- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
Nunca fui fan de pasar las vacaciones en casa de mi tía. El calor siempre era una mentada de madre, las camas rechinaban con solo respirar y el ventilador parecía que más bien movía el polvo. Pero ese año, no sé si fue el aire salado, el sudor pegado en la piel o el olor a bloqueador barato, algo me dijo que esta vez no iba a ser como antes.
Y es que estaba él. Mi primo.
Hacía años que no lo veía. En mi cabeza seguía siendo ese escuincle flaco, lleno de granitos, con voz de ardilla y camisetas de Dragon Ball. Pero cuando abrió la reja y me saludó como si nada, supe que el cabrón había crecido y bien.
Estaba bronceado, más alto, más ancho de espalda. Tenía esa onda callada que no es de tímido, sino de cabrón que sabe que se ve bien. Me ayudó con las maletas sin decir mucho, pero me escaneó de pies a cabeza, como quien reconoce algo que ya no es suyo, pero le sigue gustando.
—Te ves distinta, prima —dijo sin despegar los ojos de mis piernas—. Más… no sé, crecida.
—Tú también. Como que ya no pareces virgen —le solté, con esa voz de broma que uso cuando quiero probar el terreno.
Y él solo sonrió, como si supiera perfectamente de qué hablábamos sin decirlo.
Ese primer día todo fue normal. O al menos eso quise creer. La tía nos recibió como siempre, con pescado empanizado, arroz medio reseco y una agüita de horchata que sabía más a canela que a otra cosa. Comimos viendo la tele, como si fuéramos una familia feliz y funcional. Pero por debajo de la mesa, sus rodillas rozaban las mías. Ligerito, como quien no quiere, pero sabiendo lo que hace.
Más tarde me fui a bañar. El agua salía tibia, con poca presión, pero suficiente para quitarme el sudor del viaje. Salí envuelta en una toalla vieja, me puse una blusita holgada y un short desgastado, sin sostén, sin calzón. No por provocativa. Por calor. O eso me dije.
Pasé por el pasillo y lo vi salir del baño. Estaba sin playera, con una toalla en la cintura, el cabello goteando. Tenía el cuerpo marcado, pero no de gimnasio, sino de andar cargando cosas y metiéndose al mar sin miedo. Nos cruzamos los ojos apenas un segundo, pero ese segundo me revolvió algo adentro.
—¿Qué? ¿Te espantaste? —le dije, bajando la mirada solo para molestarlo.
—Nada. Nomás pensé que ibas a traer más ropa —respondió con ese tonito que ya no usas con primos.
Esa noche dormimos en cuartos separados, pero compartíamos baño. Cuando me fui a lavar los dientes, dejé la puerta entornada. Lo escuché entrar, quedarse un momento en silencio y luego seguir su camino sin decir nada. No sé si me vio en calzones. No sé si lo hice a propósito.
El día siguiente fue peor. Me puse el bikini celeste, ese que me aprieta de más en las caderas pero me hace sentir perra. Encima me amarré un pareo suelto, apenas para disimular. Bajé como si nada, con la toalla al hombro, y ahí estaba él: en la silla del patio, con un short negro, los lentes puestos, tomando algo frío.
—Ya te tardaste —me dijo, sin quitarse los lentes—. Ya casi me acabo el sol.
—No te hace falta más. Ya estás más quemado que el arroz de la tía —le respondí, y me senté a su lado, dejando que el pareo se corriera un poco más de la cuenta.
El resto del día fue una coreografía involuntaria. Juegos tontos, comentarios disfrazados, miradas que duraban un poco más de lo normal. En cada movimiento, en cada risa forzada, había algo que se colaba por debajo. Algo que ni él ni yo queríamos nombrar… pero ya estaba ahí.
Después de comer, la tía se fue a dormir su siesta. La casa quedó en silencio, caliente, con ese aire espeso que da después del mediodía. Nos quedamos viendo una película en la sala. Algo gringo, sin chiste, con actores guapos y escenas de cama que no emocionan a nadie. Me senté a su lado, dejando espacio. Pero poco a poco, sin darnos cuenta, estábamos hombro con hombro. Y su mano en mi muslo.
No dije nada. Solo me acomodé.
Cuando en la pantalla empezaron a gemir, él me apretó un poquito más. No con fuerza. Con decisión.
—No seas pendejo —le susurré, sin moverme.
—Tú empezaste —contestó igual de bajito—. Con ese bikini. Con esa carita.
Nos vimos. Y ahí supe que si se acercaba un centímetro más yo no iba a detenerlo.
Desde el momento en que me senté junto a él en el sillón, supe que esa película era lo de menos. El aire caliente, la casa en silencio, la tía roncando en la pieza del fondo, todo parecía ponerse de acuerdo para empujarnos hacia eso que ninguno de los dos quería nombrar, pero ya estábamos sintiendo desde hacía días. Mi piel sudaba debajo del pareo suelto, y el bikini se me pegaba como una segunda piel que ya estorbaba más de lo que cubría. Su brazo rozaba el mío, y aunque no hacía nada todavía, lo sentía más cerca de lo debido.
Cuando me tocó el muslo no fue con nerviosismo. Fue con una calma peligrosa. Como si supiera exactamente hasta dónde quería llegar. Me apretó apenas, como tanteando si me iba a hacer para atrás, pero no lo hice. Al contrario, me acomodé un poco más cerca y dejé que su mano siguiera ahí, acariciándome con los dedos tibios, como si ese fuera su lugar natural. Me volteé a mirarlo sin decir palabra, y lo encontré ya con la respiración un poco agitada, mordiéndose el labio como si estuviera reprimiendo algo que ya se le estaba saliendo del cuerpo.
Entonces lo besé.
No fue un beso lento ni tierno. Fue uno de esos besos con historia contenida, con lascivia acumulada, con la rabia de no haberlo hecho antes. Abrí la boca sin pudor, le lamí los labios, le metí la lengua como si supiera que iba a gustarle. Y claro que le gustó. Me tomó de la cintura con las dos manos, con fuerza, y me jaló encima de él. Me acomodé sobre sus piernas, sintiendo el bulto crecer bajo mis muslos, duro y caliente, como si me pidiera entrar aunque nadie se atreviera a decirlo.
Me moví lento, frotándome contra él, dejando que el pareo se abriera sin culpa, que mis caderas dijeran lo que la boca no podía. Sentía su erección vibrar bajo la tela del short, y el roce del bikini contra mi humedad ya era insoportable. Bajé la mano entre nosotros, sin mirarlo, y lo saqué. Así, sin más. Lo tuve en mi mano unos segundos, palpitando, grueso, tenso como si supiera que estaba a punto de cruzar una línea que no tendría vuelta.
Y justo cuando me iba a sentar sobre él, cuando ya tenía la punta rozándome la entrada, escuchamos los pasos.
La voz de la tía se coló por el pasillo como una cubetada de agua fría, pero no lo suficiente como para matarme las ganas.
—¿Siguen despiertos?
Nos quedamos inmóviles. Yo encima de él, con las piernas abiertas, el corazón reventándome en el pecho y las mejillas ardiendo. Alcanzó a subirse el short como pudo, sin meterla, solo cubriéndola. Yo me bajé con el pareo todo arrugado, sentándome a un lado, con el pulso en la garganta y la humedad escurriéndome por los muslos.
La tía entró a la sala con su cara de siempre, como si no sospechara nada. Nos miró a los dos, tomó un vaso, se sirvió agua y habló con esa tranquilidad que solo tienen las tías que creen que controlan todo.
—Está haciendo un calor de los mil demonios. ¿Por qué no se meten un rato a la alberca? Aprovechen antes de que se vaya la luz.
Asentí sin voz. Él también. Y mientras ella regresaba a su cuarto, nos cruzamos la mirada. Yo seguía caliente, él seguía duro. Sabíamos que lo que acababa de pasar no era lo más fuerte. Era apenas el principio.
No habíamos dicho una sola palabra desde que la tía nos interrumpió. Pero el silencio no era incómodo, era denso. Cargado. Como si nuestras pieles todavía estuvieran hablando por debajo de la ropa. Él se quedó sentado en el sillón, con la mano todavía sobre el short, intentando disimular la erección que no se le bajaba, y yo me fui directo al cuarto con el pulso en el cuello y el sabor de su cuerpo imaginado entre los labios.
No habían pasado ni cinco minutos cuando escuché cómo se abría la puerta del frente y la voz de la tía anunciando que saldría un ratito a casa de la vecina. Su tono era ligero, como si no hubiera interrumpido nada, como si lo que estaba a punto de pasar no estuviera escrito ya desde el primer día.
Esperé a escuchar el portón cerrarse. Caminé por el pasillo con pasos lentos, sin hablar, y al cruzar la esquina lo vi. Seguía en el sillón, con el short aún abultado, la respiración desordenada. No me dijo nada. Solo me miró con esos ojos que ya no me veían como su prima, sino como la mujer que lo tenía vuelto mierda.
Me acerqué, me arrodillé frente a él, y sin pedir permiso le bajé el short. Estaba tan duro como antes, tal vez más. Se lo tomé con las dos manos y lo lamí lento, como si le quitara el calor de a poco. Él soltó un gemido contenido, me agarró del cabello y se recostó hacia atrás, dejándose hacer. Se lo metí hasta la garganta, despacio, girando la lengua, subiendo y bajando con esa mezcla de ternura y hambre que solo se usa cuando una sabe que lo que está haciendo está mal, pero también está delicioso.
Sentía cómo le temblaban las piernas, cómo su cuerpo se rendía con cada movimiento. Le apreté los muslos, me lo metí todo, lo escupí un poco, lo volví a meter. Estaba justo por correrme yo también de lo mojada que estaba… cuando otra vez nos interrumpieron.
Esta vez fue solo un ruido. Un golpe leve, como un traste mal acomodado en la cocina. Me detuve de golpe, con su verga todavía brillando entre mis labios. Él se incorporó, alarmado, y me hizo señas para que me escondiera. Nos quedamos quietos un momento, escuchando. Nada. Solo el silencio otra vez.
—Ya se fue —dijo al fin, como si necesitara convencerme a mí o a sí mismo.
Me levanté, limpiándome la boca con la palma. Él se subió el short, pero ya no había vuelta atrás. Se acercó, me tomó de la muñeca y me dijo casi al oído:
—Ahorita. A la alberca. No me aguanto más.
No discutí. Salimos por la puerta del patio, cruzamos el pasillo de cemento caliente y nos metimos al agua sin quitarnos nada. El sol ya caía, pero el calor seguía pegado a la piel. Me sumergí hasta los hombros, con el corazón golpeándome el pecho. Él entró detrás, se acercó lento y me tomó de la cintura bajo el agua.
Su boca se pegó a la mía sin aviso. Me besó con rabia, con ansias, con esa necesidad contenida de días enteros. Me empujó contra la pared de la alberca, me levantó con facilidad y me acomodó sobre su cuerpo. Bajó mis bikini con una mano mientras con la otra me abría. Me hundió sobre su verga sin miramientos, entrando lento pero firme, con la punta marcando el camino exacto entre mis piernas.
Me gemí en su boca y ahí lo supe; esa era la mejor cogida de mi vida.
Me movía dentro del agua, con las piernas enredadas a su cintura, sintiendo cómo cada embestida me rompía por dentro. Me agarraba del cuello, me decía que estaba loca, que estaba buenísima, que no quería parar nunca. Yo no podía contestar. Solo cerraba los ojos, me aferraba a sus hombros y me dejaba llevar.
El agua se movía con nosotros, salpicando, chocando contra los bordes. Mis gemidos eran ahogados, pero reales. Me mordió el hombro. Le arañé la espalda. Le dije que no parara, que me la metiera más, más, más. Me vine primero. Fuerte. Con las piernas temblando, la cabeza contra su pecho y el corazón en otra parte.
Él siguió. Se vino segundos después, jadeando en mi oído, apretándome tan fuerte que creí que me iba a desmayar.
Nos quedamos ahí, flotando, envueltos en calor y cloro. Callados. Deshechos.
Y, por primera vez, satisfechos de verdad.
Después de cogerlo en el agua como si el mundo se fuera a acabar, salí de la alberca con las piernas temblando y el bikini flotando entre los muslos. Me envolví en la toalla sin apuro, todavía con su semen mezclado con el cloro, con los labios hinchados y el cuerpo vibrando como si algo en mí se hubiera reiniciado.
Él salió detrás de mí, con el short chorreando y el pecho brilloso por el sol que ya se apagaba. Me miraba como si no pudiera creer que eso acababa de pasar. O como si ya estuviera pensando en repetirlo.
Nos metimos a la casa sin cruzar palabra. Caminamos directo al cuarto del fondo, el que usaba la tía como bodega, y él cerró la puerta sin preguntarme nada. Se me acercó, todavía mojado, me besó con más desesperación que ternura, y mientras me empujaba hacia la cama me susurró:
—Ahora quiero hacerlo bien. En la cama. Como se debe.
Me reí. No por burla. Por la ternura de su idea de “hacerlo bien”.
—¿Y quién dice que lo de hace rato estuvo mal? —le contesté, con la voz ronca y la mirada incendiada.
Me empujó otra vez, con más hambre que delicadeza. Me besaba el cuello, me mordía los hombros, me bajó la toalla sin dejar de tocarme. Su verga ya volvía a endurecerse entre nosotros, frotándose contra mi abdomen mientras sus manos recorrían mis caderas como si me quisiera memorizar.
—Ven, súbete —me dijo, apuntando a la cama.
—No —respondí, deteniéndolo con una mano en el pecho—. Aquí mismo. No quiero sábanas. No quiero almohadas. Quiero que me cojas de pie, con los pantalones bajados, como si no te diera tiempo de pensar.
Sus ojos se clavaron en los míos con esa mezcla de sorpresa y deseo que siempre busco provocar. Me giré de espaldas, me apoyé en la cómoda y me bajé el bikini mojado hasta las rodillas. Él entendió al instante. Se bajó el short, me abrió con los dedos y me la metió de un solo golpe, profundo, con ese gemido bajo que ya le conocía.
La habitación era pequeña, mal ventilada y con olor a humedad, pero en ese momento no había lugar más perfecto. Me sujetó por la cintura y empezó a moverse, golpeándome con fuerza, con ritmo, con todo el fuego que le quedaba. Yo me aferré al borde del mueble, con las piernas abiertas y el culo expuesto, sintiendo cómo cada embestida me abría más, me dejaba sin aire, me hacía rogar por otra.
—Así, cabrón… así, no pares… —le decía entre jadeos.
Me agarró del pelo, me obligó a arquearme más, y me susurró al oído que estaba a punto de venirse otra vez. Yo ya estaba temblando. Sentía el líquido bajar por mis muslos, sentía el corazón en la boca, sentía que si me seguía cogiendo así no iba a poder volver a mirarlo sin mojarme.
Nos vinimos casi juntos. Yo primero, otra vez, con un gemido tan fuerte que tuve que morderme la mano. Él después, enterrándosela entera, descargando dentro de mí sin pensar en nada, sin decir palabra.
Nos quedamos ahí unos segundos, respirando como si hubiéramos corrido una maratón. Él me abrazó por detrás, con la frente apoyada en mi espalda, todavía latiendo por dentro de mí.
Y fue entonces cuando le solté, entre risas y jadeos:
—Ya puedes decir que te cogiste a tu prima. Y que fue ella la que no te dejó llevarla a la cama.
Tras decir aquello me fui inmediatamente al baño.
- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
Comentarios
Super excitante 🔥
ResponderEliminarWoaooooo que rica historia se me puso bien dura
ResponderEliminarIncesto Delicioso 😋🤤
ResponderEliminarJose García
ResponderEliminarExcelente y excitante relato
ResponderEliminarNo manches estubo sensacional tu relato te felicito
ResponderEliminarMUY BUEN RELATO,ESOS ENCUENTROS CON LAS PRIMAS,SON INOLVIDABLES,LO HICIMOS DURANTE CINCO AÑOS HASTA QUE NOS CASAMOS CON MI NOV
ResponderEliminarQue rikisisima narración ecxelente
ResponderEliminarSon de los relatos que dejan satisfecho por la gran historia aquí redacta
ResponderEliminar