- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
La lluvia golpeaba el techo de zinc como si quisiera abrirse paso. Afuera, el bosque parecía latir entre sombras húmedas. Las brasas de la chimenea crepitaban, y su resplandor rojo dibujaba siluetas sobre las paredes de madera. Adentro, ella se movía sobre mí como si intentara fundirse con mi cuerpo, como si el fuego no estuviera en el rincón, sino entre nuestras piernas.
La cabaña olía a tierra mojada, a leña recién quemada y a su perfume, ese aroma dulce que siempre se mezclaba con grasa de cocina y shampoo barato. La tenía sentada encima, el cabello pegado a la espalda por el sudor, las mejillas encendidas. No hablaba. Gemía bajo, apretando los dientes para no romperse. Afuera el mundo se deshacía en agua, pero adentro todo ardía.
Yo estaba dentro de ella desde hacía rato. Nos habíamos corrido ya, pero seguíamos buscándonos, como si el vacío que venía después no tuviera perdón. Mis manos le recorrían los muslos, lentas, reverentes, mientras ella bajaba y subía, haciendo crujir la madera bajo nuestros cuerpos.
La luz del fuego le lamía los pezones. Uno brillaba más que el otro por la saliva. Me lo había puesto en la boca minutos antes, temblando de deseo.
Se inclinó hacia mí, su pecho contra mi cara, y dijo, sin cambiar el ritmo:
—Quiero irme contigo.
La lluvia golpeó más fuerte. El viento sacudió los árboles. Yo la sostuve de la cintura, sin saber qué hacer con esa frase.
—Estoy hablando en serio —insistió.
No respondí. Solo la besé en el cuello, justo debajo de la oreja, donde ella siempre se derretía. Pero esta vez no cerró los ojos. Me miraba.
—Me largo. Dejo todo. A mi marido, al restaurante, al pueblo. Me voy contigo donde quieras.
Su cadera empezó a moverse más lento. Más profundo. Como si quisiera marcarme por dentro. Como si no hubiera marcha atrás.
Le acaricié la espalda. No por ternura. Por respeto a su entrega.
—No podemos —dije.
Ella se detuvo. Bajó de mi cuerpo y se sentó a mi lado. La chimenea crepitaba detrás. Una gotera empezó a sonar en la esquina del techo. La sábana se le resbaló del pecho, pero no la levantó. El fuego le hacía brillar los pezones como si fueran dos ojos tristes.
—¿Por qué no?
—Porque tú estás casada. Porque mis hijos no están preparados. Porque este pueblo no nos va a perdonar.
Ella bajó la cabeza. Sonrió, pero fue una sonrisa hueca, parecida a la de las mujeres que ya saben la respuesta.
—No me importa el qué dirán. Me importas tú. Hace años que no me tocan así. Hace años que no existía. Tú me devolviste algo.
Me levanté. Fui al lavamanos de la cocina. El agua estaba fría. Me mojé la cara. Me vi en el reflejo de la ventana: parecía más viejo de lo que me sentía.
Cuando volví, ella estaba en la cama, con una pierna fuera de la sábana, el cabello revuelto y los ojos abiertos como si nunca hubiese dormido en su vida.
—No puedo —repetí—. No quiero hacerles daño.
—¿Y a mí?
No supe qué decir.
Ella se levantó sin apuro. Se vistió de espaldas, dejando ver su silueta recortada contra la luz naranja del fuego. Se abrochó lentamente el sostén, como quien pone el punto final a un poema que no terminó bien.
Antes de abrir la puerta, me miró.
—No te preocupes. No voy a contarle a tu hija. Ni a tu equipo. Ni al Gato. Aunque tú y yo sabemos que él siempre supo.
Salió a la lluvia sin paraguas.
La cabaña crujió cuando cerró la puerta.
Y yo me quedé ahí. Con el olor a ella en mis dedos. Y el corazón lleno de ceniza.
La lluvia había parado.
La cabaña olía a sexo frío y leña muerta.
Me vestí sin apuro. Las botas embarradas junto a la puerta eran lo único que recordaban que, unas horas antes, alguien había salido de ahí rota de deseo.
Me encendí un cigarro. No por ganas. Por distracción. Pensé en su cuerpo y en mis escasas posibilidades de poder llegar a enamorarme de ella algún día. También pensé en sus palabras y en la manera en que se fue sin mirar atrás.
Pensé en mi hija también, en cómo no me mira a los ojos desde hace semanas. En cómo ya no me cuenta nada, como si intuyera que yo también tengo algo que esconder.
Pensé en el Gato.
No como jugador. Como hijo de ella.
Y en lo que podría pasar si todo salía a la luz.
Cuando llegué al campo de entrenamiento los chicos ya estaban corriendo. La tierra aún húmeda levantaba un vapor invisible que parecía salir de sus espaldas. Gritaban, se empujaban, reían. Yo los miraba desde la línea, fingiendo que el cuerpo me respondía.
Y entonces la vi a la viuda.
Apareció al final del camino de grava. Bajó del auto con una sombrilla pequeña y unos zapatos que no tenían nada que ver con ese barro.
Usaba un abrigo ajustado. Negro. Lentes oscuros y debajo un vestido gris perla que se le pegaba al cuerpo como si fuera parte de su piel.
Caminaba como si el mundo le debiera explicaciones.
Los niños la miraron. Todos. Incluso los que no sabían quién era. Luego se acercó y me miró con una media sonrisa que no supe leer.
—Mi hijo quiere entrenar hoy —dijo—. Aunque no esté en la nómina —¿Puede quedarse a mirar?
Asentí.
No por cortesía, por algo que me empezó a arder por dentro sin saber bien por qué.
Ella se acomodó bajo la sombra de un árbol. Sacó un libro de la cartera. Cruzó las piernas y me observó como si ya estuviera adentro.
La tierra seguía húmeda. Los botines se enterraban al correr y el barro salpicaba hasta las canillas. El hijo de la viuda estaba en la cancha. Había insistido en entrenar y yo no había querido decirle que no. Todavía.
Era flaco. Lento. Con ese cuerpo de chico de biblioteca que no entiende lo que es un choque de hombros. Pero se esforzaba. Corría cada ejercicio como si le fueran a quitar algo. Jadeaba, se caía, se levantaba. No tenía fuerza. Ni piernas. Ni sentido del espacio. Pero seguía. Y seguía.
Ella lo miraba desde fuera de la reja. De pie. Con un abrigo claro hasta las pantorrillas, el pelo recogido y unos anteojos que no ocultaban nada. Cuando terminó la práctica se acercó. Con ese paso lento de quien nunca ha tenido apuro. Se paró frente a mí, seria.
—Por favor, déjelo en el equipo.
—No tiene las condiciones.
—Es el mejor de su clase. Muy inteligente.
—En el fútbol eso no dice nada.
—Se sabe de memoria todos los mundiales. Hasta los planteles completos. Le encanta mirar fútbol. Lo analiza. Lo entiende.
—Entenderlo no es jugarlo.
—Pero puede aprender. Lo único que le falta es una oportunidad.
La voz se le quebró un poco al final. No de llanto. De orgullo herido. De madre que se niega a aceptar que su hijo es invisible para el mundo que importa.
Mi hija había llegado hace rato. Se apoyaba en una reja, con las manos dentro del polerón. Observaba todo. A mí. A ella. Al chico.
—Próbalo de central izquierdo —dijo sin moverse—. Que lo ordene el Capitán.
La viuda la miró, sorprendida. Yo también. No por la idea. Por el momento.
—¿Estás segura?
—No es fuerte. Pero tiene lectura. Y sabe pararse. Se supone que nuestro capitán está en la selección Sub-15. Está en la selección regional, algo irá a aprender ¿no?
La viuda miró a mi hija con ojos llenos de amor.
—El capitán es un defensa buenísimo—dijo—. Como se nota que es de genética —Me aduló, tal vez sabiendo que el capitán era mi hijo de al medio.
Me quedé en silencio. Vi al chico con las medias caídas y las manos en las rodillas. Respiraba como si lo hubieran exprimido. Pero no había dejado de mirar ni un segundo.
Asentí.
—Está bien. Se queda.
La viuda abrió los ojos como si no entendiera.
—¿De verdad?
—Sí. Pero tiene que ganárselo.
—Lo hará. Se lo prometo.
Me miró como si acabara de sacarla de un incendio y por un instante, en medio del barro, el frío, y los gritos de los muchachos en el fondo, me miró distinto.
No como madre, no como viuda. Me miró como mujer, como si ese “gracias” no se dijera con palabras, sino con el cuerpo.
Yo bajé la mirada pero ya era tarde. Sus ojos estaban adentro y no iban a salir fácil.
El partido era en la montaña. Campo abierto, pasto seco, calor sin sombra. Viajamos en un bus viejo, con los vidrios empolvados y el aire acondicionado roto. Sudábamos antes de salir del pueblo. Los chicos cantaban al fondo. Algunos dormían sobre sus bolsos, otros discutían formaciones como si fueran comentaristas.
Yo iba solo. Al medio del bus. Con la ventana a medias y el sol rebotándome en la nuca. La camisa pegada a la espalda. El cuerpo aún cansado. El alma, no tanto. Pero sin entusiasmo.
Y entonces la vi.
Cruzó el pasillo con paso seguro y llevaba un vestido corto y suelto y claro. También portaba unas gafas de sol que no ocultaban su sonrisa.
Se sentó a mi lado como si el asiento hubiera estado reservado desde el día anterior.
—¿Te molesta?
—No.
—El calor me mata.
Cruzó las piernas. Y con eso solo bastó. El vestido se recogió un poco. O quizás ya venía recogido. El sol le brillaba en los muslos. Y más arriba… también. No llevaba nada que la contuviera.
Yo tragué saliva.
—Nunca había ido a este estadio. ¿Es bonito?
—Es feo y cuesta respirar.
Ella se rió bajito. Se quitó las gafas y se las acomodó sobre el escote.
—¿Y por qué siempre me da la impresión de que contigo todo es más difícil?
—¿Difícil?
—Sí. Todo lo que digo parece caerte mal. Y todo lo que no digo también.
No supe qué responder.
Volvió a descruzar las piernas. Lentamente. Luego se estiró un poco, como quien necesita acomodarse mejor… y al hacerlo, me rozó con la cadera. Apenas. Pero lo suficiente.
—¿Estás nervioso? —preguntó.
—¿Yo?
—Sí. Desde que me senté te pusiste más serio.
La miré. Por primera vez. De frente.
Tenía el cuello perlado de sudor, y una gota bajaba, lenta, por entre sus pechos. No dije nada. No podía.
Ella bajó la mirada. Sonrió de lado.
—No me mires así, que después me la creo.
Y volvió a mirar por la ventana, como si nada.
Como si no supiera exactamente lo que acababa de hacerme, como si no estuviera oliendo el efecto.
Lo puse de titular.
No porque lo mereciera. Porque quise creer. Porque a veces uno necesita que algo improbable funcione.
Lo mandé como central izquierdo, al lado del capitán. Lo emparejé con el más tranquilo del equipo rival. Pensé que eso le daría espacio. Confianza.
Pero no.
Lo pasaban como poste oxidado. Como si no estuviera. En el primer tiempo nos clavaron tres. Dos por su callejón. Uno por error de coordinación.
Lo miré. Estaba desencajado.No era miedo. Era vergüenza. Una que yo conocía bien.
Lo saqué en el entretiempo. No dije nada. Solo lo llamé y lo señalé con el dedo. Bajó la cabeza y salió solo, sin siquiera mirar al banco.
Reordenamos el equipo. Y remontamos cuatro a tres de visita. Un partidazo.
Pero no grité el gol del triunfo. Me quedé mirando el cielo. Oscuro. La montaña cortada por cables de alta tensión.
Cuando volvimos al bus el chico ya estaba adentro. Se había metido solo. Se sentó al fondo, con la cara apoyada en el vidrio. Parecía más chico que nunca.
La viuda lo siguió con paso lento. Nadie la miraba. Pero todos la veían.
No subió de inmediato. Se quedó en el primer peldaño del bus, apretando la cartera. Como si dudara. Como si le doliera algo que no podía contar.
Cuando al fin tomó asiento tras intentar sin éxito sacarle algunas palabras a su hijo me acerqué sin pensar.
—¿Se puede? —le dije, cuando subí detrás de ella.
Se sorprendió. Pero asintió. Se sentó junto a la ventana. Yo al pasillo. Los chicos dormían o hablaban en voz baja. El bus avanzaba lento, y el calor era menos que a la ida, pero la piel seguía húmeda.
No hablé al principio.
Solo dejé que la inercia del vehículo nos acercara hasta que su brazo rozó el mío.
—No se preocupe —le dije por fin—. Voy a trabajar con él. Lo voy a hacer competitivo. Pero no estaba listo hoy.
Ella miraba hacia fuera. Pero me escuchaba.
—No lo puse por usted. Lo puse porque quería creer que los milagros existen.
Ella sonrió, sin dejar de mirar por la ventana.
—Gracias —dijo, muy bajito. —Usted no sabe lo que significa esto para él.
—No me dé las gracias. No hemos ganado nada todavía.
—Sí… pero usted fue el único que lo vio entero.
Y ahí volvió la mirada, ya no era la sonrisa coqueta del viaje de ida.
Era otra cosa.
Como si me entregara algo más profundo que un “gracias”. Y lo que más me inquietó… fue que por primera vez no pensé en el cuerpo.
Pensé en quedarme.
Ese día hacía un calor de mierda.
De esos que te cocinan desde los pies, que hacen que el aire queme y que hasta los gritos se escuchen gastados.
Estábamos entrenando fuerte. Partido táctico entre los mismos del plantel. Los chicos iban con todo. Y el hijo de la viuda otra vez se notaba perdido.
La pelota pasaba por su lado como si no existiera. No corría mal, pero no sabía cuándo frenar. Se posicionaba tarde. Calculaba mal.
El Capitán se hartó. Lo gritó delante de todos.
—¡No sirve pa’ esto, profe! ¡Nos va a costar el partido otra vez!
La frase fue como una patada en el pecho y el chico bajó la cabeza y yo silbé.
Lo saqué sin pensarlo.
—¡Fuera! —le dije.
Él salió despacio, tragándose la rabia, la vergüenza, todo.
Cuando se sentó, me acerqué. Le hablé bajo, sin que los otros escucharan.
—¿Sabís lo que hiciste mal?
Él negó, sin mirarme.
—Estás reaccionando. En defensa hay que anticipar. Tienes que leer al rival antes de que reciba la pelota. Fijarte en los hombros, los pies, en cómo está parado. Tienes que pensar medio segundo antes.
—¿Y si igual me gana? —dijo, apenas.
—Que te gane después de hacer todo lo correcto. No por miedo.
Lo miré firme.
—Anda de nuevo. Jugátela.
Volvió a entrar.
Y en la primera pelota ganó un cabezazo. defensivo. Seco. Limpio. Bien parado.
El Capitán lo miró. No dijo nada. Pero se lo quedó mirando.
Desde la reja, ella, la viuda.
Venía vestida de manera absurda para ese calor. Pantalón blanco, blusa verde como de seda, y un sombrero elegante que no tenía nada que ver con esa cancha. Pero se le veía bien. Muy bien.
Se acercó con calma. Se paró a mi lado, como si la reja también fuera de ella.
—¿Sabe? Me parece que usted se toma demasiado a pecho a los que parecen menos capaces —me dijo, como quien comenta el clima.
—Es que me duelen los que tienen talento oculto.
Ella sonrió.
—No sé si mi hijo tiene talento. Pero tiene algo que a veces vale más. Observa. Escucha. Aprende rápido.
Asentí, sin mirarla mucho.
—Puede ser —le dije—. Pero eso se prueba en la cancha.
Hubo un silencio.
Ella se bajó un poco los lentes de sol y me miró con esos ojos que siempre parecen estar preguntando cosas que no se atreven a decir en voz alta.
—Usted debe haber amado a alguien así... con ese tipo de inteligencia —murmuró—. Me refiero a alguien que no se impone, pero que se hace espacio igual.
No respondí.
—¿Está solo? —agregó después, casi casual.
—¿Por qué?
—Porque usted tiene cara de no dormir bien. No sé si por culpo o por otras cosas.
No alcanzó a mirarme de nuevo porque justo en ese momento apareció ella.
La otra. Mi amante. La administradora del restaurante.
Venía hecha una furia, con el delantal arrugado, el pelo mojado de sudor y los ojos llenos de bronca.
—¡¿Y tú piensas volver alguna vez al local?! —soltó, sin fijarse en nada más que en mí—. ¡Tienes botado el negocio... y a mí también!
Se hizo un silencio seco. Todos los jugadores miraron. Algunos rieron bajo y otros fingieron no escuchar. El gato agachó la cabeza, bastante avergonzado.
La viuda se quedó en su lugar. Ningun paso atrás. Ninguna palabra.
Solo me miró lenta, con una media sonrisa que dolía más que un grito.
—Ah... entonces no era culpa.
Era otra cosa.
Y se fue.
No caminó. Flotó.
Yo me quedé ahí, mirando el polvo que levantaron sus tacos, con la cara de hombre atrapado entre las piernas de sus decisiones
Lo hicimos en el auto, justo afuera de su casa, en el asiento delantero que ni siquiera se reclinaba del todo. Fue algo apurado, caliente, torpe. Una urgencia sin poesía. Ni siquiera nos detuvimos a mirar si había alguien. Ella se bajó los pantalones como si no pudiera esperar un segundo más, se sentó sobre mí con las bragas enrolladas en las rodillas y empezó a moverse sin darme tiempo a nada. No fue cariño, ni reconciliación. Fue rabia. Y no suya. Mía.
Mientras la penetraba, con fuerza, con desesperación, con esa torpeza voluntaria que a veces se confunde con pasión, pensé en otra. En la viuda. En su elegancia innecesaria para una cancha de fútbol, en su forma de pararse derecha mientras su hijo se ahogaba entre errores, en su voz, tan medida, tan contenida, tan segura de que las cosas pueden cambiar si se miran con fe. Y me dolió. Porque de pronto sentí que ella estaba más viva que la mujer que tenía encima. Y eso me quemó.
Ella, la madre del Gato, me mordía el cuello, gemía cerca de mi oído, se aferraba a mis hombros con sus uñas pintadas como si me odiara y me amara al mismo tiempo. Pero yo no estaba ahí del todo. La empujé más fuerte. La tomé por las caderas y le di como si pudiera vaciarme de lo que me carcomía. Pensaba en la viuda y en todo lo que no habíamos hecho. En todo lo que me hubiera gustado hacerle. Y me enojaba aún más sentir que lo deseaba de verdad.
Cuando no aguanté más, la tomé del cabello, la bajé hacia mí y le dije que me la chupara. No lo dudó ni medio segundo. Se la metió en la boca con ganas, con práctica, con rabia. Me miraba desde abajo mientras me lamía lento, como si supiera que eso me iba a dejar temblando. Y cuando acabé, no apartó la lengua. Solo tragó. Como si estuviera cansada de resistirse a lo que éramos.
Se quedó apoyada en mi abdomen. Su respiración todavía agitada. Con una mano jugaba con lo que quedaba de mí, esa carne tensa que aún se negaba a aflojarse del todo. Me acariciaba sin ternura, como quien revisa que el arma todavía funcione.
—Perdón —dijo al rato—. Por la escena en la cancha. No lo soporté. No soporto a esa mosquita muerta. La mamá del nerd. Siempre tan elegante, tan silenciosa… tan metida.
No respondí. Cerré los ojos.
—No me digas que no te diste cuenta —insistió—. Esa mujer se te ofrece con la mirada. Y tú la dejás. A mí ya ni me registrai.
Le pedí que no hablara de ella, pero ya era tarde. Siguió diciendo que era una hipócrita, una puta disfrazada de señora decente. Que nadie era tan buena madre si no estaba buscando algo. Pero mientras hablaba, mientras me insultaba a medias, yo solo pensaba en lo otro. En la forma en que la viuda estaba siempre ahí. Al lado de su hijo. Sin quejarse. Sin buscar aplausos. En cómo lo acompañaba incluso en el fracaso. En cómo estaba dispuesta a tragarse la humillación con tal de que él siguiera aprendiendo.
Y me dolió. Porque del Gato ella ya no hablaba. Solo me hablaba a mí. Solo me buscaba a mí. Y él, su hijo, se iba volviendo cada vez más invisible.
Y yo solo quería que esa otra mujer me mirara una vez más como si pudiera salvarla del mundo. Aunque no pudiera salvarme ni a mí mismo.
El entrenamiento transcurría con normalidad, pero yo andaba con la cabeza a medias. Esa noche había una reserva grande en el restaurante, y me había comprometido con la administradora a ir a ayudar. Ella me lo había pedido con tono firme, como quien ya no espera nada pero igual insiste, y yo le había dicho que sí, que esta vez no le fallaría. Pero no dejaba de mirar el reloj, de repasar mentalmente el resto del día, y sobre todo, de distraerme con algo que no estaba a la vista: la ausencia de la viuda.
Me enteré por uno de los chicos que había ido a la capital. Nadie sabía a qué. Y aunque no era algo que se comentara, se notaba. La cancha tenía un vacío raro. Su hijo, sin embargo, parecía otro. Más centrado, más liviano. Tocaba mejor el balón, se ubicaba con más inteligencia, y sobre todo, entregaba con precisión. Me llamó la atención cómo asumía las indicaciones sin vacilaciones. No era una explosión de talento, pero sí un cambio sutil, como si por fin se hubiera animado a jugar solo.
A quien no reconocía era al Gato. Estaba opaco. Errático. Como si lo hubiesen vaciado por dentro. No era enojo lo que transmitía, era otra cosa: un tipo de tristeza que no mostraba rabia sino desconexión. Las jugadas se le escapaban como si no le importaran, y cada vez que fallaba —porque fallaba más de lo habitual— giraba la cabeza y me buscaba con la mirada. Esa insistencia, ese mirar fijo, comenzó a inquietarme. Por un momento creí que ya lo sabía. Que había atado los cabos. Que estaba por decirme algo sobre su madre.
Entonces lo vi caminar hacia mí. No con furia ni desafío. Caminaba despacio, como si le costara mover el cuerpo. Se detuvo frente a mí, sin mirarme a los ojos. Se quedó en silencio unos segundos, y después, con una voz más suave que de costumbre, dijo:
—Profe... ¿Podría poner al flaco detrás de mí en el próximo partido?
Tardé en procesar la frase. Me pareció absurda al principio. Casi provocadora.
—¿Al hijo de la viuda?
Asintió. No había sarcasmo en su cara. Ninguna intención oculta.
—Sí. A él.
—¿Y por qué?
—Porque quiero mostrar que el capitán no es un buen líder. Y quiero que ese chico juegue. En serio.
No supe qué decirle al momento. La respuesta me había descolocado, pero no por el contenido, sino por la entrega con la que la dijo. No parecía haber un plan detrás, ni un acto de nobleza. Parecía más bien una apuesta personal. Como si se estuviera regalando una última oportunidad de hacer algo correcto.
Le hice un gesto para que se acercara un poco más. Bajé la voz. Había algo en su tono que me conmovía. Le pregunté si se sentía bien, si había algo más.
Él se encogió de hombros, sin dramatismo.
—No mucho. Es mi mamá. Ya no me escucha como antes. Está en otra. Metida en el restaurante, en su vida. Y conmigo... nada. Me ve menos. Me habla poco. No me pregunta nada. Y yo, no sé... Me siento descolgado.
Guardó silencio unos segundos, y luego agregó algo que no me esperaba.
—Y me da pena ver a la otra mamá, la del flaco. Va siempre. Nunca falta. Aunque pierdan, aunque lo saquen, aunque lo puteen. Está ahí. Siempre.
No contesté de inmediato. Me limité a mirarlo, a ver cómo miraba la cancha sin enfocarse en nada, como si ya no pudiera conectar con lo que antes era suyo. Le apoyé una mano en el hombro y le dije que lo entendía, que contara conmigo, y que pensaría su sugerencia para el próximo encuentro.
Lo vi alejarse con pasos lentos. No arrastraba los pies, pero no llevaba prisa tampoco. Y en ese momento, algo dentro de mí se alivió. No era lo que yo temía. No era lo que creí que se avecinaba. Era otra cosa. Algo más triste. Más real. Un dolor que no me involucraba directamente, pero que se le parecía tanto al mío, que por un segundo, me hizo sentir menos solo.
El partido era en la costa, en una cancha irregular con pasto reseco y el mar respirando cerca. Habíamos llegado temprano, como de costumbre, pero esta vez no me atreví a preguntar por ella. El chico había bajado solo del bus, con los audífonos puestos y la mirada baja, como si ya supiera que no debía explicar nada. La viuda no estaba. Y su ausencia pesaba más que otras veces. Sentí una especie de vacío frío en la banca, un silencio donde siempre había instrucciones, reclamos suaves, miradas fijas.
Estábamos preparando la charla previa cuando la vi.
Llegó en un vehículo oscuro, sencillo pero elegante. Se bajó como siempre, con la calma de quien no corre por nada, pero que nunca llega tarde. Me saludó con un gesto breve y una frase seca:
—Vengo llegando de la capital. Asuntos de trabajo. Tengo algunos compromisos allá.
Me dijo que vio una cabina cerca de la banca y preguntó si podía sentarse ahí. Asentí sin dudar. En parte porque me parecía lógico, en parte porque no podía pensar en nada más al verla de cerca.
Llevaba puestos unos pantalones gris claro, tan ajustados que le dibujaban el cuerpo con descaro. La tela no dejaba lugar a la imaginación. Pero no era vulgar, era casi ofensivamente perfecta. El sweater también era ceñido. Algodón oscuro que se amoldaba a sus curvas con una naturalidad que dolía. Sus senos parecían elevados por dentro, sin exageración. Solo estaban ahí, brillando con la luz del mediodía, moviéndose apenas con la respiración.
Y yo no podía concentrarme. Fingía que miraba las formaciones, que revisaba el cronómetro, pero todo en mí estaba mirando debajo de esa tela. Pensaba en su abdomen, en su espalda, en cómo se vería sentada sobre mí, con ese mismo pantalón apretado y ese sweater convertido en estorbo. Me empecé a endurecer. Ahí mismo. En plena banca. Como un adolescente.
Por suerte, en ese momento, algo cambió.
El Gato, que venía jugando más suelto desde hacía unos días, tocó rápido, leyó bien una jugada desde el medio, y le metió un pase con ventaja al hijo de la viuda. La jugada parecía inofensiva, pero el chico explotó con una velocidad que no le conocíamos. Y ella, como siempre, lo acompañó con la voz. Le gritó instrucciones precisas, una tras otra, sin temblarle el tono. El chico las obedeció todas. En vez de buscar al artillero —que venía por el centro esperando el pase— definió cruzado, al segundo palo. La pelota entró limpia.
Gol.
Ella se levantó de golpe. Gritó el nombre de su hijo y, sin pensarlo, se lanzó sobre mí. Me abrazó fuerte. Su torso contra el mío. Su boca cerca. El pelo perfumado pegándome en la cara. Yo no supe si devolverle el abrazo o quedarme quieto. Solo sentí su cuerpo, vivo, respirando contra el mío.
Cuando se separó, lo hizo con lentitud, como si aún no decidiera soltarme. Miré al Gato. Nos estaba observando. Con una expresión difícil de traducir. Tristeza. Duda. Tal vez resignación.
El partido siguió. Y el chico se agrandó. No solo atacaba. Distribuía. Retrocedía. Cortaba. Parecía otro. Y el Gato, lejos de molestarse, lo buscaba. Le tocaba todas. Lo hacía brillar.
Pero entonces vino la jugada que lo cambió todo.
Otra vez un pase en profundidad del Gato. Otra vez el chico ganándole en velocidad a todos. El arquero rival salió a cortar y, sin intención —o quizás sí—, lo barrió con una patada brutal.
El cuerpo del chico voló. Cayó mal. Inconsciente.
La viuda gritó. Cruzó media cancha corriendo, con una velocidad que no le conocía. Lo rodearon. Yo también corrí. Pero ella se agachó antes. Le tomó la cabeza, le habló al oído. Nadie sabía si respondía. Tuvieron que sacarlo en camilla.
El juez sacó la roja. El arquero se fue insultando. El estadio enmudeció.
Me acerqué a ella. Le dije que quería acompañarla al hospital. No dudó en responder.
—No. Usted tiene que quedarse. No puede abandonar al equipo. Ya hizo bastante.
Me miró con calma. Su voz era suave. Pero firme.
—Después le llamo —agregó—. Le aviso cómo está. Se lo prometo.
En eso llegó mi hija, mi ayudante. Vio todo. Se acercó sin preguntar nada. Y fue ella quien se ofreció.
—¿La acompaño?
La viuda la miró y asintió con gratitud.
Y se fueron juntas, dejando en la banca un hueco más grande que el partido.
Yo me quedé ahí, con los brazos cruzados, sin poder mirar la cancha. Y por dentro, temblando, no por miedo, sino por una certeza: esa mujer ya no era solo una presencia elegante. Era parte de todo esto. De mí.
El partido había terminado, pero la sensación de que algo quedaba pendiente no me abandonaba. El bus de vuelta al pueblo se llenó de un silencio espeso, roto apenas por los murmullos de los jugadores y el traqueteo del motor viejo. Yo, sentado adelante, no dejaba de pensar en el hospital, en el cuerpo del chico tendido sobre la camilla, en la expresión contenida de la viuda cuando se lo llevaron, en cómo me dijo que me quedara, que no hacía falta que fuera con ella. Pero por dentro, algo me corroía. Había una incomodidad física, como si llevara una piedra en el pecho. Y sabía que no se me iba a pasar hasta verla.
Apenas llegamos al pueblo, estuve a punto de salir rumbo a la costa. Lo había decidido: tomaría el auto, manejaría solo en plena noche y me presentaría en el hospital aunque fuera tarde, solo para saber si podía verla, escuchar su voz de nuevo. Pero justo cuando iba a tomar las llaves apareció mi hija. Tenía el rostro cansado, pero tranquilo. Me detuvo con una mirada, como si supiera lo que iba a hacer antes de que lo dijera.
—Papá —me dijo—, el chico quedó hospitalizado. Están evaluando si responde a los antiinflamatorios antes de decidir si lo operan o no. Mañana tiene visita a las ocho. La madre lo dejó acomodado en la sala de observación y volvió a casa. Me pidió que te avisara si te veía.
Asentí. No supe qué decir. Le agradecí con una palmada suave en el hombro y me encerré en mi pieza.
A los pocos minutos, sonó el teléfono. Era ella. Mi amante. La madre del gato. La administradora. Otra vez la exigencia disfrazada de preocupación.
—¿A qué hora vas a llegar al restaurante? Dijiste que me ibas a ayudar.
—Voy en camino —le respondí. Pero era mentira.
Porque en ese momento, mientras cortaba la llamada, ya estaba tomando el abrigo. Ya tenía claro que no iba al restaurante. El cuerpo me llevó, como si no hubiera otra posibilidad. Como si fuera una orden interna. Conduje sin pensar. Cada cuadra era una decisión que ya no me pertenecía. Fui hacia su casa como si fuera mía.
Cuando llegué, sentí que el corazón me latía en el cuello. No sabía si tocar la puerta o quedarme ahí, como un adolescente que no se atreve. Pero antes de decidir, la vi.
Estaba en la entrada. Me había visto llegar. Sonrió. No una sonrisa amplia. Fue una de esas que apenas se abren, pero que se quedan grabadas.
—Me imaginé que vendrías —dijo.
Me abrazó. Un gesto corto, cálido. Ni demasiado íntimo ni distante. Me hizo pasar. Su casa olía a incienso y madera. Había una lámpara encendida en el rincón del living. No había música. Solo el eco del silencio bien llevado.
—Está bien —dijo, antes de que preguntara—. Hablé con él hace un rato. Dicen que está respondiendo. Mañana lo revisan otra vez.
Asentí. No sabía si estaba más aliviado por su hijo o por verla a ella.
Caminó hasta una mesa baja donde había una botella de vino abierta y una copa a medio tomar. Llevaba un vestido liviano, suelto, pero el cuerpo seguía mostrándose. No por provocación, sino por costumbre. La sensualidad, en ella, ya no era un esfuerzo. Era una forma de estar.
—Me estoy tomando una copa —dijo—. Estoy sola. ¿Querés una?
Saqué el celular. Tenía tres mensajes de la administradora. Uno de ellos decía: “¿Dónde estás?”
Volví a mirar a la viuda. Estaba parada con la copa en la mano, los ojos suaves. Había algo distinto en su forma de hablar. Como si supiera que, esta vez, ya no hacía falta disimular.
—Sí —le dije—. Acepto la copa.
Y supe que, al hacerlo, acababa de cruzar una línea que ya no iba a poder desandar.
La casa estaba en silencio. El vino respiraba en la copa, y la viuda también. Nos sentamos en el sofá, uno frente al otro, con la mesita de por medio. Ella se acomodó de lado, cruzando las piernas con naturalidad. Yo trataba de no mirarlas, pero todo en esa sala era una invitación a no pensar en otra cosa que en ella. El calor, el vestido, el vino, su cuerpo... todo estaba calculado sin querer.
—¿Y cómo viste al equipo hoy? —preguntó ella, como si hablara de algo liviano, pero con esa atención que siempre la delataba.
—Bien —dije—. Mejor de lo que esperaba, la verdad. Tu hijo ha crecido.
Ella bajó la mirada y sonrió con los labios, no con los ojos.
—Le ha hecho muy bien esto. El fútbol, los viajes, el grupo. Antes de esto... bueno, yo también llevaba una vida bastante aburrida.
—¿Sí?
—Sí. Demasiado orden, demasiado silencio. Creo que uno se va muriendo de a poco sin darse cuenta.
Volvió a beber. Lento. Como si necesitara enjuagarse de su pasado. Yo no sabía bien qué decir. Había una tristeza leve en sus palabras, pero también algo que insinuaba una alegría nueva. Como si la incomodara sentirse viva otra vez.
El vino corría con suavidad. El silencio entre nosotros ya no pesaba, se sentía cómodo. Afuera, el pueblo dormía con la ventana entreabierta. Ella se levantó, caminó hacia la cocina, y volvió con la botella. Rellenó su copa primero, luego la mía.
—Disculpá si me paso —dijo—. No suelo tomar así. Pero hoy... no sé. Me hace bien.
—No pasa nada —le respondí—. Estás en tu casa.
Ella se recostó un poco más sobre el sofá. Sus piernas se curvaron bajo el vestido. Cruzó los brazos con la copa apoyada en uno de ellos, y suspiró con un dejo de vergüenza.
—Hace mucho tiempo que no estoy con un hombre —dijo de pronto.
No me lo esperaba. Fue como si hubiera estallado algo entre los dos, sin ruido, pero con consecuencias. Me la quedé mirando. No dije nada. Solo esperé.
—Mucho —repitió—. No por falta de ganas, ni por miedo. Por mi hijo. Porque cuando uno cría sola, el deseo pasa a ser lo último.
—¿Y ahora?
Ella giró el rostro hacia mí. Tenía los ojos un poco más húmedos, pero no parecía triste.
—Ahora no está mi hijo —dijo, y bajó la vista.
Habíamos terminado la segunda copa. Ella estaba sentada con las piernas cruzadas, el vestido le caía con naturalidad, como si lo hubiera olvidado. La lámpara del rincón la bañaba con una luz que parecía escogida para ese momento. Hablaba menos. Sus ojos se movían lentos, como si midieran lo que aún podía decir sin que todo cambiara.
Yo dejé la copa sobre la mesa, sin ruido, y me acerqué. Crucé el sofá en silencio, me senté a su lado, no muy cerca, pero lo suficiente como para que notara que algo estaba por pasar.
—¿Te puedo abrazar? —pregunté, bajando la voz.
Ella giró la cabeza hacia mí. Me sostuvo la mirada. No dijo nada al principio, pero no se alejó. Después, con un tono que fue más aire que palabra, respondió:
—Sí.
La rodeé con un brazo. Su cuerpo, al contacto, era tibio, frágil y firme al mismo tiempo. Ella dejó caer la cabeza sobre mi hombro, como si esa pausa le hiciera sentido. Y ahí, en ese gesto mínimo, sentí cómo algo dentro de mí comenzaba a ceder. Su respiración era más rápida. La mía también.
Estar tan cerca de ella, sentirla así, con ese perfume suave y ese cuerpo vibrando bajo la ropa, me encendió sin remedio. Me sentía crecer por dentro. Una presión viva, difícil de disimular.
No dije nada. Solo la aparté levemente, la tomé del rostro con una mano, y la besé.
Ella respondió al instante. No con timidez. Con hambre. Como si hubiera estado esperando eso desde antes de saberlo. Sus labios se abrieron contra los míos, su lengua buscó la mía con urgencia. Se aferró a mi cuello y supe, en ese momento, que no había vuelta atrás.
Era ella.
Era aquel momento y estábamos solos, completamente solos.
La viuda seguía sentada, aún un poco agitada por el beso, con las mejillas encendidas y los labios húmedos. Yo me acerqué más, ahora sin pedir permiso. La besé de nuevo, pero más abajo, en la mandíbula, en el cuello, en la clavícula. Ella ladeó el rostro, cerró los ojos. Su respiración se volvió irregular. Bajé los labios hasta sus hombros, deslicé el tirante del vestido y expuse la piel sin apuro. Besé cada centímetro como si fuera algo sagrado.
Con ambas manos busqué el borde del sweater, y cuando sentí su cuerpo temblar bajo la tela, lo subí despacio. No me detuvo. Me miraba, respirando fuerte, como si ya no pudiera decir que no. Le quité el sujetador y sus senos quedaron libres, brillando bajo la luz cálida, llenos de vida. Tenían esa forma que desafía el tiempo, redondos, altos, suaves, con los pezones endurecidos como respuesta.
Los miré unos segundos, casi en silencio, como si me costara creer que estuvieran frente a mí. Y luego me lancé. Los besé, los lamí, los tomé con las manos abiertas. Ella arqueó el cuerpo, lo ofrecía sin vergüenza. Cuando pasé la lengua por uno de ellos, gimió por primera vez. Fue un sonido breve, profundo. De mujer adulta. De deseo retenido.
Deslicé una mano entre sus piernas, por sobre el vestido, y la sentí temblar. Me abrí paso hasta encontrar humedad. Estaba mojada. Caliente. Viva.
Me arrodillé entre sus piernas, tomé los bordes del vestido y los subí sin apuro. No dije nada. Solo la miraba. Ella apoyó la espalda en el sofá, separó las piernas con lentitud, sin quitarme los ojos de encima. La tela quedó reunida en sus caderas. Las bragas eran delgadas, húmedas en el centro. Con dos dedos las eché a un lado, y ahí estaba: abierta, húmeda, palpitante.
Me incliné y la besé. Primero suave. Después más profundo. Mi lengua se movía con cuidado, como quien recorre algo que conoce por primera vez pero que siente propio. Ella gimió otra vez, más largo, con una voz que ya no intentaba ser discreta. Me tomó de la cabeza con ambas manos y me apretó contra sí, como si pudiera fundirme ahí. Como si fuera su casa.
Mis labios y mi lengua trabajaban sin pausa. Le lamía despacio, luego rápido, luego en círculos. La oía respirar fuerte, perder el control. Su aroma me envolvía. Su sabor me marcaba. Me pareció perfecta. Estaba entregada, rendida, pero al mismo tiempo tan presente, tan consciente de cada caricia.
Yo no quería parar. La lengua seguía, firme, adicta.
Hasta que me faltó el aire.
Me incorporé con el rostro tibio, húmedo. Ella jadeaba, aún con las piernas abiertas, el vestido enrollado en las caderas, el cuerpo encendido como si la piel también respirara. Me miró. No sonrió. Solo me tomó del rostro con las manos y me besó. Me besó con lengua, sin miedo, como si no le importara saberse en mi boca.
Cuando se separó, tomó su copa de vino con una mano temblorosa y dio un trago largo. Después me miró de nuevo, esta vez con una mezcla de deseo y decisión. No dijo nada. Solo bajó la vista hacia mi entrepierna. Con movimientos suaves, casi ceremoniales, desabrochó mi pantalón. Yo la ayudé. La tela cedió. Ella encontró lo que buscaba, lo tomó con ambas manos, y lo acarició como si acabara de descubrir algo que ya conocía.
Y entonces, ahí, frente a mí, supe que esa noche no tenía final. Solo un camino que empezaba en ese instante.
Estábamos sentados uno frente al otro, pero ella ya no mantenía distancia. Me besó en la boca con una intensidad que me encendió el pecho. Y mientras lo hacía, su mano bajó. Despacio. Delicada pero decidida. Me acarició por encima primero, como tanteando. Después buscó el cierre, lo abrió con naturalidad y me tomó entre los dedos como si lo hubiera estado esperando toda la noche.
Su mano se movía de arriba hacia abajo, con un ritmo pausado, constante. Acompañaba cada gesto con pequeños besos en la boca, apenas húmedos, cargados de promesa. Yo, con las dos manos, le rodeé los senos otra vez. Me costaba soltarme de ellos. Estaban calientes, vivos, reactivos.
Ella apoyó su frente en la mía y susurró:
—Me gusta. Me gusta lo que tengo en las manos. Es tal cual como lo imaginé... Desde hace semanas que te notaba esa protuberancia por debajo del buzo. Pensaba en esto cada vez que hablabas.
Se alejó apenas. Me miró. Había un brillo entre erótico y desafiante en sus ojos.
—¿Puedo? —preguntó, con la voz baja, pero tan segura que no podía ser fingida.
Asentí. Y ella se arrodilló.
Lo hizo con calma, al principio. Me la tomó con ambas manos, la besó como si se tratara de una fruta madura, y después pasó la lengua desde la base hasta la punta, lenta, firme, con intención. Yo cerré los ojos. La sensación era casi insoportable. Su lengua recorría cada rincón. Se detenía solo para mirarme, para sonreír apenas, y luego se sumergía de nuevo.
No era una mamada cualquiera. Era arte. Era ternura y lujuria en la misma dosis. A veces bajaba la velocidad, se detenía, me lamía con un ritmo suave y circular. Luego volvía a tomarme entera, hasta donde su garganta le permitía. Perdía el aliento. Y aún así, seguía.
La miré. Tenía los ojos entrecerrados, las mejillas coloradas, las manos sosteniéndome mientras se entregaba. Cuando notó que estaba al borde, se detuvo. Me miró. Subió por mi cuerpo como si escalara algo propio, y me besó. No un beso dulce. Uno grotesco. De lenguas y saliva. De gemido contenido.
Yo la tomé de la nuca, ella me apretó contra sí. Y entonces, con la boca pegada a la mía, jadeando, dijo:
—Quiero que me la entierres.
Ahora.
No le respondí. Solo la tomé por la cintura, la acosté en el sofá, acomodé su vestido por encima de su abdomen y le quité del todo las bragas, que ya estaban casi fuera. La observé un instante. Estaba abierta, húmeda, esperando. La piel del cuello le brillaba, y los pezones seguían duros, rosados, levantados por el deseo.
Le tomé una pierna con ambas manos, la doblé y la apoyé sobre mi hombro. Ella no dejó de mirarme. Había algo solemne en su rostro, como si lo que venía ahora no fuera solo físico, sino una especie de pacto.
La tomé con una mano, me acomodé con precisión y la penetré.
Lo hice con lentitud, como si quisiera memorizar cada centímetro de su interior. Su cuerpo me recibió tibio, ajustado, palpitante. Ella soltó un suspiro largo. Cerró los ojos. Y yo me quedé ahí, quieto al principio, solo sintiéndola.
Luego comencé a moverme. Despacio. Muy despacio. Como si no quisiéramos que terminara nunca.
Seguía dentro de ella. Hundido hasta el fondo. La miraba sin moverme. Sus ojos estaban entreabiertos, los labios también. Respiraba con dificultad, como si no pudiera terminar de entender lo que estaba sintiendo. Yo empecé a moverme de nuevo. Lento. Con ese ritmo que se memoriza en la piel antes que en la mente. Pero esta vez, con algo más de fuerza. La cadera golpeando contra sus muslos. La penetración más firme. Más profunda.
Ella me miró. No con miedo. Con sorpresa.
—Para —dijo, entre jadeos, sonriendo—. Me duele un poco.
Frené al instante. Le acaricié el rostro. Ella rió, casi en voz baja, con una ternura que me desarmó.
—Hace muchos años que no estoy con un hombre. Lo había olvidado. El cuerpo necesita volver a aprender.
Me incliné sobre ella. La cubrí por completo. Apoyé mi peso con cuidado, hasta que nuestros torsos quedaron unidos. Ella abrió las piernas sin que se lo pidiera, como si entendiera que así sería distinto. Me volvió a mirar. Yo bajé la boca a su cuello. Volví a entrar.
Esa vez fluido.
Y ella lo agradeció con un gemido suave, contenido, como si por fin su cuerpo hubiese recordado cómo se siente el placer sin dolor.
Comencé a moverme con más decisión. Mis caderas se alzaban y caían con precisión, mientras su cuerpo me recibía sin resistencia. Ya no dolía. Ahora ella gemía con fuerza. Me clavaba las uñas en la espalda, se aferraba a mí como si no quisiera que me saliera nunca más. Murmuró mi nombre. Me dijo que no parara. Que así. Que más.
Yo también jadeaba. No podía creer lo que estaba viviendo. La forma en que me apretaba por dentro, cómo se arqueaba debajo de mí. Y entonces la sentí temblar. Se aferró con más fuerza. Soltó un gemido largo, sostenido, ahogado. Se corrió. Sentí cómo todo su cuerpo se estremecía desde el centro hacia afuera.
Pero yo no paré.
Seguí dándole. Con más ritmo. Más duro. Más dentro.
Y de pronto, apenas segundos después, volvió a gemir. Más fuerte. Un segundo orgasmo. Esta vez sin miedo. Gritó. No palabras. Solo sonido. Un placer tan crudo que me dejó paralizado por un instante, mirándola con devoción.
Ella me miró de nuevo. Sus ojos cargados de agua y fuego.
—¿Querés cambiar de posición?
Le respondí con un beso profundo. Ella insistió.
—Decime cómo te gusta.
—Estoy entre dos ideas —confesé, con la voz rasposa—. Detrás tuyo, de lado. O en cuatro.
Ella me acarició el rostro. Me lo dijo con voz clara, sin tartamudeos.
—En cuatro. Quiero eso.
—¿Estás segura? Si me ves así… no te vas a poder contener —le advertí.
Y ahí sí. Me miró como solo lo hace quien ya decidió entregarse por completo.
—Eso es lo que más quiero. No te contengas conmigo.
Ella se dio vuelta con calma. Apoyó las rodillas en el sillón, luego los brazos. Su espalda era una línea perfecta bajo la luz tenue, y su cintura se estrechaba justo donde comenzaba la curva suave de sus caderas. La tomé de la cintura. Le besé la espalda baja. Me posicioné detrás, y la penetré de nuevo, con una fuerza contenida que se soltó apenas entré.
Los gemidos se reanudaron de inmediato. Ella mordía la almohadilla del sofá. Le costaba mantenerse firme. Se le escapaban suspiros entrecortados, frases sin terminar. Decía mi nombre. Decía “más”. Decía “no pares”. Pero también murmuró algo que me desarmó:
—Perdón… por no saber… hacerlo mejor…
Me detuve. Apoyé mi frente en su espalda. La acaricié con una ternura que no le conocía a mis manos.
—Estás perfecta —le dije—. Muy, muy perfecta.
No dije más. Me incliné sobre su cuerpo. La tomé por la cintura. Volví a entrar. Más despacio. Pero más profundo. Ella se aferró al sillón. Y así, tras unas pocas, lentas, concentradas sacudidas, me corrí dentro de ella. No lo pensé. No lo dudé. Fue como un derrumbe silencioso. Ella lo sintió todo. Lo dijo sin hablar. Con un suspiro hondo. Con un estremecimiento.
Y quedamos así. Juntos. Respirando como si hubiéramos cruzado un desierto y, del otro lado, solo quedara eso: piel contra piel.
Nos quedamos ahí, en el living, cubiertos apenas con una manta que ella había alcanzado sin soltarme del todo. El sofá seguía caliente, impregnado de nosotros. No dijimos nada. La respiración nos temblaba en el pecho, pero ya no por el esfuerzo, sino por el silencio que vino después. Ese silencio donde uno empieza a entender lo que acaba de pasar.
Ella se acomodó sobre mí, con el rostro en mi pecho, el cuerpo tibio, la espalda aún húmeda. Yo le pasaba los dedos por el cabello, sin apuro. Afuera, la madrugada se estaba rompiendo en pedazos invisibles, y adentro todo era suave. El cuerpo me pesaba, pero no quería moverme. No todavía.
No pensé en nada. Solo me dejé estar. Sentía su olor en mi piel, el rastro de su saliva, el calor de lo que habíamos hecho aún flotando en el aire. No sé si fue amor, culpa, necesidad o todas juntas. Solo sé que fue real. Y que no me arrepentía.
Se levantó después de unos minutos y caminó hasta la cocina envuelta en la manta, con ese paso que tenía ella, tan firme y tan femenino. La vi perderse entre la penumbra y quise memorizar ese contorno, ese gesto simple de ir a buscar algo para los dos. Volvió con dos tazas de café. Me pasó una sin decir nada. Se sentó al lado mío y nos quedamos así, con las piernas rozándose, el humo del café subiendo entre nosotros.
—A las ocho lo revisan otra vez —dijo de pronto—. Si responde bien a los antiinflamatorios, le dan el alta mañana por la tarde.
Asentí. Tomé un sorbo y respondí lo único que podía decirle.
—Paso por ti.
Ella sonrió. Bajó la mirada, como si ese gesto le diera vergüenza o ternura. Luego agregó:
—Voy a tener el café listo. El de ahora fue improvisado.
La miré. Y por primera vez en mucho tiempo, tuve esa sensación extraña de estar donde debía. No porque alguien me lo pidiera. Porque yo quería.
Me vestí sin apuro, sin ganas. Incluso tenía ganas de quedarme a dormir. La sala estaba revuelta, sí, pero también había algo íntimo en ese desorden. Algo cálido. Como si la casa también hubiese sido parte del encuentro.
Ella me acompañó hasta la puerta, aún con la manta encima. Me observaba sin urgencias, sin ese apuro de los finales incómodos. Me puse la chaqueta. Sentí el teléfono vibrar en el bolsillo, pero no lo saqué. No quería que esa noche terminara con otra voz.
Cuando abrí la puerta, el aire fresco me dio en la cara. Y justo antes de salir, ella me tocó la mano. Me detuve. La miré. Tenía los ojos brillantes, pero tranquilos.
—No llegues tarde —dijo.
Yo sonreí. Bajé la vista. No por vergüenza. Por respeto. Por el peso exacto de lo que eso significaba.
Y por un instante supe que lo que habíamos hecho no era una huida ni un secreto ni una caída. Era algo mucho más raro. Mucho más verdadero. Ella me quería ahí. Y yo también.
- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
Comentarios
Es un exelente relato tiene todo y aún amas , romance ,amor ,carrillo y intimidad
ResponderEliminarExcelente
ResponderEliminar