- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
Estaba con las monedas contadas y el estómago vacío. Hacía semanas que buscaba trabajo sin suerte. Me dolían los pies de caminar y ya ni me alcanzaba para comprar una bebida fría.
Fue entonces que vi el cartel, colgado torcido en la reja de una tiendita de barrio: “Se necesita dependienta. Consultar adentro.”
Entré con el alma en los talones y el corazón apretado. El local olía a pan añejo y desinfectante. Detrás del mostrador estaba él, un hombre de unos cincuenta años, con la camisa mal abotonada y unos brazos marcados por los años de trabajo. Me miró desde abajo hacia arriba, como si ya supiera todo de mí con una sola mirada.
—¿Vienes por lo del cartel? —preguntó, sin dejar de mirarme a los ojos.
—Sí —le dije, con voz suave, como si me diera vergüenza admitir mi necesidad.
Volvió a mirarme de abajo hacia arriba y sentí algo muy extraño en mi interior. Mi instinto me obligó a dejarme llevar.
— Yo en verdad esperaba a alguien con más fuerza. Tu te ves... Muy delicada como para este trabajo. Además de que te ves demasiado joven y la juventud es muy pero muy irresponsable.
No sé en qué momento se me quebró la voz, pero cuando me di cuenta ya le estaba rogando. No llorando, no suplicando a gritos pero rogando igual. Le hablé con una desesperación que ni siquiera sabía que llevaba dentro.
—Por favor necesito trabajar. Lo que sea, lo que usted me pida. Le juro que soy puntual, que no me robo nada, que aprendo rápido. No le voy a fallar.
El viejo se quedó callado unos segundos hasta que me sonrió. No fue una sonrisa amable. Fue esa sonrisa que solo dan los hombres que ya se imaginaron algo contigo.
—Aquí no es llegar y poner precio —dijo, y empezó a dictarme tareas—. Hay que llegar antes que el pan. Lavar las bandejas. Reponer. Anotar a los fiados. Llevar las cuentas claras. Limpiar la bodega, trapear el baño, sacudir las vitrinas.
Yo asentía a todo. Cada tarea que me tiraba encima la recibía como si fuera una bendición. Sentía que si decía que no a una sola cosa, iba a perderlo todo. Él lo sabía.
—¿Y si te pido que vengas también los domingos?
—Vengo.
—¿Y si te toca quedarte hasta tarde?
—Me quedo.
Me miró por última vez en silencio. Y entonces dijo:
—Ya… quédate.
No sé por qué lo hice, pero en ese momento me lancé sobre él y lo abracé. Lo hice de pura gratitud, de puro alivio o eso creí.
Y fue en ese abrazo, cuando sentí eso. Algo duro, muy duro, apretándose contra mi abdomen. Me quedé helada, pero no me moví. No sabía si tenía que soltarme o seguir pegada ahí.
Me separé despacito, pero no demasiado. Le vi los ojos y lo confirmé: lo había sentido todo y él sabía que yo lo había sentido. No dijo nada, pero su cara estaba roja. Roja de rabia, de vergüenza o de ganas… no sé. Tal vez de todo junto.
—Anda a barrer el pasillo —me soltó, como si nada. Pero la voz le salió un poco más ronca.
Yo obedecí. Me puse a barrer, pero con un ritmo lento. Exageradamente lento. Me agachaba más de la cuenta, me ladeaba con intención. Cada tanto volteaba a mirarlo. Lo pillé varias veces con la mirada clavada en mí. Y yo, como si no me diera cuenta, seguía. Pero sí me daba cuenta. Me encantaba que me mirara así. Me hacía sentir que, aunque fuera por un rato, tenía el control.
—¡Así no se barre, carajo! —me gritó de pronto—. Esto no es una pasarela, niña. Si vas a quedarte, haz algo útil.
Me mordí el labio, aguantando la risa.
—Perdón, don. Es que hace calor…
Me desabotoné el primer botón de la blusa.
El viejo me miró con furia, pero no dijo nada. Dio media vuelta y se fue al fondo. Desde ahí me gritó:
—¡No me hagas perder el tiempo! ¡Y deja de menear el culo como si esto fuera un cabaret!
A mí ya me daba lo mismo. Por cómo me miraba, por cómo no podía dejar de vigilarme, yo sabía que ese trabajo ya era mío. Lo tenía comiendo de mi mano, aunque él jurara lo contrario.
Y por dentro yo sabía que tarde o temprano, ese viejo se me iba a venir encima. Y yo lo iba a dejar.
No sé cómo pasó. Tal vez fue por apurarme, tal vez por andar meneando más de la cuenta. Pero una de las cajas del mesón se resbaló, y con ella todas las demás. Huevos. Docenas. Contra el suelo. El olor a yema cruda y fracaso llenó el local en segundos.
—¡¿Pero qué chingados hiciste, carajo?! —gritó el viejo desde el fondo, con un tono que me hizo temblar por dentro.
Salió como toro herido, con la cara roja, los ojos desorbitados.
—¡Estás despedida! ¡Lárgate de mi tienda ahora mismo!
Yo lo miré. Respiré hondo. El corazón me latía a mil, pero había algo en mí, algo terco, que no quería irse. Me paré derecha, le aguanté la mirada y le hablé despacito, como quien le echa gasolina al fuego.
—¿Ah, sí? ¿Y cree que va a ser capaz?
El viejo se quedó callado. Temblaba, pero no de rabia. Era otra cosa.
—¿Acaso cree que no me acuerdo lo que pasó cuando le di las gracias por dejarme? —le dije, dándole un paso hacia adelante.
Silencio. Pesado. Él tragó saliva.
—Usted se me quedó mirando con esa misma cara. ¿O me equivoco?
Vi cómo su mandíbula se apretaba.
—No se atrevió a tocarme ese día —seguí—. Pero ahora... ahora ya me conoce. Y sabe que, si quiere hacerlo, no voy a correr.
El viejo cerró los ojos un segundo, como si luchara con él mismo y aproveché aquel instante para aproximarme.
Con la mano temblorosa, lo toqué por encima del pantalón. Sentí su cuerpo endurecerse, y no solo por lo que le estaba pasando entre las piernas. Fue un segundo. Un roce. Un atrevimiento. Pero bastó para confirmarlo todo. La contundencia, aquella firme extensión que imaginé dentro de mí, tanto con miedo como excitación a partes iguales. La misma tensión que venía sintiéndose desde el primer contacto.
No dije nada. Solo me di vuelta y caminé directo hacia la puerta. Bajé las cortinas metálicas de la tienda con una lentitud que dejaba claro que no me iba a arrepentir. Lo escuché detrás, respirar con más fuerza. Cuando me giré, él ya tenía los ojos fijos en mí, entre confundido y asustado.
—¿Cómo se te ocurre? —balbuceó, sin la firmeza de antes. Ya no era el mismo cascarrabias de siempre.
—Cállese —le dije con una sonrisa ladina—. Hoy mando yo.
Lo tomé de la mano y lo llevé hacia una silla vieja, de esas que crujían al primer peso. Lo senté con suavidad, sin dejar de mirarlo. Me monté encima de él, como si fuera lo más natural del mundo. Y lo besé. Lo besé con hambre, con rabia, con todas las ganas que venía acumulando desde que me había abierto esa puerta la primera vez.
Luego me arrodillé y lo extraje. Era enorme y resbaladizo e inmediatamente se me hizo agua la boca, por lo que no tuve más remedio que proceder.
Él no supo qué hacer. Solo dejó que pasara.
Lo hacía lento, muy lento, hasta que de pronto hundió sus manos en mi cabeza y lo enterró hasta mi garganta.
De pronto el tenía el control de las acciones y aquello me estaba llenando mucho más de la cuenta.
—Basta —le dije, separándome un poco, con los labios llenos de baba y la respiración aún agitada—. Si quiere que siga… va a tener que prometerme algo.
Me miró sin entender del todo, con el rostro encendido y las manos todavía en mi pelo. Supe que lo tenía completamente a mi merced.
—Lo que quieras —murmuró.
—¿En serio? —pregunté, pasando un dedo por su pecho, bajando despacito mientras volvía a rozarlo con la boca, esta vez más suave, como si el juego se reiniciara con cada condición.
—Sí, lo que quieras, pero no pares...
—Quiero el puesto fijo —dije entre suspiros, volviendo por un momento a jugar con la punta de mi lengua, apenas tocándolo—. Y sueldo completo desde el primer día. Sin período de prueba.
Asintió, casi sin poder hablar.
—Y quiero cerrar la tienda a las cinco, no a las seis —agregué, dándole una pausa, solo para volver a él con más intensidad cuando lo vi temblar.
—Está bien… lo que tú digas.
—Ah —dije, mirándolo desde abajo—. Y los domingos libres. No me gusta madrugar ese día.
—Sí, sí —repitió, como si ya no pudiera más.
Y yo volví a lo mío, intermitente, deteniéndome solo para agregar otra exigencia. Como si estuviera negociando mi futuro entre suspiros y sus debilidades.
Me tenía de rodillas, jugando con sus ansias como si fueran mis únicas cartas. Lo miraba desde abajo, sintiendo cómo se deshacía en mi boca, cómo ya no quedaba nada del viejo cascarrabias que me había gritado por los huevos. Estaba derretido, completamente mío.
Ya no le permití que me lo enterrara hasta la garganta.
Entonces lo escuché murmurar, como si el deseo lo hubiera empujado a la confesión.
—Tengo cien mil en el dormitorio —dijo, casi sin aliento—. Si vamos allá, son tuyos.
Me detuve apenas, con los labios húmedos y la mirada fija en la suya. Dejé que el silencio se alargara, como si necesitara pensarlo, aunque ya supiera la respuesta.
—¿Cien mil? —repetí, como si dudara—. No sé, déjeme pensarlo.
Lo vi tragar saliva mientras yo meneaba su cosa con mis manos. Su respiración era agitada. Parecía estar jugándose lo poco de dignidad que le quedaba.
—Hay cien mil más… en el mueble de noche —dijo—. Todos tuyos… si vienes.
Me puse de pie con calma, con los movimientos lentos de quien ya tomó una decisión. Me alisé la falda, me pasé una mano por el cabello y lo miré a los ojos, justo antes de decirlo:
—Bueno, don… vamos.
Él asintió sin hablar. Caminamos en silencio por el pasillo angosto del fondo, uno que olía a encierro y a jabón antiguo. Al final, una puerta cerrada. El viejo metió la llave con una mano temblorosa.
Yo solo pensaba en lo que había detrás. En los billetes. En la cama. En lo que venía ahora.
Y lo peor es que también pensaba en cuánto me estaba gustando todo eso.
El viejo me tomó de la muñeca y me guió por el pasillo sin decir nada. Sus pasos eran rápidos, torpes. Yo apenas respiraba. El corazón me golpeaba en la garganta. Al final del pasillo, una puerta se abrió con un quejido largo, como si también supiera lo que iba a pasar.
Me empujó con el cuerpo, con más desesperación que fuerza. Yo ya sabía lo que venía. Me levantó la falda sin cuidado, sin preguntas, como quien desarma algo con rabia. No hubo palabras dulces. Ni siquiera hubo palabras. Solo respiraciones entrecortadas, las suyas pesadas, las mías perdidas.
Simplemente echo las bragas a un lado. Me lamió ahí, suave, y luego me escupió. Su lengua sabía lo que hacía y con uno de sus dedos comprobó rápidamente que yo ya estaba lista.
Y sin más preámbulos me la enterró.
— Eres bastante estrecha —me dijo.
— Y usted la tiene demasiado grande, don.. —le respondí, dejando escapar un grotesco gemido.
Aquello pareció excitarlo aún más y comenzó a proceder con mucho más énfasis.
El colchón crujía. Él me sujetaba fuerte, como si no quisiera que me escapara, como si esa fuera la única forma que conocía de estar con alguien. Sentí tirones, embates, el peso del tiempo acumulado, su cosa cada vez más enorme dentro de mí. No fue romántico. No fue tierno. Pero fue algo. Algo que lo desbordó por completo.
Duró poco. Apenas unos minutos. Cuando todo terminó, él se quedó quieto, casi en shock. Yo me levanté, me bajé la falda en silencio y busqué con la mirada los cajones que había mencionado. Los encontré. Saqué el fajo de billetes con la mano firme y, sin mirarlo, salí de la pieza.
El viejo me siguió y tras abrir las cortinas fue el mismo quien comenzó a limpiar el desastre que dejé con las bandejas de huevos.
- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
Comentarios
Exitante
ResponderEliminarSúper candente
ResponderEliminarMe encanta la historia
ResponderEliminarestuvo muy buw
ResponderEliminarMuy rico relato cuenta mas xfa seguiste trabajando con el
ResponderEliminarGenial
ResponderEliminarMuy exitante
ResponderEliminarK rico
ResponderEliminarExcelente felicitaciónes
ResponderEliminarMuy bueno
ResponderEliminarY que tal la chpadte
ResponderEliminar