Las amigas de mi hija me miraban distinto

La parte que más dolía mirar

 

Nunca me gustó la luz de las mañanas en la panadería.


Esa claridad pálida y casi enferma se colaba a través de los vidrios sucios y lo marchitaba todo: los estantes viejos de madera reseca, las bandejas metálicas con grasa incrustada, los muros húmedos que ni el revoque más grueso lograba disfrazar. El polvo flotaba como ceniza en suspensión y el olor a levadura rancia se mezclaba con los suspiros de las mujeres que repetían día tras día los mismos movimientos, como si amasaran rabia en lugar de pan.


Ese era mi mundo: hornos oxidados, rutina sin gloria, y un ejército de señoras que se espiaban entre ellas mientras rogaban en silencio no ser las próximas en perder el cuerpo.


Y entonces apareció ella.


Lo supe antes de levantar la vista. El aire cambió. Se hizo más denso, más lento, como si hasta las partículas de harina se detuvieran a mirarla.


Cuando la miré por fin, supe que algo se había roto. No era de ahí. No era de nuestro barro. Parecía una aparición, como esas bailarinas que uno ve en las fotos antiguas: elegantes incluso en los huesos.


Alta y delgada, con una tensión en el cuerpo que no sabía si era hambre o pura voluntad. Y lo peor, lo imperdonable, eran sus senos: grandes, redondos, perfectamente obscenos. No por provocación, sino por negación. Iban atrapados en una camiseta simple, sin escote, sin adorno, como si intentaran esconderse. Pero no podían. Aquellas dos formas absurdas reventaban contra la tela como si tuvieran vida propia. Dos frutos innegables, absurdos, hipnóticos.


Caminaba firme pero con la cabeza levemente inclinada. Como si su cuerpo gritara demasiado fuerte y ella pidiera perdón por eso. Traía una carpeta bajo el brazo y cuando habló su voz sonaba seca y dulce, como la de alguien que se volvió adulto a la fuerza.


—Disculpe… ¿Están recibiendo currículums?


La miré. No por cortesía. No por interés profesional. La miré porque no podía hacer otra cosa.


Tragué saliva.


—No —mentí—. No estamos contratando.


Ella no se movió. Sacó la hoja de la carpeta con las manos firmes, aunque tenía los labios temblorosos.


—Mi abuela está enferma. Mi mamá no puede salir porque la cuida. Soy la única que puede aportar algo.


No lo dijo para dar pena. Lo dijo como quien ya no espera compasión, solo una oportunidad.


Yo apreté los dientes. Busqué una salida.


—Lo siento, de verdad. No hay vacantes.


—Aunque sea para limpiar. Llego antes, me voy después. Lo que sea. Solo quiero una respuesta clara.


Quise decirle que sí. Quise ofrecerle un té. Protegerla del infierno que era ese lugar. Pero no lo hice.


—No tenemos cupos —repetí, escondido en esa frase.


Ella bajó los ojos. Respiró hondo. Y aún así se despidió con dignidad, depositando aquella carpeta sobre el destartalado escritorio:


—Gracias igual.


Y se fue.


Me quedé mirando la puerta abierta. Entraba un viento helado con olor a humo de leña y tierra mojada. Y supe que si ella se quedaba no serían las otras las que la destruirían.


La destruiría yo.


Cuando llegué a casa algo no encajaba. Las ventanas estaban empañadas, había olor a champú fresco y una toalla húmeda colgando en la silla. Mi esposa se había duchado justo antes de que llegara. No era habitual.


En la cocina estaba mi primo. Sirviendo vino como si nada. Él era el dueño de la panadería. Yo solo la hacía funcionar.


Nos saludamos con frases vacías. Nunca fuimos cercanos. Me dejó a cargo del local cuando se fue del pueblo a recorrer el mundo. 


Mi esposa revolvía la sopa como si no pasara nada, envuelta en una bata que aún goteaba.


Fingía que recién despertaba.


Cenamos los tres. Vino barato, sopa salada. Un silencio espeso.


Ella habló primero, como siempre.


—¿Supiste que la hija de la mujer que cuida a la vieja en la colina busca trabajo?


—Lo supe hoy —dije.


—Dicen que es buena para todo. Y con lo que ganas tú, no vendría mal alguien que limpie bien la panadería. ¿O necesitas permiso de las brujas que tenís ahí?


Antes me dolía. Esa manera suya de rebajarme frente a otros. Pero esa noche me daba igual.


Pensaba en la chica de la mochila.


—No creo que encaje —murmuré.


Mi primo se rió por lo bajo. Ella lo imitó. No dijeron más.


Cuando él se fue ella se quedó de pie en medio del comedor con los brazos cruzados.


—Tienes menos hambre que voluntad.


—Comí en la panadería —mentí.


—Siempre una excusa. Pero dinero, nunca.


—No todo se trata de dinero.


—¿Ah, no? ¿Y de qué se trata? Trabajas como burro, dejas que otros se lleven las ganancias y ni para un reemplazo tienes coraje.


No respondí. Seguía viendo a la otra. Su voz. Sus senos temblando al hablar. La dulzura con que pedía algo que no debió tener que pedir.


—Lo único que te importa es que nadie te moleste. Así puedes quedarte con tu pan, tu horno, tu cueva y fingir que eso es suficiente.


—Ya —dije, solo para callarla.


Me senté, encendí un cigarro. Ella seguía hablando, pero yo ya no escuchaba.


Estaba otra vez en el mesón. Viéndola. Queriendo detenerla. Y sabiendo que no lo hice.


El invierno arremetía con furia.


A la mañana siguiente faltaban tres mujeres. Las tres con gripe. Me quedé de pie frente al calendario vencido, escuchando el goteo de una canilla mal cerrada.


No tenía a quién llamar.


Marqué el número que dejó con su currículum.


—¿Sí?


—Soy yo, de la panadería. ¿Podrías venir? Nos faltó gente y podrías empezar hoy.


—¿A qué hora?


—Ya.


—Llego en diez minutos.


Y colgó.


Exactamente diez minutos después entró. Mismo moño, rostro lavado, aliento de madrugada en la ropa.


Me miró.


Una ternura muda en los ojos. Como si estuviera feliz de estar ahí. Como si ese instante fuera lo que siempre había esperado.


Me estremecí.


Le pasé un delantal limpio.


—No sé si te quedará. Es uno de los más chicos.


Sonrió. No dijo nada. Fue al baño a cambiarse.


Me quedé con el corazón golpeando como tambor.


Y cuando volvió, el uniforme apenas contenía sus senos.


Altos, redondos, vivos. Como si me miraran antes que ella.


Me obligué a mirarle la cara. Y ahí estaba esa expresión de nuevo, como si todo estuviera bien, como si estuviera enamorada de mí. Imposible, pero no podía dejar de mirar.


Y lo peor: no podía dejar de querer creer que era cierto.


Desde el primer día trabajó como si no tuviera otra opción. No se quejaba, no llegaba tarde, no hablaba más de lo necesario. Saludaba en voz baja, pedía indicaciones con respeto y se ponía manos a la obra: barría, cargaba sacos, limpiaba bandejas. Las mujeres que llevaban años sudando en ese horno maldito murmuraban con los dientes apretados: la chica era buena. Rápida. Resistente.


Pero no la querían.


Decían que se hacía la santita. Que buscaba llamar la atención. Que se paseaba por la panadería como si fuera dueña del lugar. Pero no era eso. Nunca fue eso. No se arreglaba, no coqueteaba, ni siquiera sonreía demasiado. Lo que pasaba es que su cuerpo hablaba solo.

Y eso, para algunas, era imperdonable.


Y para mí, insoportable.


La observaba sin querer. A veces desde el otro lado del horno, a veces por el reflejo en el vidrio sucio. Cuando se inclinaba para levantar una bandeja, cuando amasaba con los brazos tensos, cuando se enjugaba el sudor del cuello. Tenía una forma de moverse que desarmaba el mundo. No era vulgar. No lo hacía a propósito. Pero el deseo que despertaba era brutal. Era como si su carne desentonara con todo lo que la rodeaba. Como si su cuerpo no encajara en este lugar.


Una tarde, mientras cruzaba el pasillo con una bolsa de harina, la vi entrar al baño a cambiarse la blusa. La puerta no cerró bien. Alcancé a ver, a través de la rendija, su espalda desnuda. Su piel era clara, salpicada de lunares. Lenta, como si estuviera a salvo del mundo, se ajustaba el sostén frente al espejo, con una paz que me dejó sin aire.


Me quedé ahí. Mirando. Inmóvil. Y después me odié.


Esa noche, en mi cama, cerré los ojos y traté de no pensar en ella. De no recordar cómo le caía el cabello por la espalda. Cómo se mordía el labio sin darse cuenta cuando se concentraba. Pero no pude evitarlo. Me toqué. Lo hice en silencio, con los ojos bien cerrados, con la rabia de quien sabe que no debería.


Y no acabé. No por falta de ganas.

Por algo peor: por culpa. Por miedo. Por hambre maldita.


Y en ese momento, cuando mi mano derecha se deslizaba sin pausa desde arriba hacia abajo me sorprendió mi mujer.


Simplemente desapareció en cuanto me vió.


No me hirió, al menos no enseguida. Tampoco me gritó. Solo cerró la puerta con fuerza y se encerró en el baño por casi una hora. Cuando salió lo hizo con otra cara. Una que no conocía. Una mezcla entre lástima y desprecio.


—¿Cuánto llevas tocándote pensando en ella? —me preguntó, sin mirarme.


No supe qué decir. Lo negué, como si eso cambiara algo. Pero ella ya lo sabía. No necesitaba pruebas.


—No entiendo por qué me casé contigo —dijo, mientras se ponía el camisón como si se estuviera vistiendo para otra vida—. Me das asco. No me dan ganas. Nunca me dan ganas. ¿De verdad pensaste que iba a acostarme contigo así como estás?


Me quedé mudo. No era solo lo que dijo. Era cómo lo dijo. Como si hablara de una herida vieja que ya no dolía pero que seguía abierta.


No respondí ni lloré. Me levanté, agarré la chaqueta y salí.


La panadería estaba fría, en silencio. Olía a levadura dormida. Me acosté en la banca larga del fondo, esa donde a veces dormían las bolsas de harina. Me cubrí con un saco. Miré el techo durante horas.

Y por primera vez en años, me sentí completamente solo, como un animal que se da cuenta de que su jaula ya no tiene llave pero que igual no sabe salir.


Debí haberme dormido un rato porque me despertó su voz.


—¿Está bien?


Era ella.


La vi de pie, en la penumbra, con el cabello suelto y un buzo que le quedaba grande. Tenía la voz baja, como si no quisiera asustarme.


—Sí —dije, aunque por dentro estaba podrido.


Se acercó. Llevaba una mochila y dentro un tupper envuelto en un paño floreado.


—Mi mamá le mandó esto. Una lasaña. Dijo que usted es el salvador de la familia.


No pude mirarla. No tenía fuerzas. Me senté con torpeza, tomé el pote sin saber qué decir. Ella se sentó a mi lado, tan cerca que su rodilla rozaba la mía.


—No somos de tener suerte —agregó, sin mirarme—. Pero usted… usted fue distinto.


Abrí el tupper. El vapor subió tibio, con olor a queso derretido y salsa casera. Me quebré por dentro. Por una lasaña, por una voz, por sentirme, por un segundo, necesario.


—Gracias —susurré, con la garganta cerrada.


Ella apoyó la cabeza en mi hombro sin pedir permiso.


Y yo cerré los ojos.


Nos quedamos así, en ese silencio espeso que solo existe cuando dos personas están al borde de algo que no saben si deberían cruzar.


Yo levanté la mano sin pensar demasiado y le aparté un mechón de cabello de la frente. Tenía el pelo tibio, húmedo, con ese olor suave que queda después de la ducha. La yema de mis dedos se demoró un segundo más de la cuenta. Ella lo notó.


Soltó una risita baja. No burlona, más bien dulce.


—¿Qué pasa? —pregunté.


—Nada… me da risa cuando se da cuenta que me está mirando los senos.


Me congelé. No supe qué decir. Me alejé apenas, incómodo. Pero la sangre ya me hervía bajo la piel.


—No es cierto —murmuré.


Ella volvió a reír. Esta vez más bajito. Como si tuviera compasión de mí.


—Sí lo es. Y no se preocupe. Estoy acostumbrada. Siempre me los miran, desde que tengo catorce. A veces ni se dan cuenta. Pero usted sí se da cuenta.

Y eso me da ternura.


No había desafío en su voz. Tampoco coqueteo abierto. Solo esa mezcla explosiva entre inocencia y conciencia: sabía lo que tenía pero no del todo.


Yo bajé la mirada. El pecho me ardía.


—Está bien… sí los miré —confesé, sin levantar la voz.


Ella no se movió. No se asustó. Solo parpadeó lento, como si todavía estuviera procesando la respuesta.


—¿Y qué le provocan?


Me mordí la lengua. Pude mentir. Pude decir algo blando, algo correcto.

Pero no pude.


—Ganas de jugar con ellos con mis manos —dije. 


Así. Sin vueltas.


Ella lo escuchó en silencio. No sonrió.

No huyó. Solo respiró hondo y se quedó ahí, con la cabeza aún apoyada en mí, como si, en el fondo también le provocara algo.


—¿Y eso lo haría feliz? —preguntó ella, sin levantar la cabeza.


Sentí su voz filtrarse entre mi camisa y el pecho, como una gota caliente.


—No corresponde —le dije. 


Me escuché a mí mismo y soné falso. Como si alguien más hablara por mí.


Ella se incorporó apenas, lo justo para quedar frente a mí. Me miró con esa expresión que no era de niña ni de mujer. Era de alguien que simplemente había tomado una decisión.


—Usted ha sido demasiado bueno conmigo —susurró.


Y entonces, sin avisar, deslizó una mano por debajo de su chaleco, despacio, hasta colocarla sobre uno de sus pechos. No con provocación. Con delicadeza.


Me quedé inmóvil. El corazón me golpeaba en las costillas.


La miré, pidiéndole sin palabras que se detuviera. Pero mis manos se movieron igual. Como si ya no me pertenecieran. La ayudé a subir el chaleco. Después, con torpeza, intenté deslizar los dedos por debajo del sostén. Ella no se echó atrás.

Solo respiró más fuerte.


—¿No hay nadie aquí a esta hora? —preguntó bajito.


Negué con la cabeza. La voz no me salía.


—Yo solo llegué antes porque quería lavar el horno antes de comenzar… —dijo, como si eso explicara todo. Como si no hubiera otra razón más pura.


Y entonces la toqué por primera vez. Sentí el calor real, la suavidad firme, el latido debajo de la piel. Ella cerró los ojos. No dijo nada pero su cuerpo habló por ella.


Y yo entendí que ya no había vuelta atrás.


Sus dedos buscaron el broche con la soltura de quien ya lo había decidido. Se desabrochó el sostén por debajo del chaleco, con movimientos lentos, casi silenciosos. Luego, sin apuro, se lo retiró por una manga, y se subió el chaleco hasta el cuello.


Y ahí estaban frente a mí. Firmes, redondos, desnudos, reales.


El aire se espesó y yo no parpadeaba.


Ella me los ofrecía sin una sola palabra, sin gestos teatrales. Solo estaba ahí, con los ojos quietos y el pecho expuesto, como si me dijera: hazlo, si te atreves.


Le puse las manos encima. No como un hombre que se excita, sino como alguien que acaba de encontrar algo sagrado.


Eran suaves y fuertes al mismo tiempo, cálidos, perfectamente moldeados.


Ella no se movió, pero su respiración se volvió más pesada.


Yo acerqué el rostro. Ya no me importaba nada.


Abrí la boca, dispuesto a besarlos. A lamerlos. A perderme en ellos sin culpa.


Y entonces el portón chirrió.


Un golpe metálico. El eco del candado. Uno de los choferes había llegado mucho antes de lo previsto.


Y al menos, por ese momento, todo había quedado hasta ahí.


Con el correr de los días ella seguía llegando puntual. Saludaba en voz baja, se ponía el delantal y se dirigía a su estación sin perder un minuto. Pero algo en su cuerpo había cambiado. No era visible a simple vista, pero se notaba. Se movía como si cargara peso en los hombros. Tropezaba con facilidad, dejaba caer utensilios, olvidaba cosas simples. A veces se quedaba mirando un punto fijo, como si su mente estuviera lejos, muy lejos de allí.


Las demás lo notaron enseguida. Al principio no dijeron nada. Solo murmuraban. Pero después vino el error: una tanda entera de panes quemados. Diez bandejas arruinadas. El horno había perdido presión. Y aunque nadie vio exactamente qué pasó, todas la culparon a ella.


—Fue la nueva. Seguro dejó abierta la válvula —dijo una de ellas. Y fue suficiente.


La más antigua la enfrentó delante de todas, con el trapo de cocina todavía en la mano:


—¿Quién te crees? ¿O simplemente no sabes lo que haces?


Ella no respondió. Bajó la cabeza y apretó los labios, pero los ojos se le llenaron de lágrimas. Se encerró en el baño y no volvió a salir durante media hora. Cuando lo hizo, su rostro estaba lavado, pero su mirada estaba rota. Volvió al trabajo sin una palabra, como si no esperara comprensión ni justicia.


Y yo, una vez más, fingí que no la vi.


Esa misma tarde la jefa más antigua vino a buscarme. No llevaba delantal. Llevaba otra cosa: una amenaza.


—O la despides tú, o voy directamente con tu primo. Ya estoy harta. Siempre cubriéndole los errores a esa niña. Y no me vengas con que está aprendiendo. No está aprendiendo nada. Anda ida. No está aquí.


No supe qué decir. Me quedé callado. Pero ella no se detuvo.


—Y si no haces nada, entonces diré la verdad. Le contaré al dueño cómo manejas esta panadería. Todo lo que haces cuando piensas que nadie te observa.


Me miró como si ya supiera la respuesta. Como si tuviera todas las piezas en su lugar.


—Tal vez el problema no es la chica nueva. Tal vez el verdadero problema eres tú. El que la dejó entrar.


Se dio media vuelta y se fue, dejándome ahí, solo, con el olor del pan a medio cocer y el silencio espeso de la culpa. La observé desde lejos. Estaba agachada, limpiando una bandeja con torpeza. Sus dedos vendados. La espalda encorvada.


Y supe, con una claridad dolorosa, que no había vuelta atrás. Que si no era yo quien la alejaba, alguien más lo haría. De manera más cruel. Más definitiva.


Pero también entendí algo más.


Que ella no era quien había dejado de encajar en este lugar.


Era yo.


Rato más tarde mil primo llegó sin avisar.


Entró con la puerta a medio cerrar, como si el marco no importara. Ni siquiera saludó. Se quedó de pie frente a mi escritorio, con las manos en los bolsillos de esa chaqueta cara que siempre lleva, como si ser dueño de una panadería en ruinas lo convirtiera en alguien superior.


—¿Tú me estás tomando por idiota?


No respondí. Sabía que no esperaba respuesta.


—Me entero por las otras que tienes a una chica nueva quemando bandejas, rompiendo frascos, y encima generando conflictos. ¿Qué crees que es esto, un centro de acogida?


Siguió hablando. Fuerte. Directo. Con esa voz de quien nunca ha tenido que ganarse el respeto, solo heredarlo. Yo lo escuchaba desde lejos, como si cada palabra me resbalara por dentro. No porque no doliera, sino porque ya no tenía espacio para doler más.


Me imaginé a todas las mujeres del turno detrás de la puerta haciendo silencio absoluto, saboreando cada palabra. Cada humillación.


—No entiendo en qué momento te volviste tan inútil. Siempre pensé que al menos sabías mantener un maldito horno funcionando.


Seguía y seguía. Y yo, ahí, sentado frente al escritorio descascarado, con la cabeza baja, escuchando como si no fuera conmigo.


—Te estoy dando una última oportunidad. Una más. Porque me da lástima cómo terminaste. Pero te juro que si vuelve a pasar algo con esa niña, si escucho un solo reclamo más, te saco de acá sin explicaciones ¡Con razón tu mujer ya no te quiere!


No dije nada. No por cobardía. Por cansancio. Por asco. Por hartazgo.


—¿Estamos claros?


Asentí apenas. Ni siquiera levanté la vista.


—Perfecto —dijo, y salió, dando un portazo que no cerró bien.


Me quedé ahí, solo. El zumbido de los refrigeradores y el crujido de la madera vieja fueron lo único que llenó el aire.


Apoyé la frente sobre el escritorio, frío, astillado. Respiré hondo. Muy hondo. Como si intentara volver a un cuerpo que ya no sentía mío.


Y entonces golpearon la puerta. Un golpecito suave y su voz.


—¿Puedo pasar?


Era ella.


Me quedé inmóvil.


No por sorpresa. Sino porque por primera vez en mucho tiempo no sabía qué quería que ocurriera a continuación.


Golpearon de nuevo. Más suave.


—¿Puedo pasar?


—Sí —dije, apenas.


Ella abrió la puerta despacio. Llevaba el delantal en la mano, desanudado, como si lo hubiera dejado caer a medio camino. Entró con pasos cortos, sin mirar demasiado alrededor. Como si la oficina le incomodara. O como si yo le incomodara.


Me enderecé en la silla. No supe si invitarla a sentarse o quedarme callado. Opté por lo segundo.


Ella tampoco dijo nada al principio. Cerró la puerta detrás de sí, apoyó la espalda en ella. Respiró hondo. Parecía buscar coraje.


—Quería pedirle disculpas —dijo al fin.


La voz le temblaba, pero no era miedo. Era algo más antiguo. Algo que dolía.


—No tienes que disculparte por lo del horno. Ni por lo que pasó hoy —le dije, sin mirarla directamente.


—No es por eso.

Silencio.


Levanté la vista.


Ella seguía ahí, con el delantal arrugado entre las manos. Mirándome con una mezcla de vergüenza y algo que no supe descifrar.


—Entonces… ¿por qué?


Tragó saliva.


—Por aquella mañana.


—¿Qué mañana?


—Esa mañana —repitió, con la voz más baja aún—. Cuando lo dejé que me tocara las tetas.


La frase cayó como un bloque de piedra.


No hubo provocación en su tono. No hubo juego. Ni ironía. Solo una verdad dicha sin anestesia.


Yo bajé la mirada. Sentí el pulso acelerarse, no por deseo, sino por esa culpa asquerosa que no se va aunque uno quiera.


—No tenías por qué… —empecé a decir.


—Sí tenía. No está bien que se haya quedado todo en el aire. Que yo haya hecho como si no pasó. Y que usted haya cargado con eso solo.


—No cargué con nada —mentí.


Ella dio un paso. Apenas uno. Lo suficiente para estar un poco más cerca. Aún no se movía como antes. Ya no tenía esa liviandad en los hombros.


—Sí cargó. Se le nota en la cara. Se le nota en cómo me mira ahora. Como si hubiera hecho algo terrible.


—No fue terrible —susurré.


—Entonces dígamelo. Porque yo… no sé qué fue. Solo sé que desde ese día empecé a fallar en todo. Que me siento como una intrusa. Como si hubiera ensuciado algo que no debía tocar.


Me puse de pie, lento, sin acercarme demasiado. El aire se volvió más espeso. Más frío.


—No fue culpa tuya. No lo provocaste. No hiciste nada mal.


Ella me miró. Por primera vez, sin ese velo entre nosotros.


—¿Y usted?


—¿Yo qué?


—¿Lo volvería a hacer?


No supe qué responder.


Ella bajó la mirada. Apretó los labios. Y con la misma calma con la que había entrado, dije:


—¿Te gustaría que lo hiciera?


Ella no respondió.


Ni un gesto. Ni una palabra.


Solo se acercó un paso más, con una calma que helaba la sangre. Me tomó la mano con las suyas —tan pequeñas, tan firmes— y la llevó directo ahí. Al centro mismo de la tensión. Al lugar donde todo había empezado. Al lugar donde todo seguía ardiendo.


Su pecho estaba cálido, suave, palpitante. Apenas cubierto por la tela del delantal que ahora colgaba de su brazo como si ya no importara.


No me atreví a mover los dedos. Me quedé quieto, con la mano ahí, temblando. Como si su cuerpo me hubiera perdonado antes que yo a mí mismo.


Ella cerró los ojos un instante.


—No lo estoy haciendo por pena —susurró—. Ni por agradecimiento. Tampoco por venganza.


Abrió los ojos y me miró. Firme. Presente. Real.


—Lo hago porque me dan ganas. Porque, desde esa mañana no he podido dejar de pensarlo.


Mi otra mano temblaba, colgando a medio camino.


—¿Y ahora? —le pregunté— ¿Qué hacemos ahora?


Ella no contestó.


Se quitó el delantal del todo. Lo dejó caer al suelo. Luego, con una lentitud que parecía más dignidad que provocación, se bajó los tirantes de la blusa, uno por uno.


La tela cedió.


Y entonces, otra vez, como aquella mañana, sus pechos quedaron frente a mí.


Firmes. Vivos. Hermosos.


Pero esta vez no hubo prisa. Ni sobresalto. Ni portón que interrumpiera nada.


—Tóquelos bien —dijo, apenas audible—. Pero sin apuro. Esta vez no nos interrumpe nadie.


Y así lo hice.


La yema de mis dedos recorrió la piel con una mezcla de ternura y hambre contenida. Ella exhaló, suave, cerrando los ojos. Como si el roce la aliviara de algo. Como si al fin pudiera respirar.


No dije nada. No pregunté nada.


Solo me incliné.


Y esta vez, sí los besé.


No como quien conquista, sino como quien agradece.


Como quien encuentra, al fin, algo sagrado en medio de tanta ruina.


Le bajé los pantalones con cuidado, como si desvestirla fuera un acto que requería devoción. Me encontré con sus bragas. Hermosas. Elegantes. De un color que no hubiese imaginado bajo esa ropa gastada de trabajo. Esa contradicción me desarmó por dentro.


Jugué con el borde, primero con los dedos, sintiendo el calor que subía desde su piel. Ella no se movía, pero su respiración se volvió más corta, más errática. Cuando me incliné, y mi boca sustituyó a mis manos, la oí gemir. Al principio, bajo. Como quien intenta contenerse. Pero pronto, su voz se alzó en la penumbra de la oficina.


—Perdón —susurró entre jadeos—. Que a mí no me importe que me oigan no significa que a usted tampoco...


—A mí tampoco me importa, la verdad —dije, sin alzar la voz, sin detenerme.


Y no mentía.


Porque su sabor era algo que no sabía cómo explicar. Como si hubiera esperado toda la vida para descubrirlo. Y cuando levantaba la vista, y la veía sosteniéndose contra el mueble, con esas redondeces marcando la escena como un cuadro perfecto, sentía que no podía —no debía— fallarles.


No era deseo. Era misión.


Y cuando ella bajó una mano para presionar mi cabeza con más fuerza, para marcarme el ritmo con la urgencia de quien ya no teme, entendí que habíamos cruzado un punto sin retorno. Que todo lo demás —el horno, el pan, las quejas, los gritos del primo— ya no importaban.


Solo importaba ella.


Solo importaba ahora.


Entonces ella se puso de pie. Respiraba agitada, con el rostro enrojecido, pero no había ni pudor ni vergüenza en su mirada. Solo decisión. Y algo más profundo: una ternura salvaje, inesperada.


Se inclinó y por primera vez me besó en la boca.


Fue un beso lento, húmedo, lleno de agradecimiento y hambre. Un beso que sabía a todo lo que habíamos callado. Me empujó con suavidad hacia la silla y me hizo sentar. Luego, sin dejar de mirarme, comenzó a desabrocharme el cinturón. Sus manos no temblaban.


Cuando liberó esa dureza que me dolía desde antes de empezar no dijo una palabra. Solo se acomodó sobre mí con un movimiento preciso, como si lo hubiera ensayado en sus pensamientos muchas veces. Se insertó en mí con un leve gemido entre los dientes, mientras sus uñas se clavaban en mis hombros. Me sostuvo con fuerza, como si el mundo girara demasiado rápido y yo fuera su único punto fijo.


A medida que se movía, sus pechos se sacudían frente a mi rostro. Altos, pesados, perfectos. Cada salto era una provocación. Cada vaivén, una súplica muda. No pude evitar alzar las manos y sostenerlos, como si necesitara afirmarme de ellos para no desbordarme.


Ella cerró los ojos. Se entregó al ritmo como si no existiera nada más. Y yo… yo me sentía dentro de una especie de milagro obsceno. Como si, por una vez, la miseria de nuestras vidas nos hubiese concedido un acto de belleza brutal.


Ella se movía con más y más desesperación, como si con cada embestida buscara borrar algo que venía arrastrando desde mucho antes de conocerme. Yo la sostenía por la cintura, intentando no perderme en ese ritmo descontrolado que ella marcaba como si el tiempo mismo dependiera de su cuerpo. Sus pechos saltaban delante de mí como una visión imposible. El aire en la oficina era espeso, cargado, casi irrespirable.


Y entonces, con un gemido largo, entrecortado, se detuvo. El temblor le recorrió todo el cuerpo. Cerró los ojos. Se dejó caer sobre mí. Rendida. Inmóvil. Aún con mi asunto dentro.


Apoyó la cabeza en mi hombro, respirando como si hubiese corrido una maratón bajo el sol.


—Perdón —susurró con una sonrisa apagada—. Es que tenía demasiadas ganas de hacerlo.


No supe qué responder. No podía. Porque yo no había acabado. No siquiera estaba cerca. El dolor me latía bajo el vientre como un castigo. Seguía firme. Atrapado. Vivo.


Ella lo notó.


Me acarició el cabello con ternura, como si de pronto nos conociéramos desde siempre.


—No me importa que esté casado —dijo, con la voz ya más calma—. Solo que la próxima vez… me gustaría que fuera en un lugar más cómodo.


Sonrió apenas. Como si lo que acababa de pasar no fuera una tragedia ni una victoria, sino un descanso necesario.


Yo no dije nada. Seguía dentro de ella, con ese dolor sordo que se instala cuando el cuerpo pide terminar algo que el alma no puede. Cerré los ojos, intentando controlar el pulso, intentando no romperme.


Ella se quedó quieta sobre mí. No con incomodidad, sino como si ese fuera su lugar natural.


Yo solo respiraba. Sentía. Ardía.


Y me preguntaba cuánto más podía sostener todo esto sin terminar de caer.


Y cuando yo menos lo esperaba, ella se levantó con lentitud, con ese cansancio dulce que dejan las tormentas íntimas. Se deslizó fuera de mí y antes de que pudiera decir palabra me besó en la boca. Esta vez con lengua. Con deseo aún vivo. Con algo parecido al cariño.


Y luego lo tomó con ambas manos. Aquel cuerpo que seguía firme, pulsando. Lo llevó contra sus senos, enormes, suaves, tensos por el calor del momento. Lo presionó allí, lo hizo rebotar sobre ellos una y otra vez, como si supiera que era parte del delirio. Como si jugara a provocar una adoración sin medida.


Después, sin aviso, se lo echó a la boca.


Y la forma en que lo hizo, la manera en que se entregó, cómo se esforzaba, cómo se detenía apenas para respirar antes de seguir, era como un sueño. Uno de esos que uno no quiere despertar nunca. Su lengua era precisa, voraz, compasiva. Su mirada subía de vez en cuando para encontrar la mía y yo solo podía sostenerme al borde del abismo.


Cuando se detenía lo acomodaba entre sus senos, los apretaba con fuerza y lo dejaba atrapado ahí. Pero no aguantaban mucho. Ella volvía a tomarlo con la boca, con ese hambre renovada que lo desarmaba todo.


No podía más.


Me puse de pie. Le toqué el mentón, suave, y ella entendió. Se arrodilló sin una sola palabra, sin dramatismo. Solo se acomodó ahí, frente a mí, como si siempre hubiera estado destinada a ese lugar.


Coloqué mi cuerpo entre su pecho otra vez. Me concentré. Respiré hondo.


Y en pocos segundos exploté.


Ahí mismo. Entre ellos. Entre esa suavidad sagrada, esa carne que parecía hecha para curar el cansancio de todo lo que no había dicho en años.


Ella no se apartó. Recibió todo con calma, con una respiración que volvía a serenarse. Apoyó la cabeza en mi vientre. Y ahí, por fin, por primera vez desde que empezó todo, solo hubo silencio.


Ella no se movió de su lugar. Seguía arrodillada, apoyada contra mí, con la frente rozando mi vientre y las manos aún tibias sobre mis piernas. Respiraba con calma, como si por fin hubiera llegado a tierra firme después de una larga deriva.


Yo me incliné y la ayudé a levantarse. Ella obedeció sin apuro. Se sentó sobre mis muslos, aún desnuda, sin cubrirse. Como si no hubiera nada que esconder. Y apoyó la cabeza en mi pecho.


—¿Sabe qué pensé mientras usted me tocaba? —susurró, sin mirarme—. Pensé que nunca nadie me había tocado así. Como si fuera valiosa. Como si de verdad existiera.


Sus dedos jugaban con un pliegue de mi camisa, con esa torpeza dulce de quien no sabe qué hacer con tanta emoción.


—Usted es distinto —dijo—. Tiene las manos más tristes que he sentido, pero también las más honestas. No sé si eso tiene sentido pero así lo sentí.


Yo tragué saliva. El aire me dolía.


—No se burle de mí —alcancé a decir, en voz baja.


—No me estoy burlando —replicó—. Le estoy diciendo la verdad. Usted me miró como nadie me ha mirado. Me hizo sentir como si de verdad valiera la pena.


Hubo un silencio largo. Cálido. Denso.


Y entonces preguntó:


—¿Usted es feliz con su esposa?


Tardé en responder. No porque no supiera la respuesta. Sino porque no sabía cómo decirla sin que me rompiera.


—No me mienta —agregó—. No me diga que sí. No lo necesito para salvarme. Solo quiero saber.


Y entonces me quebré.


Así. Sin aviso. Como se rompen las cosas que uno pensaba que ya no sentían nada.


Se me humedecieron los ojos. Cerré los párpados con fuerza, pero igual se escaparon. Lágrimas sordas. Viejas. Derramadas en silencio.


Ella me abrazó. Con fuerza. Como si abrazara a alguien que se estaba cayendo por dentro.


No dijo nada más, solo me sostuvo. Y yo no supe cómo agradecerle.


Solo supe que por primera vez en muchos años, alguien había visto en mí algo que valía la pena salvar.


Comentarios

  1. UN REGALO DE LA VIDA PARA DOS PERSONAS QUE QUE ERAN SOLO UNA SOMBRA SOBRE LA TIERRA, QUE NUNCA FUERON QUE ERAN ERAN SOLO DESTIADOS A SUFRIR Y EL DESTINO LOS UNIO PARA PODER VIVIR Y SER FELICES

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  2. Exelente relato gracias

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  3. Hola muy bueno pero yo decia q los iban a descubrir las demas sras y despues ir con el chisme pero todo bien

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  4. Una historia que mereseria una segunda parte

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