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Ese verano me mandaron a pasar unas semanas con mi primo. Vivía en una casa cerca de la playa, de esas que huelen a madera vieja y sal, con ventanas grandes y discos regados por todas partes.
Él era todo lo que yo no: alto, seguro, hablador. Sabía cómo moverse, cómo vestirse, cómo mirar sin parecer torpe.
Yo en cambio cargaba mi walkman como un escudo, escuchaba los mismos casetes una y otra vez y me escondía detrás del flequillo.
La primera tarde, mientras él se duchaba, alguien tocó la puerta.
Abrí sin preguntar.
Era ella.
Una chica con un short gastado, una camiseta blanca amarrada en la cintura y unos lentes enormes que le cubrían la mitad de la cara.
—¿Está mi novio? —preguntó.
—Se está bañando —le respondí, sin poder mirarla a los ojos.
— Eres el primo ¿No?
Sin saber por qué me puse rojo de vergüenza.
Ella se rió. Una risa seca, corta, como si supiera algo que yo no.
Se metió a la casa sin esperar permiso y dejó una bolsa sobre el sillón.
—Dile que ya llegué —dijo, mientras se quitaba los lentes y me miraba como si fuera transparente.
Y fue ahí. En ese momento exacto cuando supe que ese verano no iba a ser como los otros.
La casa estaba en silencio, con el ventilador girando lento, como si también se sintiera cansado del calor.
Mi primo había salido a buscar cervezas y nos dejó a solas.
Yo me puse a revisar los casetes viejos que había en una repisa junto al televisor, y ella tenía puestos unos shorts de algodón, sin polera, sudado.
Llegó por detrás, descalza, con una botella de agua fría en la mano.
—¿Qué escuchas tú? —preguntó, bajando a mi lado.
Le mostré un casete de The Cure, el Disintegration.
Ella se rió, con esa risa suya que era mitad burla y mitad ternura.
—Demasiado triste para un lugar tan bonito —dijo—. ¿Has escuchado a The Psychedelic Furs?
Negué con la cabeza. Me daba un poco de vergüenza no conocerlos.
Entonces sacó uno de su mochila.
Estaba sin carátula, con un papel doblado en cuatro y su letra escrita en marcador rojo.
—Escúchalo. Pero completo, ¿eh? De principio a fin. Y si no te gusta, me lo devuelves con una carta explicándome por qué. Y si te gusta, me lo dices con los ojos.
Me lo puso en la mano. Sus dedos rozaron los míos y se quedó un segundo más de lo normal. No decía nada, pero su mirada sí. Y yo sentí cómo el cuello me ardía.
Esa noche no pude dormir. No era solo el calor espeso ni los zancudos golpeando contra la tela del mosquitero. Era ella. La imagen de su espalda bajando la escalera, su cabello mojado pegado al cuello después de la ducha, y esa manera distraída de moverse por la casa como si fuera suya. La cinta que me había prestado seguía ahí, arriba del velador, como si me provocara con intenciones propias.
Me puse los audífonos y presioné el botón de play. Me acosté de lado, dejando que el sonido acojinado del casete llenara el cuarto. Sonó ese sintetizador dulce y urgente, seguido de una voz grave que cantaba “Love My Way”. Cerré los ojos y, de pronto, fue como tenerla otra vez delante: bailando sola en la terraza, con una camiseta vieja que le llegaba hasta medio muslo, un cigarro entre los dedos y los pies descalzos sobre el cemento caliente.
Pensé en su risa, en su forma de morder la tapa de la cerveza, en cómo se sentaba con las piernas abiertas sin darse cuenta. Mis dedos bajaron por mi vientre, despacio, como si no fueran míos. Estaba excitado. Lo supe desde antes de tocarme, desde que ella me rozó sin querer esa tarde. Me sentí sucio, pero no lo suficiente como para detenerme.
Cuando la canción terminó, abrí los ojos y me incorporé. Respiraba como si hubiera corrido varias cuadras. Me pasé las manos por la cara, como si así pudiera borrarla de mi mente. Me reí bajito, más por nervio que por alivio. Me dije que no lo volvería a hacer. Pero le volví a dar play.
Volví a imaginarla. Volví a sentirme en peligro. Volví a tocarme.
Y justo cuando mis ojos se cerraban otra vez, la puerta se abrió.
Ella estaba ahí, descalza, con esa misma camiseta suelta que dejaba adivinar todo. Caminó dos pasos hacia mí y me quitó un audífono con calma. Me miró con una expresión que no pude descifrar del todo, pero que no era inocente.
—¿Interrumpo algo? —me preguntó, con una sonrisa torcida.
Se quedó ahí parada, mordiéndose el borde de la uña con media sonrisa.
—No te asustes —dijo al fin—. No es como si no me lo esperara.
Me senté rápido, tratando de acomodar la sábana. Ella no me quitaba los ojos de encima. Avanzó hasta sentarse al borde de la cama, como si nada, como si no me hubiese pillado en medio de eso.
—Te vi en la tarde… —dijo— cuando me subí la polera pa sacarme la arena. Pensaste que no me di cuenta, ¿verdad?
Me costaba mirarla. Pero más me costaba dejar de hacerlo. Tenía las piernas cruzadas, los labios un poco brillantes y olía a sudor seco con cerveza. Como a verano sucio. A tentación.
—Perdón… no fue con mala intención —dije, bajito.
Ella soltó una risita corta. Se estiró hacia el velador, sacó la cinta y la hizo girar entre sus dedos.
—Te gusta esta banda, ¿eh?
—Mucho —respondí—. Desde que la escuché no dejo de…
—¿Tocarte?
La frase me reventó los tímpanos. Tragué saliva.
Ella se giró, se inclinó sobre mí. Su cara tan cerca que sentía su respiración.
—No es para tanto —susurró—. Todos los hombres lo hacen. Pero pocos lo hacen por mí.
Me tomó la mano y la llevó a su muslo. Su piel estaba caliente. Firme. Humedecida por el calor.
—Hazlo bien —dijo—. Si vas a aprender, que sea ahora.
Me guió, como si me estuviera enseñando a dibujar. Su voz bajó el tono.
—Hazlo lento. Como si me estuvieras descubriendo por primera vez.
La punta de su lengua rozó mi oído. Yo no podía hablar. No podía moverme. Sentía que si respiraba muy fuerte, la escena se deshacía.
—Es tu secreto. Mi regalo —me dijo—. Mañana no se habla de esto, ¿entendido?
Asentí. Casi sin fuerzas. Ella se echó hacia atrás, con los brazos estirados sobre la cama, dejando su cuerpo dispuesto. Yo me incliné. Empecé a besarla.
Y justo antes de que todo se volviera niebla, ella cerró los ojos y dijo:
—No te enamores, principiante.
No sé en qué momento me quedé sin ropa. Lo último que recuerdo fue su lengua sobre mi cuello y sus manos bajando por mi pecho, firmes, seguras, como si supiera exactamente lo que estaba haciendo. Yo estaba tan nervioso que apenas podía mirarla a los ojos. Ella, en cambio, se sentía cómoda, como si lo hubiese planeado todo desde que llegó.
Se sentó sobre mí, montándome con una facilidad que me hizo arquear la espalda. Su cuerpo era cálido, perfecto, resbalaba sobre el mío con ese olor a verano mezclado con cerveza. La sentí húmeda antes de que siquiera me tocara del todo. Me acaricióel rostro, se inclinó hacia mi oído y dijo, como si fuera un secreto:
—Solo relájate… déjame hacerte sentir.
Y lo hizo.
Se deslizó lentamente, dejando que la invadiera de a poco. Gemí, casi sin querer, cuando la sentí rodearme por completo. Ella sonrió, satisfecha, y empezó a moverse como si bailara una canción que solo ella escuchaba. Sus caderas iban y venían, a ratos lentas, a ratos urgentes. Cada vez que me miraba, me sentía más suyo.
Yo intentaba tocarla, besarle los pechos, sostener sus caderas, pero ella siempre retomaba el control. Me sujetaba las muñecas, me empujaba contra el colchón y decía cosas al oído que me hacían arder.
—No cierres los ojos —me ordenó una vez—. Quiero que me mires cuando lo hagas.
Cada palabra suya me atravesaba. Me agitaba bajo su cuerpo, desesperado por durar más, por no acabar tan rápido. Pero ella se movía como si supiera que no tenía cómo resistirme.
Cuando empecé a perder el control, se inclinó hacia atrás, apoyando las manos en mis piernas, y comenzó a moverse con más fuerza. Yo ya no podía contenerme.
—Afuera… —susurró, jadeando—. Termina afuera, por favor.
Fue lo único que alcancé a escuchar antes de que mi cuerpo se rindiera por completo. Me salí a tiempo, apenas, y acabé entre sus muslos mientras ella cerraba los ojos y mordía su labio inferior, con la respiración entrecortada y el cuerpo aún temblando.
Se dejó caer sobre mi pecho y me besó en la boca, suave. Luego se rió bajito, como si no creyera lo que acababa de pasar.
Nos quedamos un rato en silencio, bajo las sábanas. Ella jugaba con sus dedos sobre mi pecho como si nada hubiera pasado. Yo intentaba quedarme tranquilo, pero el cuerpo me seguía temblando por dentro. Sentía ese calor que no se quita fácil, como si algo se hubiera quedado abierto.
Ella no decía nada, y yo tampoco. Todo estaba dicho, pero igual, cuando me rozaba, me encendía otra vez. No entendía cómo, pero ya estaba duro de nuevo.
—¿Siempre quisiste que pasara? —me preguntó de pronto, sin mirarme.
Asentí con la cabeza. Apenas. No me salían las palabras.
Entonces metió la mano bajo las sábanas y me tomó con suavidad. Bajó sin prisa, con esa calma suya que parecía calculada. No hizo preguntas. Solo lo hizo. Como si de verdad quisiera darme algo. Como si por un ratito yo también pudiera ser el elegido.
Me vine en su boca, con un gemido que no pude contener.
Ella se puso de pie al tiro. Se vistió sin apuro, recogió su ropa del suelo, se pasó los dedos por el pelo. Yo seguía ahí, desnudo, con la mirada perdida, tratando de entender si esto me había hecho bien... o si me había roto un poquito más.
La miré. Ella me devolvió una sonrisa chiquita.
—Mañana me voy temprano a la playa con tu primo —me dijo—. No le digas nada, ¿va?
Y se fue.
Me quedé ahí, solo. Con el cuerpo aún caliente, pero con una tristeza rara que me apretaba el pecho. Porque supe, sin necesidad de explicaciones, que desde ese instante, cada vez que la viera tomada de la mano de mi primo, me iba a doler.
Y ese dolor, lo peor de todo, es que me lo merecía.
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Comentarios
Excelente historia. Gracias por compartirla. Saludos
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