Las amigas de mi hija me miraban distinto

Después de probarlo



No sé por qué siempre me gustó joderlo.
Quizás porque era el único que no me seguía la corriente.

Todos los demás me veían las tetas o las piernas, me reían los chistes, me ofrecían chicles, cigarros o pase.

Él no.

Ese cabrón se sentaba derecho, callado, con cara de monje en retiro espiritual.
Y por eso mismo me daban ganas de bajarlo de su nube.

Le decía "padrecito", "niño virgen", "hermano". Una vez, justo antes de un examen, le hice la cruz en la frente frente a todo el salón. Se rieron hasta los profes. Y él también. Pero yo sé que por dentro se le apretaba algo.

La cosa es que no era tonto. Sabía que me gustaba burlarme, pero también sabía que, cuando había examen, me le sentaba al lado.

Y ese día… más que nunca.

Me puse el uniforme más cortito, me solté el pelo y me senté junto a él como si no pasara nada.

—Ni se te ocurra taparte, cerebrito. Hoy sí vengo bien bruta —le susurré, casi rozándole la oreja.

No me respondió, pero bajó la mirada. Y vi cómo tragaba saliva.

Durante el examen, fingí copiar, pero en realidad lo miraba a él. Cómo se concentraba. Cómo le temblaban las manos. Cómo se ponía nervioso si me acercaba demasiado.

Y algo me pasó. No sé qué, pero por primera vez, me pregunté cómo se vería sin esa camisa o cómo se pondría si lo tocaba entre las piernas.

Terminó el examen y salí antes. Me subí al taxi de un vato que siempre me daba aventón, pero en la cabeza no traía la música ni el cigarro.

Traía su cara.

Esa noche, cuando me metí a bañar, no me quité la idea. Me miré al espejo. Me mordí el labio. Me levanté la blusa. Me puse el short más chico que tenía. Y sin pensarlo, me tomé tres fotos: una con la cama desordenada al fondo, otra con la blusa arriba y una más con esa cara que sé que pone nervioso a más de uno.

Las revisé mil veces. Dudé, pero al final se las mandé.

“Esto es solo para ti. Pero ni una palabra, ¿eh? Si me sigues ayudando… te puedo mandar más.”

Apagué el celular y me metí a la cama, y por primera vez, no supe si me sentía cabrona o completamente expuesta.

No tenía por qué invitarlo.

Pero algo dentro de mí quería verlo incómodo. Quería que supiera lo que se siente estar fuera de lugar. Le dije que íbamos a una reunión, que era tranqui, que no tenía que llevar nada. Me creyó. Siempre me creía. Me gusta cuando hacen eso. Confiar también es una forma de abrir las piernas.

Nos vimos cerca de la prepa. Llegué en taxi. Él estaba esperándome, con esa mochila colgando de un hombro, como si trajera todas sus ilusiones ahí adentro.

Cuando entramos al depa, supe que había metido las manos al fuego.

Mi ex ya estaba ahí. Sí, ese cabrón con chamarra cara y boca de mentiroso, elque me cogía sin besarme, el que me presumía como trofeo pero me escondía los mensajes.

Nos sentamos en el sillón. Yo al medio. Ellos a cada lado. Pero no éramos tres. Éramos dos y uno más mirando desde la esquina.

Nos empezamos a besar. Primero suave, luego con rabia. Yo sabía que él nos estaba viendo. Y eso me calentaba. No porque me sintiera poderosa. Sino porque por fin, él veía lo que nunca iba a tener.

O eso creía, porque cuando volteé… ya no estaba.

Ni una palabra. Ni un portazo. Nada.

Solo su ausencia.

Y por alguna razón, eso me jodió más que cualquier insulto.

Esa noche me encerré en mi cuarto. Me quité el maquillaje. Me metí a la cama. Me abracé las piernas, y no sé por qué… pensé en su cara. Pensé en cómo me miraba cuando creía que yo no lo notaba.

Y sentí culpa, culpa real. No de la que una usa para chantajear. De la otra. La que te muerde bajito.

Al día siguiente lo busqué. No en la escuela. No con excusas. Lo busqué de verdad.

Fui a su casa, con la cara lavada, sin bragas.

Él me abrió la puerta con cara de asustado. Y yo no dije nada. Solo le dije: “¿Puedo pasar?”

Nos quedamos en el living. En silencio. Hasta que lo solté:

—Terminé con él. No me preguntes por qué.

Y él no lo hizo. Se quedó ahí. Viéndome. Como si no creyera que era yo la que hablaba.

—¿Qué te provocaron mis fotos? —le solté, sin filtro.

Lo vi quebrarse por dentro. No con palabras. Con los ojos. Y sin darle tiempo, me acerqué, le tomé la entrepierna y se la apreté por encima del pantalón.

Estaba duro. Más de lo que pensé. Más de lo que imaginé cuando me tocaba solita.

—No inventes… —le dije, bajito—. No creí que fuera tan grande.

Me miró como si el mundo se le desarmara. Y me encantó. No por morbo.
Sino porque, por fin, algo en mí también se rompía.

Le bajé el cierre y se lo saqué, y cuando lo tuve en la boca, entendí por qué nunca me había venido de verdad.

Gemía. Jadeaba. Me agarraba del cabello con miedo y con hambre. Me dejé usar la boca como él quisiera, pero cuando ya estaba por acabarse lo paré.

—Ahora te toca a ti —le dije, con los labios húmedos y el pulso en la garganta—. Me la vas a meter.

Me senté encima, despacio. Sentí cómo me llenaba. Cómo me abría desde adentro, y me di cuenta de que nada en mi vida me había preparado para eso.

Me monté. Me moví. Me corrí como nunca, y cuando él se vino no se bajó.

Se me quedó adentro y eempezó a moverse otra vez. Y ahí fue cuando lo supe: yo había jugado con fuego. Y él también sabía arder.

Justo cuando estábamos por venirnos juntos por segunda vez sonaron las llaves en la puerta.

Pasaron los días. No semanas, días, pero se sintieron eternos.

No le hablé. Ni una mirada en la prepa. Ni un “hola”. Me quemaban las ganas, pero me mataba el qué dirán. Nadie podía saber lo que hicimos. Nadie podía imaginar lo que me había metido en la boca, en el cuerpo, en el alma.

Y él tampoco dijo nada.

Lo veía en clases, tan tranquilo, tan él. Como si nada hubiera pasado. Como si no se hubiese venido dos veces adentro de mí sin condón. Como si yo no me hubiera montado sobre él como una perra en celo, gimiendo su nombre como si fuera un rezo.

Me ignoraba. Ni una sonrisa. Ni una insinuación.

Y eso me jodía más de lo que quería admitir.

El día del examen lo busqué con una excusa tonta. “¿Tienes el temario?”, le dije, con la voz baja, casi infantil. Me miró. Me miró como si no me conociera.

—No —dijo. Seco. Sencillo. Letal.

Ahí se me rompió algo adentro.

No el ego. Eso ya lo tenía chamuscado. Se me rompió otra cosa. Un hueco. Un vacío. Un "¿Por qué me duele tanto esto?".

A la salida, me fui directo donde el novio.

El ex que todavía decía que me amaba, que me esperaba, que “sabía que iba a volver”. Me recibió como siempre: con una línea en la nariz, una cerveza abierta y su sonrisa de idiota que alguna vez me pareció linda.

Me besó. Me tocó. Me empujó a la cama.

Intentamos coger.

Intentamos.

Me bajé los jeans, me quité la blusa. Él se subió encima. Me chupó las tetas sin ganas, me metió los dedos con torpeza. Lo miré. Vi su entrepierna. Flácida.

—¿Qué pasa? —le dije.

—No sé, amor… es que… estoy medio mal —balbuceó.

Se tumbó al lado mío. Me abrazó.

Y yo solo pensaba en mi nerd.

En cómo me la metió ese día, con miedo y con hambre. En cómo, sin experiencia, me llenó como nadie. En cómo se corrió y siguió duro. En cómo me volvió a coger sin siquiera sacarla. Como si mi cuerpo fuera su lugar. Como si no le diera asco sudar conmigo.

Y yo ahí acostada con un cadáver que olía a cocaína y desodorante caro.

Me levanté. Fui al baño. Me miré al espejo.

Y no supe si quería llorar o volver a buscarlo solo para que me la metiera otra vez.

Fue el fin de semana.

No tenía por qué salir, pero salí. Quería aire. Quería que el mundo me dijera algo. Lo que fuera. Algo que no doliera tanto como esa mirada suya ignorándome en clases. Algo que no me recordara que me había borrado.

Y entonces lo vi en la plaza, con otra.

No se tocaban. Pero él sonreía. Y ella lo miraba como si estuviera frente a un dios. Esa mirada. Esa pinche mirada de admiración pura fue como una bomba silenciosa en mi pecho.

No me saludó. No me vio. Y si lo hizo, me esquivó.

Volví a casa caminando lento. La boca seca. El corazón hundido. Me tiré en el sillón del living. No prendí la tele. No revisé el celu. No hice nada.

Solo me quedé mirando su casa. Como una loca.

Esperé. Conté los minutos. Las luces seguían encendidas. Ella seguía ahí.

La odié. La envidié. Quise ser ella. Pero también quise que ella supiera lo que yo sabía. Que ese cuerpo, esa verga, esa respiración agitada, esa dureza que no se ablandaba… ya había sido mía.

Cuando vi que ella se fue, me levanté.

Sabía lo que iba a hacer.

Esperé a que su cuarto se oscureciera. Crucé la calle con el corazón en las rodillas. Me salté la reja. Me metí por la ventana. La misma ventana por donde una vez lo vi estudiando sin polera, comiéndose las uñas de nervios.

Estaba dormido.

No dije nada.

Solo me saqué los jeans. Me subí a la cama. Me metí bajo las cobijas. Y me pegué a él.

Se despertó con un sobresalto. Me miró confundido. Me tocó la cintura.

—¿Qué qué haces aquí? —susurró.

No respondí. Le tomé la mano y la llevé directo entre mis piernas.

Estaba mojada. Inútilmente mojada.

Él tragó saliva. Su cuerpo reaccionó antes que su mente. Se endureció apenas lo toqué. Como si su pene tuviera memoria. Como si mi olor le activara algo. Algo primitivo. Algo inevitable.

Y entonces le hablé.

—No soy ella. Pero soy yo.

Y me senté encima. Despacio al principio, pero solo al principio.

Lo sentí entrar como si mi cuerpo lo hubiese estado esperando. Como si ya estuviera hecho a su medida. Me incliné hacia adelante, apoyé las manos en su pecho, y empecé a moverme. Lento. Fuerte. Preciso.

Él jadeaba, me apretaba las caderas, me besaba los pezones como si quisiera memorizar su forma.

—No entiendo qué haces aquí —me dijo entre suspiros.

—Yo sí —le respondí.

Y me lo seguí cogiendo.

Después me giró. Me puso de espaldas. Me la metió con fuerza. Las piernas me temblaban. El colchón crujía. Me la metía con ritmo, con rabia, con ganas. Como si hubiera estado practicando. Como si en esos días de silencio se hubiese vuelto otro.

Parecía tener más experiencia. Más técnica. Más aguante.

No se vino rápido. Me la metía con calma, con estrategia. Me acariciaba los senos, me lamía el cuello, me mordía el hombro. Luego me puso en cuatro. Me empujó hasta el borde de la cama. Me abrió entera. Y entró de nuevo.

No podía dejar de gemir. De pedir más. De perder la cabeza.

—No pares… —le dije, entre dientes.

—No pienso —me respondió, jadeando.

Me corrió de nuevo. Y otra vez. Ya ni contaba.

Después me alzó. Me hizo apoyar las rodillas en el suelo. Me cogió de pie, desde atrás, con las manos en mi cintura, los cuerpos sudando, las bocas calladas.

Terminamos en cucharita. Yo rota. Él aún duro. Me la metió una vez más, lento. Como si fuese la última.

Y cuando se vino, se vino diciéndome mi nombre. No un gemido. No un grito. Mi nombre.

Eso me quebró.

Me giré. Lo miré a los ojos. No me tapé. No me hice la fuerte.

—Quiero que seas mío —le dije, con la voz temblando—. Solo mío.

Él tragó saliva. No respondió.

—¿La quieres a ella? —pregunté.

Silencio.

—Dime que sí. Dímelo ahora.

Él negó con la cabeza. Pero no dijo nada.

—¿Me vas a dejar dormir aquí? —le pregunté, sabiendo que ya no me quedaba más dignidad que ofrecerle.

Él me miró. Me acarició el cabello. Y dijo:

—Sí… quédate.

Me abracé a él, desnuda, cansada, confundida.

Y esa noche no soñé con el sexo.

Soñé con él, mirándome como si yo fuera suficiente.






Comentarios

  1. Felicidades excelente relato y la segunda parte y

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  2. Excelente relato bien excitante

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  3. Excelente relatos gracias

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  4. UN EXCELENTE Y EXCITANTE RELATO MUY HOT 🔥🔥🔥 GRACIAS

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  5. Muy interesante y excitante el relato, quedó espacio para parte II

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  6. Ecxelente relato saludos

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  7. Exelente relato y sobre todo buena dosis de exitacion

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  8. Excelente relato le gustó a la morra como se la cogía este men

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