Las amigas de mi hija me miraban distinto

El marido de mi madre


Nunca pensé que mi madre volvería a emparejarse después de tanto tiempo sola. Mucho menos imaginé que su nuevo hombre sería el fontanero. Así, literal. El tipo que le arreglaba las llaves terminó metiéndose en su cama, y unos meses después, en nuestra casa. Al principio me pareció una broma de mal gusto, una especie de cliché de revista para señoras aburridas. Pero cuando lo vi en persona, entendí por qué.

Era mayor, sí, pero se notaba que había envejecido con trabajo duro y no con comodidad. Tenía los brazos marcados, la piel quemada por el sol, esa barba que siempre parece estar entre el descuido y el atractivo. Usaba camisetas sin mangas, no porque quisiera llamar la atención, sino porque el calor lo justificaba. Aun así, cada vez que entraba a la cocina con esa ropa, yo sentía que sobraba en la escena.

Me miró distinto desde el primer día. No era la mirada de alguien que quisiera caerme bien o que buscara aprobación como nuevo miembro de la familia. Fue algo más crudo. Me miró como se mira a una mujer, sin filtros, sin cortesía. Yo traté de disimular, de convencerme de que lo había malinterpretado, pero lo sentí. Y lo peor fue que, muy en el fondo, me gustó.

Desde entonces, me costaba no observarlo. Notaba cómo caminaba, cómo se agachaba a revisar alguna fuga, cómo se limpiaba el sudor con el borde de la camiseta. Tenía un olor particular, mezcla de trabajo y jabón barato, que empezaba a quedarme grabado en la memoria. Cada día se me hacía más difícil no prestarle atención.

Una noche, lo escuché. Estaban en su habitación. La puerta no estaba del todo cerrada y los sonidos eran imposibles de ignorar. Mi madre gemía bajito, como si no quisiera despertar a nadie. Pero él no. Él gruñía. Golpeaba el colchón con el cuerpo como si lo hiciera todo con furia. Me acerqué, sin saber muy bien por qué, y desde la penumbra pude ver su espalda moviéndose con fuerza, marcada por el esfuerzo. No había ternura en lo que hacía, había deseo. Había algo que me dejó sin aliento.

Me quedé más de lo que debía. El corazón me latía con fuerza y las piernas me temblaban, pero no me fui. Al día siguiente, a la misma hora, sin proponérmelo, volví a pasar por ahí. Y otra vez, me detuve.

No era morbo. Era otra cosa. Algo que se había despertado y que yo ya no sabía cómo controlar.

Intenté ser amable con él. No porque me cayera bien, sino por cortesía mínima. Preparé café una mañana, se lo ofrecí sin mirarlo mucho, y lo dejé sobre la mesa con una sonrisa apenas dibujada. Ni siquiera me respondió. Solo me lanzó una mirada fría y siguió leyendo el diario como si yo fuera una sombra más del lugar. Me tragué el gesto y me fui a mi pieza con un nudo raro en el pecho.

Esa misma tarde volvimos a cruzarnos, y esta vez fue él quien rompió el silencio. Me preguntó si pensaba buscar trabajo algún día o si tenía pensado seguir siendo “una mantenida profesional”. Me lo dijo así, sin disimulo, sin cuidado. Como si no le importara herirme. Me tomó de sorpresa. Le respondí que no tenía por qué justificarle nada, que había estado trabajando durante años y que tenía mis ahorros, que no dependía de nadie. Pero no le bastó.

Me llamó desconsiderada. Me dijo que era una carga para mi madre, que no entendía cómo alguien de mi edad podía ser tan cómoda, tan inútil. Las palabras me golpeaban una tras otra, como si vinieran con intención. Y lo peor es que venían de alguien que ni siquiera conocía bien mi historia.

No aguanté más. Le grité. Le dije que no era mi padre, que no tenía ningún derecho a hablarme así. Me temblaban las manos, la voz, la rabia. Me largué a llorar en seco, sin llanto escandaloso, pero con todo el cuerpo estremecido. Me apoyé contra la pared del pasillo, sintiéndome tan ridícula como expuesta.

Él se me acercó. No rápido, no con culpa, sino como si supiera que iba a hacerlo desde que empezó la pelea. Me miró con una expresión que no supe leer. Me dijo que no quería hacerme sentir mal, pero que alguien tenía que decirme las cosas como son. Que no todo en la vida se trata de lo que una quiere.

Y entonces lo hizo.

Me abrazó.

Fue un gesto torpe, sin palabras, sin intención clara. Pero me rodeó con sus brazos, y yo, entre la tensión y el desconcierto, me dejé envolver. Sentí su pecho firme contra el mío, el calor de su cuerpo, el olor que ya empezaba a reconocer incluso con los ojos cerrados.

No sé cuánto rato estuve en sus brazos. Fue breve, pero suficiente como para dejarme el cuerpo eléctrico. Cuando me separé, todavía tenía los ojos húmedos. Él se apartó sin decir nada y fue a servirse agua como si no hubiera pasado nada. Pero había pasado. Lo sentíamos los dos. En el aire. En la piel.

Me senté en una de las sillas de la cocina. No podía seguir como si nada. Me ardía la garganta. Y también el orgullo.

—¿Sabes cuál es mi problema contigo? —le dije, con la voz apenas quebrada.

Él se giró lentamente, con el vaso en la mano, y me miró sin decir nada.

—No es solo que seas duro. O que te creas con derecho a opinar sobre mí. Es que... no puedo dejar de pensar en vos. Desde que llegaste. Desde la primera vez que me miraste así.

No bajó la vista. No se sorprendió. Solo la dejó caer sobre mí como un peso.

—¿Y qué se supone que debería hacer con eso? —me preguntó, sin moverse—. ¿Aplaudirte?

—No te estoy pidiendo nada. Solo... necesitaba sacarlo.

Él dejó el vaso sobre la encimera con fuerza. No gritó. No alzó la voz. Pero había algo distinto en su expresión. Algo más oscuro.

—¿Te parece gracioso? ¿Provocarme así? ¿Decirme eso como si fuera un chiste?

—No es un chiste —repliqué, tragando saliva—. No estoy jugando. Pero tampoco puedo seguir haciéndome la ciega.

Él dio un paso hacia mí.

—¿Y creés que está bien venir a provocarme así? ¿Pensás que eso no tiene consecuencias?

—¿Qué estás diciendo? —pregunté, sintiendo cómo el tono de su voz me recorría la espalda.

—Que te voy a enseñar una lección —dijo, sin titubeos.

Lo miré, sin saber si hablaba en serio o si era parte de algún castigo verbal. Pero no me dio tiempo para preguntar otra vez. Se desabrochó el cinturón. Bajó el cierre del pantalón y metió la mano. No lo hizo rápido. Lo hizo con una calma tensa, como si cada gesto estuviera calculado.

—¿Qué… qué estás haciendo? —pregunté, sin aliento.

—Mostrándote lo que pasa cuando una juega con fuego. ¿Querías provocar? —dijo, mientras la sacaba—. Ahí tenés tu problema.

Me quedé paralizada. No por miedo. Por sorpresa. Por la imagen que tenía frente a mí. Por lo que significaba. Por todo lo que no se podía deshacer después de eso.

—No puede ser real… —murmuré, mirándolo fijo—. Es… demasiado.

Él no respondió. Solo me sostuvo la mirada mientras dejaba que la escena hablara sola.

Y en ese momento, supe que no había vuelta atrás.

Me quedé unos segundos sin moverme. Seguía sentada, con las piernas cruzadas y el corazón golpeándome en la garganta. No entendía si estaba en shock o simplemente en negación. Pero ahí estaba él, frente a mí, con todo al descubierto. Firme. Silencioso. Como si no necesitara palabras para dejarme sin aire.

Lo miré. Primero con incredulidad. Después con curiosidad. Era real. Imponente. Y si alguna vez lo había imaginado, lo que tenía frente a mí superaba todo. No era solo el tamaño. Era la manera en que me lo mostraba. Seguro. Desafiante. Como si supiera que no iba a decirle que no.

Me puse de pie. No dije nada. Solo me acerqué. Tenía el cuerpo caliente, las manos temblorosas y la mente hecha trizas. Me detuve a centímetros. No lo toqué todavía. Lo miré como si fuera algo sagrado. O maldito. O ambas cosas al mismo tiempo.

—No puedo creer que seas así… —murmuré, apenas audible—. No entiendo cómo mi madre aguanta esto sin gritarle al mundo que tiene un monstruo en la casa.

Él soltó una media sonrisa. No de burla, sino de orgullo. De saber que ya me tenía.

Lo tomé con una mano. Despacio. Con una mezcla de miedo y hambre. Era cálido. Pesado. Vivo. Lo sostuve, lo observé, lo recorrí con los ojos como si quisiera aprenderlo de memoria. Luego, sin pensarlo más, me arrodillé.

Lo lamí primero. Desde la base. Como tanteando un terreno nuevo. Después me lo llevé a la boca. No con prisa. Con entrega. Cerré los ojos y dejé que el instinto hablara. Lo succioné con fuerza, lo giré con la lengua, lo cubrí con saliva. Me entregué como si esa fuera la única manera de sacarme la culpa de encima. O de convertirla en poder.

Él no decía nada. Solo respiraba hondo. Me tomaba del cabello con una mano, marcando el ritmo sin apretar. Lo tenía entero. Humedecido. Brillante. Y lo adoraba con la boca como si ese fuera mi único lenguaje.

Me detuve un segundo para mirarlo. Le escupí encima, lo esparcí con la lengua y lo volví a meter. Él soltó un gemido. Grave. Apagado. Me decía más que cualquier palabra.

Estábamos en eso. En lo más intenso. Yo jadeando entre su cuerpo y mi boca. Él sosteniéndome con ambas manos. Y justo ahí, justo cuando ya no existía el mundo… lo escuchamos.

Las llaves.

Girando en la puerta principal.

Nos miramos. Él se replegó de inmediato, subiendo el cierre con torpeza. Yo me puse de pie, me limpié la boca con el dorso del brazo y corrí a sentarme de nuevo en la silla. El corazón me golpeaba como un tambor desbocado.

La puerta se abrió.

—¿Todo bien? —preguntó mi madre desde el umbral.

Yo asentí, con la voz aún atascada en la garganta.



Almorzamos en silencio, aunque el comedor estaba lleno de palabras. Las suyas. Mi madre hablaba sin parar sobre el trabajo, sobre lo agotador que era lidiar con gente todo el día, sobre lo ingrata que era la vida después de cierta edad. Mencionaba nombres que no conocíamos, que no nos importaban, pero hablaba igual, como si eso le diera sentido a la rutina.

Yo la miraba de reojo. Él comía en silencio, sin levantar la vista, como si cada palabra le resbalara por encima. Tenía esa expresión de hombre que ya está pensando en otra cosa. O en alguien. Yo.

—Estoy muerta —dijo ella al terminar su plato—. Si pueden, recojan ustedes. Yo me voy a acostar un rato. Me está matando este calor.

Se levantó sin esperar respuesta. Su cuerpo se arrastraba con el peso del cansancio, pero su voz sonaba como siempre: firme, práctica, ajena a cualquier sospecha. Subió las escaleras sin mirar atrás. Las tablas crujieron. La puerta se cerró. Silencio.

Él no se movió de inmediato. Solo se recostó hacia atrás, cruzó los brazos y me miró. Esa mirada ya no tenía ni una pizca de vergüenza.

—Primero voy a ir a follarme a tu madre —dijo, sin levantar la voz—. Le voy a dar tan duro que va a quedar dormida como un tronco.

Sentí que me faltaba el aire. El descaro con que lo decía, la forma en que me lo lanzaba a la cara como un anuncio… no tenía nombre. Pero no lo detuve. No le dije nada. Solo lo miré, sintiendo el estómago apretado y la entrepierna palpitando.

—Cuando termine con ella —agregó, con esa voz gruesa y seca que me dejaba sin defensas—, te quiero esperándome. En tu cuarto. Con la puerta entreabierta.

Se puso de pie, recogió los platos con una parsimonia irónica, como si fuera solo un hombre haciendo su parte del almuerzo, y se fue.

Yo me quedé ahí, con la servilleta en la mano y las piernas cruzadas, sin saber si lo que acababa de escuchar era una orden, una amenaza o una promesa.

Pero no me moví. No lo detuve.
Y minutos después yaa estaba en mi cuarto con la puerta entreabierta.

Me acosté en la cama sin cambiarme. Cerré la puerta solo hasta la mitad, como me lo pidió. El aire estaba pesado. No por el calor, sino por todo lo que estaba por suceder. Me recosté boca arriba. Las piernas cruzadas. Las manos inquietas. El corazón en la garganta.

Desde el piso de arriba comenzaron a escucharse los ruidos. Al principio eran sutiles: un crujido de cama, un leve gemido. Después fueron creciendo. Los golpes de pelvis contra carne. El ritmo constante. Los jadeos de mi madre, cada vez más altos, más desesperados. Y su voz. Esa voz aguda que se me clavaba como una advertencia, pero que, lejos de alejarme, me hacía apretar los muslos con más fuerza.

Cerré los ojos. Deslicé una mano por mi vientre. No por ansiedad. Por deseo. Por esa mezcla extraña entre culpa y euforia que me tenía con los dedos temblando y la respiración agitada. Me toqué por encima de la ropa interior, sin apuro. Quería saborear el momento. Quería memorizarlo.

Me corrí la tela, con suavidad, mientras escuchaba los gemidos romper el silencio de la casa. Sabía lo que él le estaba haciendo. Sabía que después vendría por mí. Y esa certeza… me mojaba más que cualquier caricia.

Metí dos dedos. Apenas. Suficiente para sentir que ya no podía detenerme. Me movía despacio, acompañando el ritmo de los golpes del piso de arriba. Era como si me sincronizara con él. Como si su cuerpo ya me estuviera tocando sin estar presente.

Los ruidos cesaron de golpe.

Silencio.

Me detuve. Saqué la mano. Me acomodé en la cama. Y esperé.

Sabía que no iba a tardar, y esta vez… no iba a necesitar provocarlo.

Todavía tenía los dedos dentro cuando escuché la puerta abrirse con ese sonido suave que se hace cuando alguien no quiere ser oído. No me sobresalté. Ya lo estaba esperando. Levanté la vista, respirando agitada, con la tanga corrida a un lado y las piernas abiertas. Nuestros ojos se cruzaron.

Me hizo un gesto con la mano, llevándose un dedo a los labios. Cerró la puerta con la misma calma con que se había desvestido aquella vez. Ni una palabra. Solo la seguridad con la que camina un hombre que sabe que lo están esperando.

Yo seguía tocándome. No tenía por qué detenerme. Era mi forma de recibirlo.

Se acercó en silencio, como si cada paso formara parte de un ritual. Me miraba desde arriba, sin prisa. Tenía el pecho desnudo y el pantalón desabrochado, pero aún sin bajarlo del todo. Cuando estuvo junto a la cama, me susurró:

—Métete bajo las sábanas.

Asentí sin hablar. Deslicé mis piernas hacia adentro, sentí el roce del algodón contra la piel húmeda. Me giré de lado, dándole la espalda. Él subió detrás de mí. La cama crujió apenas con su peso. El aire entre nosotros era caliente, denso, cargado de lo que no necesitaba decirse.

Me acarició la cintura por encima de la tela, bajó lentamente hasta encontrar la curva de mis caderas. No necesitó explorar demasiado. Sabía lo que buscaba. Deslizó los dedos por debajo de la ropa interior, y al sentirme mojada, dejó escapar un suspiro grave, contenido.

—Estás lista —susurró.

Yo no dije nada. Solo tomé su mano. La guié hasta donde debía estar.
Y luego lo tomé a él.
Lo sentí palpitando, húmedo de otra historia reciente. No me importó.

Lo alineé con mi cuerpo. Lo sostuve unos segundos ahí, a la entrada, como quien posa una llave sobre una cerradura familiar.

Y lo fui metiendo despacio, milímetro a milímetro. Sin ruido. Sin prisa, hasta que estuvo completamente dentro.

Me mordí los labios para no gemir. Sentí su cuerpo contra el mío, su respiración en mi cuello, su mano apretando mi cintura como si necesitara anclarme ahí para no venirse de inmediato.

Él comenzó a moverse con una lentitud milimétrica. Me taladraba sin apuro, marcando el ritmo como si supiera que yo podía quebrarme si lo hacía más rápido. Cada embestida era un golpe contenido, una promesa que se estiraba más allá del deseo. Me sentía llena, anclada, atrapada en un vaivén húmedo que me dejaba con los ojos cerrados y el corazón latiendo en el clítoris.

Yo seguía tocándome. No había forma de no hacerlo. Mi mano entre las piernas, mi cuerpo arqueado hacia atrás, la respiración entrecortada. Sentía cómo me embestía con más firmeza a cada segundo. No hablábamos. Solo respirábamos. Solo nos escuchábamos gemir en un idioma que no necesitaba traducción.

Solté un gemido sin querer. Me salió desde lo más profundo, sucio y entrecortado, como un secreto mal guardado. Él reaccionó de inmediato. Me tapó la boca con una mano áspera, firme, como si supiera que cualquier sonido podía delatarnos, aunque estuviéramos solos. Ese gesto, esa autoridad, ese peligro… me mojó aún más.

Los golpes fueron creciendo. Ya no eran tan lentos. Ya no eran tan medidos. Sentía su pelvis chocar contra mi trasero una y otra vez, húmeda, caliente, descontrolada. Su mano seguía en mi boca. Mis gemidos vibraban contra su palma. Mi orgasmo estaba cerca, pero no quería que llegara así.

—Quiero sentirlo… de otra forma —le susurré apenas me liberó la boca.

—¿De qué forma?

—Así no. Quiero mirarte. Quiero darte todo —dije, jadeando, saliéndome de debajo de las sábanas—. Quiero que me uses como lo hiciste con ella. Pero solo para mí.

Me bajé de la cama, desnuda, con las piernas temblando, y me arrodillé en el suelo frío de cemento. Me puse en cuatro, con las manos apoyadas y la espalda arqueada. No miré atrás. Solo esperé. Sabía que me estaba mirando.

Sabía que ya no era suya. Ahora era mía, la parte más sucia de él.

Sentí cuando se arrodilló detrás de mí. No dijo nada. Solo se acomodó con una mano en mi cadera y la otra deslizándose por mi espalda baja, como si necesitara tocarme para comprobar que esto no era un sueño sucio. Me abrió con firmeza, sin brusquedad, pero sin delicadezas innecesarias. Y entró.

Me arqueé de inmediato. El suelo estaba helado, pero su cuerpo me quemaba por dentro. Me empujaba con una cadencia profunda, constante, como si estuviera marcado por una necesidad más vieja que los dos. Yo me mordía los labios para no gritar, pero cada embestida me arrancaba un gemido que no podía esconder.

Entonces me tapó. Pasó su brazo por encima de mi boca y apretó justo lo necesario. Me ahogó los sonidos sin lastimarme, y eso me rompió por dentro. Porque no se trataba de ser suave. Se trataba de no dejarme escapar. De que nadie escuchara lo que él sí sabía provocar.

El ritmo creció. Me bombeaba como si el suelo no importara, como si la vergüenza ya no existiera. Cerré los ojos. Me dejé ir. Lo sentía chocar con fuerza, llenándome con cada movimiento, y fue ahí, justo ahí, que todo se desbordó.

Mi cuerpo comenzó a temblar sin control. Las piernas me flaquearon. El piso empezó a mojarse debajo de mí y no supe si era sudor, lágrimas o algo más profundo que nunca había sentido. Me corrí. De una forma distinta, animal, líquida. Y él no paró.

Me sostuvo firme. Siguió empujando. Volvió a tomar ritmo, más rápido, más salvaje. El sonido de nuestros cuerpos chocando llenaba el cuarto. Y entonces, sin aviso, me volvió a empujar hasta el fondo con fuerza y me volví a correr.

Como si mi cuerpo ya no tuviera dueño, como si hubiera sido tomado para siempre.

No sé cómo volví a subir a la cama. No recuerdo si él me levantó o si lo hice sola. Solo sé que cuando me giré y lo miré, seguía igual de duro, igual de callado, con los ojos clavados en los míos como si aún no terminara lo que empezó.

Me arrodillé frente a él. El cuerpo me temblaba, no de miedo, sino de algo peor: aceptación. Le tomé el cinturón, bajé su ropa con las manos aún marcadas por el suelo y el sudor, y lo tomé entre los labios como si esa fuera la única manera de despedirme.

No hubo palabras. Solo su respiración cortada, sus dedos en mi nuca, el jadeo ahogado que soltó cuando me entregó lo que le quedaba. Lo tragué con la misma obediencia con la que horas antes había dicho que no. Como si al hacerlo pudiera borrar todo. Como si así pudiera dejar de sentir que yo también había cruzado una línea.

Cuando terminé, él se subió el pantalón sin mirarme. No dijo una sola palabra. Salió de la pieza con la misma calma con que había entrado. No me dio una orden. No me dejó una caricia. Solo el sonido de la puerta cerrándose detrás de su espalda.

Me quedé en silencio. Arrodillada. Sudada. Con la boca aún caliente.

Y entonces me quebré.

Me tapé la cara con las manos y lloré. No por él. Ni por mi madre. Lloré por mí. Por haber deseado tanto algo que no debía. Por haber dejado que se convirtiera en real. Por haberme entregado no solo con el cuerpo, sino con algo más profundo que no sabía cómo reparar.

No había ruido en la casa. Ni culpa suficiente para detener las lágrimas.
Solo estaba yo.

Yo, y el eco húmedo de todo lo que no debía haber pasado.

Pero que pasó.






























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