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Cuando su madre me dejó por otro, no hice escándalo. Agarré mis cosas, me fui del pueblo y me vine a la capital. Pensé que así se acababa todo. Lo nuestro. Lo que quedó. Lo que dolía. Pero no fue así.
Años después, apareció su hija tocando mi puerta.
Tenía la misma boca. El mismo carácter. Pero otro cuerpo. Uno que no te lo da la infancia ni los recuerdos. Uno que te jode la cabeza y te arruina la moral.
—¿Te acordás de mí, cierto? —dijo, con esa voz ronca que no tenía cuando era niña.
No sé qué me dolió más: que me lo preguntara… o que mi primera reacción al verla fuera bajarle la mirada hasta los muslos.
Estaba más flaca, más mujer, más peligrosa. Llevaba una mochila colgando y el pantalón tan ajustado que parecía pintado con brocha. Dijo que las cosas en la capital no le estaban saliendo. Que había intentado irse a vivir sola, pero no le alcanzaba ni pa’ los fideos.
—Solo unos días —me dijo—. Prometo no incomodar.
La dejé pasar.
No tenía adónde más ir. Y yo tampoco tenía a nadie.
Se sacó las zapatillas. Caminó directo al sillón como si la casa fuera suya. Se tiró como si estuviera agotada. Cerró los ojos un rato y yo me quedé ahí, parado, viéndola respirar. Como si eso fuera ilegal.
Ella los abrió.
—¿Qué pasa? —me dijo, medio riéndose—. ¿Tan rara me ves?
—No —le mentí—. Es solo que… estás muy distinta.
—¿Mejor?
No supe qué responder.
Sonrió.
Fue ahí, justo ahí, que sentí que el verdadero problema no era que estuviera en mi casa.
Era que iba a estar en mi cama. Tarde o temprano. Aunque todavía ninguno de los dos se atreviera a decirlo.
No sé en qué momento empezó a sentirse parte de la casa.
Al principio pensé que iba a estar tirada en el sillón todo el día. Pero no. Me equivoqué.
Cuando salía temprano para el trabajo, ella ya estaba despierta. Me preparaba café. A veces me alcanzaba hasta la puerta con la taza en la mano, como si fuera mi mujer. O como si quisiera parecerlo.
—Pásala bien, don capitalino —me decía, con esa sonrisa ladeada que heredó de su madre, pero con otra intención.
Y cuando volvía, todo estaba distinto.
La loza lavada. El piso limpio. Los sillones aspirados. Incluso el refri, que tenía manchas de yogur desde el año pasado, brillaba como nuevo.
Hasta mi pieza olía mejor.
No usaba sostén en la casa. A veces andaba en camisetas largas que apenas le tapaban el culo. O en shorts de esos que dejan ver la línea exacta donde empieza la pierna y termina el juicio.
Pero no era solo eso.
Era la risa. El ruido en la cocina. El sonido del agua corriendo. El olor a cebolla frita en la tarde. El eco de los pasos descalzos en la madera.
La casa se sentía… viva.
Y yo también.
Una tarde me senté a verla lavar la loza. Sin disimular. Estaba con una camiseta vieja mía y el short que más me costaba ignorar. Le colgaba un audífono del cuello y tarareaba algo mientras enjuagaba los vasos.
—¿Por qué estás tan feliz? —le pregunté, con un poco de celos de mí mismo.
—Porque sí —me respondió, sin mirarme.
—¿No se supone que estás en crisis?
—Estar contigo me hace sentir en pausa.
No supe qué decir. Me quedé ahí, mirándola, como si la pregunta fuera otra.
Y esa noche me acosté pensando que hacía mucho no sentía eso: ganas de volver a casa.
Ganas de que alguien estuviera ahí.
Un día de aquellos salí antes del trabajo. No me importaba que el jefe me viera raro. Era el partido clave. Si ganábamos, clasificábamos al Mundial. Y si hay algo que no se negocia, es ver a la selección jugarse la vida.
Me fui casi corriendo. Sudado. Con la radio a todo volumen y el corazón apurado.
Abrí la puerta y la encontré ahí: con la camiseta del país mal puesta, picadillo sobre la mesa y dos cervezas frías como caricia de difunta.
—¿Alcanzaste justo? —me dijo.
—¿Esto lo hiciste tú?
—Claro. ¿Quién más?
Me senté con una sonrisa estúpida. No solo por el partido. Sino porque me sentía… esperado.
Durante los noventa minutos, no nos dijimos mucho. Solo miradas, gritos, insultos al árbitro. Ella sabía de fútbol, o al menos fingía muy bien. Y cuando cayó el gol al último minuto, nos abrazamos sin pensarlo.
Fuerte. Largo. Real.
La tenía entre los brazos, saltando conmigo. Y en medio de esa euforia, me di cuenta: hacía años que no abrazaba así a nadie. Con el cuerpo completo. Con ganas.
Pero como siempre pasa… después del abrazo, el silencio.
Nos soltamos. Ella volvió a servirse un poco del picadillo, como si nada.
—¿Te molesta si abro una botella de vino? —preguntó, sin mirarme.
—¿Para celebrar el gol?
—Para celebrar la vida, supongo —dijo, mientras la abría con una sonrisa triste.
Se sirvió una copa generosa y me sirvió a mí. Luego caminó hasta el balcón. La seguí.
Desde allá se escuchaba el bullicio. Gritos, bocinazos, petardos. La ciudad estaba de fiesta. Las banderas salían por las ventanas. Alguien lloraba. Alguien cantaba. Alguien se besaba en una esquina.
—¿Querís que salgamos? —le pregunté.
Ella negó, abrazándose los brazos.
—No… tengo frío.
Alzó su copa. Me miró. Y se la tomó de un solo trago.
Yo también tenía frío. Pero no era de cuerpo. Era de historia.
Y esa noche, algo se calentó.
No afuera. Acá dentro.
Después de la primera copa vino otra. Y otra. Ya no hablábamos del partido. Ni del país. Ni del futuro.
Estábamos sentados en el suelo del living, con la botella a medio terminar y las piernas estiradas. Ella hablaba más suelto. Más lenta. Con ese tono que mezcla ternura con peligro.
Yo me sentía tibio por dentro. Medio valiente. Medio confundido.
—¿Te puedo preguntar algo? —le dije.
—Depende.
—¿Te incomoda estar conmigo? Aquí… viviendo así.
Se rió. Bajó la mirada.
—¿Incomodarme? Para nada. Si supieras…
—¿Si supiera qué?
Ella se giró y me miró directo.
—Cuando era chica… vivía con ustedes. Y a veces me despertaba de madrugada.
Asentí, sin entender.
—Oía cosas. Desde mi pieza.
—¿Qué cosas?
—Cosas que hacían tú y mi mamá.
Me quedé mudo. Tragué saliva. El corazón se me fue al pecho.
Ella no dejó de mirarme.
—Yo me quedaba callada. Escuchaba todo. Cómo la tocabas. Cómo ella gemía. Cómo tú… decías cosas.
Yo apreté la copa.
—No sabía que…
—Claro que no sabías —interrumpió—. Era una mocosa. Pero aprendí a tocarme por eso. Por escucharlos. Me excitaba. Me daba vergüenza, pero… lo hacía igual.
Yo no supe si reír, pedir perdón o salir corriendo.
Ella seguía tranquila. Casi aliviada. Como si hubiese querido soltarlo hace años.
—¿Y ahora? —me atreví a decir—. ¿Todavía te pasa?
Ella no respondió de inmediato. Tomó un trago más. Luego otro.
Me miró. Con los ojos más rojos que antes. Más cargados de algo que no era vino.
—Esta charla me excitó más de lo que debería.
El silencio fue una sentencia.
Y yo ya no pensaba en la selección.
Ni en su madre. Solo en cómo contener las manos para no tocarla.
Se quedó callada un segundo.
El ambiente era denso. No por el calor ni por el vino, sino por lo que había dicho… y por lo que todavía no se atrevía a decir.
Se levantó despacio. Yo pensé que se iría a su cuarto. Que el hechizo se rompería ahí. Pero no. Se quedó parada frente a mí. Con la mirada entre culpable y orgullosa.
—Me voy a tocar —dijo de pronto—. Pero no en mi pieza.
Yo la miré sin entender.
—No quiero que me escuches. Quiero que me veas.
No supe si respirar o cerrar los ojos. Me quedé ahí, quieto, sintiendo el tambor en el pecho.
Ella deslizó la mano por encima de su ropa. Lenta. Como si no tuviera apuro. Como si lo que realmente le importara fuera lo que pasaba en mi cara.
—Estoy… muy mojada —susurró, casi riendo, como si le sorprendiera su propio cuerpo.
Se acercó. Me tomó la mano.
La llevó hasta ahí.
Y cuando la dejé, no me la devolvió.
Fue entonces cuando sucedió.
El beso. Sin aviso. Sin permiso. Pero con todo.
Era un beso de esos que no se dan porque se debe. Se dan porque no hay otra manera de seguir respirando.
Mi cuerpo se levantó solo. La envolví. La recorrí con los labios como si fuera una carta escrita en un idioma que había olvidado. Su piel tenía sal, y temblaba a cada paso que daba sobre ella.
No me guiaba por la vista. Ni por el deseo bruto. Me guiaba por el pulso. Por ese impulso que me decía exactamente dónde detenerme. Dónde quedarme más rato. Dónde hacerla perder el control.
Ella empezó a respirar distinto. A emitir esos sonidos que no son gritos ni gemidos, sino otra cosa: palabras nuevas que el cuerpo inventa cuando no da más.
Me agarraba fuerte. Se arqueaba. Me decía cosas que no recordaría al día siguiente. Y yo me perdía en el sabor de algo que no era pecado, sino destino.
Cuando levanté la vista, tenía los ojos cerrados. La boca entreabierta. Y ese gesto que sólo tiene el placer cuando se mezcla con la culpa.
Yo también estaba temblando.
Pero no por nervios.
Sino porque por primera vez en años me sentía vivo.
No hubo palabras después.
Solo una calma caliente. De esas que no se entienden, pero que uno reconoce cuando ya es tarde.
Me quedé a su lado, apoyado contra el respaldo del sillón, con la respiración a medio recuperar y la cabeza llena de preguntas que no quería responder. Ella, en cambio, se veía tranquila. Como si no acabara de romper nada.
Como si nunca hubiese existido un antes.
Entonces se inclinó hacia mí. Me besó en el cuello. Despacio. Con una intención nueva. Como si de pronto le tocara a ella guiar.
Me acarició como si supiera exactamente por dónde empezar. Como si lo hubiese estudiado todo de memoria. Pero con una delicadeza que no tenía nada de técnica.
Tenía hambre. Pero no esa hambre que busca saciarse. Era otra cosa.
Era entrega.
Me dejé hacer. Cerré los ojos. Y me dejé caer.
Ella descendía con una paciencia que desarmaba. Con una atención que no esperaba. Como si, en vez de buscar placer, estuviera buscando devolver algo. Sanarme algo.
Y lo peor —o lo mejor— era que lo estaba logrando.
Cada roce, cada suspiro que me robaba, era una caricia a lugares que nadie había tocado en años. Me ardían los dedos de no agarrarla. Pero me prohibí interrumpirla. Porque eso que hacía… no era sexo.
Era redención.
Y cuando finalmente me hizo estallar —como si fuera su mérito, su obra, su secreto— me quedé en silencio. Con el pecho desnudo y el alma vacía.
Ella subió de nuevo. Me besó en la frente. Y se acomodó sobre mí como si fuéramos dos piezas de algo que no tenía nombre.
—¿Eso lo aprendiste sola también? —pregunté, apenas en un susurro.
Ella sonrió. Apoyó la cabeza en mi pecho.
—Eso no lo aprendí de nadie.
Y cerró los ojos.
Y yo entendí, ahí, sin explicaciones, que a partir de esa noche… no iba a poder verla como antes nunca más.
—¿Puedo quedarme contigo esta noche?
Su voz sonó suave. Como si no quisiera romper nada. Como si ya supiera que la respuesta era sí.
Asentí sin decir palabra.
Nos fuimos a la pieza. No prendimos la luz. No hizo falta.
Ella se metió a la cama primero. Se acomodó en silencio. Yo lo hice después. Nos miramos desde las sombras. Sin risa. Sin urgencia. Solo con la certeza de que no había otro lugar donde deberíamos estar.
Nos abrazamos. No como antes. Esta vez no había tensión ni desafío. Solo una ternura rara, triste, espesa. De esas que se sienten solo cuando el cuerpo empieza a confesar lo que el alma no se atreve.
La acaricié con los ojos cerrados. Ella me besaba como si se estuviera despidiendo, aunque no dijera nada. Me cabalgó con una lentitud casi sagrada. Y yo la miraba. No por morbo, sino por necesidad. Como quien memoriza un instante sabiendo que va a doler más adelante.
Nos movíamos en el mismo ritmo. Ni rápido ni lento. Ni fuerte ni suave. Solo exacto. Como si no existiera otra forma de hacerlo.
Cuando nos vinimos, lo hicimos juntos.
Yo con los dedos apretados en su espalda. Ella con el rostro hundido en mi cuello, respirando como si se le fuera el alma.
Se quedó así, sobre mí. Cálida. Frágil. Silenciosa.
Después de un rato, me acarició el pecho y me dio un beso en la boca. Corto. Preciso. Verdadero.
—Voy a fumar un cigarro en el balcón —le dije, casi en un susurro.
Ella no abrió los ojos. Solo negó con la cabeza, medio dormida.
—No te tardes, por favor —dijo, con la voz baja—. Hace demasiado frío para dormir sola.
Me quedé mirándola un rato más.
Y aunque el cuerpo me pedía nicotina, el alma me pedía quedarme ahí.
Porque no era solo ella la que tenía frío.
Era yo también.
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Comentarios
me encantó tu relato.
ResponderEliminarExcelente relato
ResponderEliminarEs lo mejor que te puede pasar, tener sexo con tu hija, es lo más candente que hay
ResponderEliminarRico excitante
ResponderEliminarTe felicito una description incredible sin ser vulgar. Relataste de una manera fantastica no hay exaggerations solo lo que sucedio entre esta pareja
ResponderEliminarRico relato
ResponderEliminarPerfecto. Sigue escribiendo más por favor
ResponderEliminarMuy original tu relato
ResponderEliminarFelicidades