar que no quiere romper. La sentí caliente, viva, temblorosa. Me aferró por la espalda, con los muslos y con los brazos. Me recibió como si me hubiese estado esperando desde antes del frente, desde otra vida.

—No pares —susurró.

Me movía despacio, sintiendo cada centímetro, cada espasmo.

—No me dejes acá —murmuró, sin abrir los ojos—. Llevame con vos.

Sus manos me apretaban más fuerte, como si quisiera esconderse dentro mío.

—Llevame a tu país. No importa a dónde. No quiero morirme acá.

—Shhh…

—No, no me digás que me calle. Prometémelo.

—Te lo prometo.

—¿Lo decís de verdad?

—Sí.

Me besó, con los labios rotos.

—Soy tuya. Desde hoy. Desde ahora. No me abandones.

Yo la abrazaba. Seguía dentro de ella. Seguía moviéndome con ternura, con un ritmo callado, como si con cada embestida le pidiera perdón por lo que no podía prometer.

—No soy buena. No sé hacer las cosas bien. Pero puedo aprender, si me llevás.

—Vamos a irnos.

—¿Sí?

—Sí.

—Decímelo otra vez.

—Vamos a irnos, Liv.

Cerró los ojos.

—Hacelo más lento… Quiero que este momento dure para siempre.

La abracé fuerte. Muy fuerte. Como si pudiera envolverla con el cuerpo. Como si el calor bastara. Como si no supiera, en el fondo, que esa promesa… tal vez no podría cumplirla.

Cuando acabé dentro de ella, fue como si el mundo se callara un momento. Todo.

Ella arqueó la espalda y gemió fuerte, con el alma, con la garganta rota. Como si ese placer no fuese solo físico, sino un alivio, una fuga. Un último grito antes de dejar de cargar tanto dolor.

Me quedé quieto dentro de ella, con el corazón latiendo en la boca.

Ella me abrazó muy fuerte, me acarició la nuca.

—Gracias —me dijo, jadeando.

Yo no supe qué contestar. Me dolió, por dentro. Como si esas gracias me quebraran.

Me apoyé en su frente, la miré a los ojos.

—Te amo —le dije.

Y lo dije sin dudar. Porque en ese momento lo sentía. Porque aunque no supiera qué era amar en medio de esa guerra, en ese bosque, con ese cuerpo, lo sentía igual.

—Voy a esperarte —susurró—. Y sí… sí me vas a llevar. ¿Verdad?

—Sí —le dije.

—¿De verdad?

—Te lo juro.

Ella sonrió. Una sonrisa distinta, luminosa. Como si le devolvieran la cara que había tenido antes de perderlo todo.

—Esta fue mi noche más feliz desde que pasó lo que pasó —dijo, tocándome la cara—. Desde que lo mataron. Desde que me quedé sola.

Cerró los ojos.

—Esto es como otra vida.

Yo la miré. Le creí.

La abracé desnudo, sintiendo su cuerpo contra el mío, sintiendo la nieve debajo, el frío apenas, el mundo lejos.

Y en ese instante, sí: estaba dispuesto a todo. A mover cielo y tierra, a cruzar fronteras, a trabajar en lo que fuera, a inventar un camino.

Aunque no supiera por dónde empezar.

Aunque el futuro fuera un bosque aún más oscuro que ese.







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